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¿eran españoles los moriscos? el mito de al-andalus PDF

17 Pages·2003·0.04 MB·Spanish
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¿ERAN ESPAÑOLES LOS MORISCOS? EL MITO DE AL-ANDALUS Serafín Fanjul Catedrático de Literatura Árabe de la Universidad Autónoma de Madrid. Calificar de mito a una idea-fuerza cuya andadura y capa- cidad de arrastre cuenta más de siglo y medio entraña varios riesgos. El primero, desde luego, reside en la dificultad de abrir brecha en la sedimentada muralla de tópicos acumula- dos en el remanso de quietud y ausencia de críticas. Y como tal embalse no carece de dueños y beneficiarios, la menor mella que se le inflija suscita respuestas airadas, ofendidos sentimientos y ninguna intención de matizar o revisar. Y de autocríticas ni hablemos. Pero digámoslo en pocas palabras: la imagen edulcorada de un al-Andalus idílico (se suele apos- tillarfr ecuentemente con la palabra paraíso; y, en árabe, al - f i r - daws al-mafqud, el paraíso perdi d o ), donde convivían en esta- do de gracia perenne los fieles de las tres culturas y las tres religiones, es insostenible e inencontrable, apenas comenza- mos a leer los textos originales escritos por los prot a g o n i s t a s ESPAÑA, UN HECHO 270 en esos siglos. No fue peor ni mejor —en cuanto a catego- ría moral, que sería la base sobre la cual levantar todo el edi- ficio— que el resto del mundo musulmán coetáneo o que la E u ropa de entonces. Disfrutó de etapas brillantes en algu- nas artes, en arquitectura o en asimilación de ciertas técni- cas y supo transmitir —y no es poco— el legado helenístico recibido de los grandes centros culturales de Oriente (Nisa- p u r, Bagdad, El Cairo, Rayy, etc.). Y fue, antes que nada, un país islámico, con todas las consecuencias que en la época eso significaba. Pero su carácter periférico, mientras existió constituía una dificultad insalvable para ser tomado como eje de nada por los muslimes del tiempo. Bien es verd a d que, una vez desaparecido, se convirtió en ese paraíso per - d i d o más arriba señalado, fuente perpetua y lacrimógena de nostalgias y viajes imaginarios por la nada, de escasa o nu- la relación con la España real que, desde la Edad Media, se había ido construyendo en pugna constante contra el islam p e n i n s u l a r. Una lucha de supervivencia por ambas partes, con dos fuerzas antagónicas y mutuamente excluyentes, en oposición radical y absoluta y animadas las dos por sendas religiones universales cuyo designio era abarcar a la Humanidad por en- tero. Es preciso decirlo con crudeza: si había al-Andalus, no habría España; y viceversa, como sucedió al imponerse la so- ciedad cristiana y la cultura neolatina. Pero si decidimos re- tomar la lira y reiniciar los cantos a la tolerancia, a la exqui- sita sensualidad de los surtidores del Generalife y a la gran libertad que disfrutaban las mujeres cordobesas en el siglo XI, fuerza será que acudamos también a los hechos históricos conocidos que, no siempre, son tan felices: aplastamiento ¿ERAN ESPAÑOLES LOS MORISCOS? EL MITO DE AL-ANDALUS 271 social y persecuciones intermitentes de cristianos, fugas ma- sivas de éstos hacia el norte (hasta el siglo XII), conversiones colectivas forzadas, deportaciones en masa a Marruecos (ya en tiempos almohades), pogromos antijudíos (v.g., en Grana- da, 1066), martirio continuado de misioneros cristianos mientras se construían las bellísimas salas de la Alhambra… Porque la historia es toda y del balance general de aquellos sucesos brutales (de su totalidad) debemos extraer las con- clusiones oportunas. Al rec o r dar esa mínima antología del reverso de la moneda no estamos condenando a al-Andalus ni estableciendo juicio moral alguno —todos actuaban de la misma manera—, sim- plemente intentamos equilibrar la panorámica y despojarla de exotismo y de reacciones viscerales en uno u otro sentido, aunque, de modo inevitable, podamos preguntarnos muy fría- mente si el retorno a la civilización europea grecolatina fue beneficioso, o no, para la Península Ibérica; si habríamos de- bido aplastar y ocultar —como se hace en el norte de África— el brillantísimo pasado romano; o si nos hubiera acaecido al- go de cuanto de bueno se hizo en todos los aspectos desde 1492. Y también, en otro orden de cosas —muy, muy hispa- nas—, si tiene una lógica mínima que gentes apellidadas Ló- pez, Martínez o Gómez, de fenotipo similar al de santanderi- nos o asturianos y que no conocen más lengua que la española, anden proclamando que su verdadera cultura es la árabe. Si no fuera patético sería chistoso. Antes de entrar en el fondo del asunto, debemos abor- dar una cuestión terminológica previa nada desdeñable. Me ESPAÑA, UN HECHO 272 refiero a los equívocos de contenido creados y fomentados fuera de España en el uso de ciertas palabras a través de otras lenguas, en especial del francés. Lo que en este idioma se designa como “andalous” en español lo expresamos con dos términos netamente diferenciados: “andaluz” (habitante o perteneciente a la actual Andalucía) y “andalusí” (relativo a al-Andalus) que, a veces, matizamos diciendo “hispanoára- be”, “hispanomusulmán”, etc. O, de manera más genérica y popular, con la voz “moro”, que hasta el siglo XIX significaba sólo “musulmán” y “habitante del norte de África”, sin con- notación peyorativa ninguna. Pero el éxito de andalousen es- critores e historiadores franceses (nuestro puente hacia la Europa del siglo XIX) ha contribuido en gran medida a difundir un concepto sumamente erróneo: la existencia de una conti- nuidad racial, social, cultural y anímica entre los andalusíes y los andaluces. De ahí ha derivado la confusión entre Andalu- cía y al-Andalus, que incluso los políticos andalucistas radi- calesmanejan en la actualidad como si respondiera a una rea - li d a d tangible. Pero las objeciones a tal pretensión son dos y decisivas. La primera es que, en árabe, al-Andalus no signifi- ca “Andalucía” sino la Hispania islámica, fuera cual fuera su extensión (con la frontera en el Duero, siglo X, o en Algeciras, siglo XIV). La segunda, tan importante como la anterior, con- siste en que la noción de Andalucía surge con la conquista cristiana del Valle del Guadalquivir en el siglo XIII y no apare- ce en los términos territoriales con que la conocemos hasta 1833 cuando la división regional y provincial de Javier de Bur- gos, todavía vigente, incorpora un territorio netamente dife- renciado hasta entonces, el reino de Granada (Málaga, Alme- ría, Granada y parte de Jaén) a Andalucía para formar una unidad administrativa mayor. De ahí el absurdo de imaginar ¿ERAN ESPAÑOLES LOS MORISCOS? EL MITO DE AL-ANDALUS 273 una patria andaluza cuya identidad se pierde en la noche de los tiempos, con Argantonio bailando flamenco y Abderra h m á n (cualquiera de ellos) deleitándose con el espíritu de los futu- ros versos de García Lorca. Una mera medida administrativa ha generado un concepto identitario. Pero Andalucía era una cosa y el reino de Granada, otra, como lo prueba, hasta la sa- ciedad y el aburrimiento, toda la documentación existente (bu- rocrática, histórica, literaria o de viajeros foráneos). En esta misma línea actúa el empleo de los términos “Es- paña” y “españoles” para denominar a al-Andalus y los anda- lusíes. Es una pésima traducción cargadísima de ideología, pese a no ser esa la intención de sus creadores y difusores primeros. Dozy, Lévi-Provençal, así como algunos historiado- res y arabistas españoles del XIX, en el muy loable intento de acercar y hacer más próxima —y digerible— la historia y so- ciedad de al-Andalus, de cara a sus contemporáneos, se apli- caron a utilizar la palabra “España” (por al-Andalus), cuando representa un concepto político, social y cultural no sólo dife - renciado de al-Andalus sino en abierta oposición con el mismo. Y cuya vigencia palpable y sólida arranca del siglo XV. Expre- siones como “los moros españoles”, “los árabes españoles” o, simplemente, “los españoles” (sin adjetivar y referido a musulmanes de al-Andalus) menudean en textos de historia- dores incluso recientes (P. Guichard, R. Arié, B. Vincent). No se trata meramente de negar la condición de españoles (lo cual no es ni bueno ni malo) a los andalusíes, es que —y es- to es lo principal— ellos no se consideraban tal cosa, a la que detestaban. ESPAÑA, UN HECHO 274 Somos conscientes de la dificultad de contrarrestar ideas enquistadas en la im a g e n exterior de España, pero estimamos nuestra obligación hacerlo, por antipática que resulte la mi- sión. Y es que el Mito de al-Andalus se basa en imágenes re- petidas de forma mecánica más