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En El Amor Y En La Guerra PDF

116 Pages·2016·0.43 MB·Spanish
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En el amor y en la guerra... BONNIE TUCKER Prologo Halloween Mediodía en Patapalo, Texas CUANDO Jorge Boudreaux, el recaudador de impuestos de Patapalo, oyó el timbre pocos minutos después de llegar a su casa con la intención de hacer el amor con su esposa, no esperaba encontrarse delante de la puerta al sobrino de su mujer, Leroy Larue. Ni tampoco que le diera la noticia que le dio. Jorge había salido de su pequeña oficina apenas una hora antes, y todo iba bien. Había parado en la barbería de Stan para cortarse el pelo y afeitarse, y para ponerse un poco de aquel aftershave que olía como el Bayou de Luisiana cuando ha llovido y que tanto gustaba a su esposa. Y después había pasado por la pastelería y había comprado una caja de bombones para endulzarle la tarde a Prissy. No tenía nada de malo escaparse un rato para darse una pequeña alegría con su señora, ¿verdad? Así volvería de mejor humor a la oficina que había llevado él solo hasta que Prissy le había convencido de que contratara al imbécil de su sobrino. Y ahora el condenado Leroy Larue lo había hundido. «Los» había hundido. -¿Que has hecho qué? -la presión sanguínea de Jorge se disparó como un cohete al saber que Leroy le había dado a Daniel Sullivan los papeles que necesitaba para obtener un permiso de edificación y demoler Mandelay. Aquello significaba que Jorge lo iba a perder todo. Hasta las fabulosas botas Luchese que se ponía a diario y por las que había pagado mil dólares uno encima de otro. Porque en las cárceles federales no te dejan llevar botas. -Pero tío Jorge... -¡YO no soy tu maldito tío! -estalló Jorge. «Dios, no dejes que lo mate». Solo le faltaba que además de malversación de fondos, lo acusaran de asesinato. -Pero el señor Sullivan dijo que los impuestos estaban pagados. Que tenía recibos de más de sesenta años. Eso es prueba suficiente, ¿no? Tenía que dar el visto bueno a los papeles. -¿Viste los recibos? -No, tío... ah... Jorge... -Leroy tragó saliva-. Perdón, no, señor. Pero me dijo que los traería. -Ya sé que Sullivan tiene recibos -dijo Jorge. Como sabía que Rosey O'Leary también tenía recibos de haber pagado los impuestos de la misma propiedad. Lo sabía perfectamente. Para eso era el condenado recaudador de impuestos. El problema era que Dan Sullivan no sabía que Rosey O'Leary había estado pagando los impuestos de Mandelay, y Rosey no sabía nada de Dan Sullivan, y mucho menos de que él también había estado pagando los impuestos de Mandelay. Y nadie sabía que Jorge Boudreaux se había estado embolsando esos miles de dólares extra y que cada trimestre cruzaba la frontera estatal para depositarlos en la cuenta secreta que mantenía en Lafayette, Luisiana, como habían hecho su padre, su abuelo y su bisabuelo. Era una tradición de la familia Boudreaux, y parecía tocar a su fin. Fraude. Malversación. Robo. -¡Estás despedido, estúpido! -aulló Jorge sacando a Leroy de la casa de un empujón y cerrando la puerta de un sonoro portazo. -Pero tío Jorge, no puedes despedirme. Trabajo para el gobierno... -llegó la irritante vocecilla de Leroy a través de la puerta. Un sudor frío empapó el enorme corpachón de Jorge, que había engordado quince kilos desde su matrimonio con Prissy, seis meses atrás. Esperó a que su ritmo cardíaco bajara un poco y se dirigió lenta y pesadamente a la cocina. Allí estaba Priscilla, su Prissy, que volvió la cabeza al oírlo pronunciar su nombre. Ella tenía cuarenta y dos años, aunque solo aparentaba treinta y cinco. Y Jorge estaba loco por ella. -¿ Qué haces en casa a estas horas, cariño? - preguntó desde el fregadero. -Tenía ganas de verte, palomita. -Eres un cielo... -dijo ella con aquella sonrisa que le calentaba el alma y la entrepierna, y siguió enjuagando brécol y espinacas mientras empezaba a contarle un cotilleo sobre alguna vecina. Aquel idiota de Leroy había firmado un justificante de impuestos a Dan Sullivan, y al hacerlo había firmado la condena de Jorge. Dan Sullivan era el descendiente directo de Patapalo Sullivan, el Patapalo que había dado su nombre al pueblo. El Patapalo que había huido de Chicago con una tal Kate Rose O'Leary cuando la vaca de Kate había tirado el