que en experiencias o reali- dades comprobadas y comprobables. Los viajeros y escritores románticos ingleses y franceses en la primera mi- tad del siglo XIX dejaron petrificada una imagen de España (y en especial de Andalucía, como la región más pintoresca) que ni siquiera en su tiempo era reflejo de una realidad global, si- no ensamblada con los elementos más exóticos y chocantes para quienes, ávidos de rarezas, acudían a la Península. Ele- mentos llamativos que demandaba su público lector. Nada de extraño tiene, pues, que Mérimée desdeñe toda la arquitec- tura del centro y norte de España por encontrarla “demasia- do parecida a la suya y sin el verdadero carácter español”. Naturalmente, el verdadero es el que él decide. Nadie niega que hubiera bandoleros, gitanas y sombreros calañeses: por supuesto que los había y ellos los veían, pero también con- templaban a su alrededor otras realidades mucho más nu- merosas y presentes —y cuya existencia acababan recono- ciendo de mala gana y en poquito espacio— pero menos atractivas y excitantes, por reconocerse a sí mismos en ellas en una proporción excesivamente incómoda. Magia, misterio, tipismo verdadero… son los ejes de búsqueda de todo euro- peo que cruza los Pirineos hacia el sur, así Edmundo de Ami- cis (1872) refleja y reproduce bien el universo de tópicos es- tablecidos por sus predecesores: “Todos los sombreros son de copa, y además bastones, cadenas, condecoraciones, agujas y cintas en el ojal a millares. Las señoras, al margen de ciertos días de fiesta, visten a la francesa. Los antiguos ¿ERAN ESPAÑOLES LOS MORISCOS?EL MITO DE AL-ANDALUS 275 botines de raso, la peineta, los colores vivos, es decir, el traje nacional han desaparecido. ¡Qué mal queda el sombrer o de co- pa por las calles de Córdoba! ¿Cómo podéis seguir la moda bajo este hermoso cuadro oriental? ¿Por qué no os vestís co- mo los árabes? Pasaban petimetres, obreros, niños y yo los miraba a todos con gran curiosidad, esperando encontrar en ellos alguna de aquellas fantasiosas figuras que Doré nos re- presentó como ejemplos del tipo andaluz: aquel moreno, con gruesos labios y grandes ojos. No vi a ninguno (…) ninguna diferencia con las mujeres francesas y con las nuestras; el antiguo traje típico andaluz ha desaparecido de la ciudad” (1). Claro que el que busca, encuentra y el mismo Amicis, alivia- do y triunfal, concluye: “…por los barrios de la ciudad [Cór- doba], en donde vi por primera vez a mujeres y a hombres de tipo verdaderamente andaluz, tal como yo me los había ima- ginado, con ojos, colores y actitudes árabes” (2). ¿Podrá sorprendernos que los escritores románticos es- pañoles, seguidores fieles a la sazón de la moda francesa, encontraran —y con más motivo, porque sabían mejor dónde buscar— pervivencias árabes por todos los rincones? Tan bien asimilan el mecanismo, se imbuyen de tal modo de la fórmula, que cuando Pedro Antonio de Alarcón desembarca en Marruecos en 1860, va tan tranquilo afirmando que los au- ténticos moros son los de los libros y la verdadera realidad la de la imagen corriente (“Era un verdadero moro, esto es, un (1)AMICIS, E. De, España. Diario de viaje de un turista escritor.P. 241 y ss. Madrid, 2000. (2)Ibidem, p. 248. ESPAÑA, UN HECHO 276 M o ro de novela” ( 3 )). Y tampoco ha de asombrarnos que al- gunos notables historiadores y arabistas franceses continú- en apegados a la idea de la España pintoresca, tal vez por deformación profesional, o quizás por el peso de una co- rriente emotiva de historia ya larga. Aunque debamos reco- nocer que escritores españoles —historiadores ya no— les han seguido y les continúan siguiendo en el mantenimiento de esas imágenes del pasado que un análisis matizado y en detalle de cada caso nos muestra como insostenibles. Pero la actual cultura de masas, en vez de clarificar con más y me- jor información aportando datos y visiones de los hechos per- ceptibles, insiste y agiganta con sus enormes medios la per- duración de ideas erróneas o, al menos, deformadoras de la imagen al enseñar aspectos muy parciales del conjunto. Vea- mos un ejemplo significativo y de gran difusión: la revista Mé - diterranée Magazine, hace dos años, en un grueso folleto de propaganda turística dedicado a España ofrecía al final una pequeña lista bibliográfica de libros que se recomendaban a los futuros viajeros para que mejor puedan entender el país, la mentalidad, las motivaciones, etc… —empeño digno de aprecio— pero las dudas comienzan al comprobar que de los catorce textos narrativos o descriptivos propuestos, diez son de escritores de los siglos XVIII-XIX (Gautier, Hugo, Mérimée, Dumas, Chateaubriand, Davillier, etc.) y en cuanto a las obras dedicadas al arte y cuya lectura se sugiere, todas están cen- tradas en Andalucía, excepto una que se ocupa de Santiago. Creo que el ejemplo expresa bien la forma en que se reali- (3)ALARCÓN,Pedro Antonio de, Diario de un testigo de la guerra de Áfri- ca, 1860, vol I, p. 214, Madrid, 1942. ¿ERAN ESPAÑOLES LOS MORISCOS?EL MITO DE AL-ANDALUS 277 menta una imagen determinada que, por otra parte, es la que el turista espera encontrar. En ese paisaje de tópicos, pintoresquismo a toda costa y tipismo comercial, el mito de al-Andalus no lo es todo, desde luego, pero representa una proporción considerable al esti- marse dentro y fuera de España que el elemento moro, la vie- ja presencia musulmana, significa el factor menos europeo, más extraño y llamativo de toda nuestra historia y, en puridad, así es. O así fue, porque una cosa es hablar del pasado o es- tudiarlo y otra muy distinta verificar qué queda de esos tiem- pos y en qué medida está —o estuvo— vivo en nuestra so- ciedad. Y en ese sentido, sí podemos referirnos al Mito de al-Andalus. Se impone, pues, enunciar ya nuestra propia visión de al- Andalus, pero somos conscientes de que también podemos incurrir en el monopolio de la verdad, ofreciendo otra imagen no menos verdadera y auténtica de ese período de la historia de la Península Ibérica. Y este resquemor de abogado del dia- blo nos paraliza un tanto a la hora de enumerar, aunque re- sumido, todo un conjunto de hechos lo más objetivos posi- bles, en uno y otro sentido; y, sobre todo, en el momento de valorar, interpretar o someter a discusión las desmelenadas pretensiones mudejaristas de Américo Castro, coartada eru- dita principal de toda esa corriente. Razones de espacio nos obligan a centrar la atención en dos aspectos que estimamos cruciales: uno que afecta a la vida misma de al-Andalus (la cuestión de la tolerancia) y otro ESPAÑA, UN HECHO 278 que concierne a lo sucedido desde el siglo XIII (la población). No nos detendremos en otros aspectos no menos importan- tes, como las pervivencias romanas y visigóticas que, con toda lógica, encontraron y en gran proporción utilizaron en su pro- pio beneficio los conquistadores muslimes del siglo VIII. Me refiero, por ejemplo, al empleo en arquitectura del arco de he- rradura que tanto éxito alcanzaría más adelante; o a la sub- sistencia de los sistemas de comunicaciones (las famosas calzadasromanas), o a la organización administrativa, así co- mo a la continuidad de técnicas agrícolas romanas que los in- vasores (nómadas pastores) prohijaron y han pasado a la His- toria de divulgación como de origen hispanoárabe, aunque sea innegable la aportación de los moros hispanos precisa- mente en la asimilación y desarrollo de esas formas de tra- bajo en horticultura (tomadas de nabateos, caldeos, egipcios, sirios, persas o… romanos) y en la importación de ciertos cultivos (cítricos, por ejemplo). Sobre todo ello hay abundan- te bibliografía y no parece oportuno extenderse ahora. Cuando los arabistas españoles del siglo X I X c o m e n z a- ron a ofrecer a su sociedad las primeras compilaciones his- tóricas, traducciones y poemas resucitados de al-Andalus, sabían que el ambiente y el estado de ánimo de la población eran resueltamente contrarios a aquellos momentos históri- cos que ellos intentaban revivir. La narrativa romántica que había entrado por el mismo camino tenía una labor más lle- vadera porque, al tratarse de ficciones, el factor fantástico, ineludible guiño en toda relación entre autor y lector, permitía libertades y sugerencias fáciles de tolerar y asimilar. Por aña- didura, la tradición literaria que venía de los siglos XVI y XVII a rrastraba el re c u e rdo de las novelas moriscas, de los

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la realidad social, bastante lamentable, de los moriscos ver- daderos que subsistían en el Siglo de Oro. Pero investigado- res, h i s t o r i a d o res y
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