farol con el rabo y había prendido fuego a la ciudad. Nunca había sido un secreto que Kate Rose estaba casada, y no con Patapalo precisamente. Pero a Texas llegaba todo tipo de gentes, y nadie se asustaba de nada. Al final, el marido de Kate Rose los había encontrado, Patapalo se había vuelto a Chicago y Kate Rose y su marido se habían quedado en Mandelay, la casa que ella y Patapalo habían construido. Los Boudreaux habían sido los recaudadores de impuestos desde la fundación de Patapalo, y desde entonces se habían encargado de cobrar tanto a los O'Leary como a los Sullivan. Todo había empezado de la forma más simple. Los O'Leary pagaban los impuestos en mano, y el correo traía los de los Sullivan. ¿Qué sentido tenía rechazar los unos o los otros? ¿Quién era un Boudreaux para decidir cuál era el dueño legítimo de Mandelay? Dado que los O'Leary y los Sullivan no se hablaban, las sucesivas generaciones habían seguido pagando sus impuestos, mientras los Boudreaux seguían aceptándolos, guardándose ese dinero extra y callando. Y todo había ido bien hasta ahora. Lo que tenía que hacer era... era... No conseguía recordarlo. Había dejado de pensar claramente cuando Prissy había cerrado el grifo y había empezado a cortar la verdura, porque entonces su rotundo trasero, enfundado en aquellos pantalones elásticos brillantes a los que había cosido una tira de flecos dorados, había empezado a bambolearse de aquí para allá en un chachachá enloquecedor. Iba a echar de menos a Prissy cuando lo encerraran. Jorge se preguntó si lo condenarían a cadena perpetua por malversación de fondos. Probablemente. Y si ella lo visitaría en la cárcel, con aquellos pantalones brillantes. y si le permitirían tener encuentros «vis a vis» con ella. Lo dudaba mucho, y aquello lo enfurecía. -¡Prissy! -ladró. Todo aquello era culpa suya. Suya y de sus malditos parientes de Luisiana. Ella dejó de cortar verduras un momento y se quedó mirándolo con un brécol en una mano y un cuchillo en la otra. Jorge la atravesó con la mirada. Aquellos grandes ojos castaños y aquella cabellera castaña peinada a lo grande. Su voluminoso pecho y sus rotundas caderas, y aquellos muslos que le hacían perder la cabeza. Era la esposa perfecta, una auténtica gourmet en la cocina y una verdadera prostituta en la cama. Con Prissy se sentía veinte años más joven de los sesenta... está bien, de los sesenta y cuatro que tenía. Todos le habían dicho que era una locura casarse con una mujer de cuarenta y dos años, y que aquello no duraría. Pero él les había demostrado que se equivocaban. Seis meses con una mujer como Prissy era mucho tiempo para un hombre como él, y Jorge pensaba hacer que durara toda la vida. Lo que no había planeado era pasar el resto de su vida en la cárcel sin ella. Aquello no podía ocurrir. Haría lo que fuera necesario para impedirlo. -Prissy -dijo abriendo los brazos-. Ven con papá... Ella dejó el brécol y el cuchillo, se secó las manos con un paño y avanzó hacia él con el paso insinuante y la sonrisa voluptuosa que le hacía olvidarse de todo excepto de lo que tenía pensado hacer con ella a mediodía. y más le valía disfrutarlo, porque si no daba con la forma de salir de aquel embrollo, iba a pasar mucho tiempo sin poder volver a hacerlo. 1 SI había algo que fascinaba a Rosey O'Leary eran los traseros masculinos. Era una especie de pasatiempo. Y cuando veía lo que se podía definir como unos glúteos masculinos perfectos, se estremecía literalmente. Estaba con sus dos hermanas delante de la valla de piedra que rodeaba la mansión familiar, Mandelay, la misma valla que habían construido su tatarabuela y Patapalo Sullivan piedra por piedra. Las tres observaban a los trabajadores de la construcción que merodeaban alrededor de la vetusta mansión. A Rosey le resultaba difícil ver todos aquellos traseros y no derretirse por dentro, pero sabía que el propietario de uno de ellos pretendía hundir a su familia. Al menos esperaba que no fuera él. El perfecto. Entre el equipo de obreros que esperaba frente a Mandelay los había de todo tipo, bajitos, altos, gordos, flacos... Unos hablaban en grupos, otros subían y bajaban de aquellas grandes máquinas amarillas capaces de abrir grandes zanjas y de arrancar árboles, pero la mayoría revoloteaba alrededor de un hombre que parecía tener poder sobre todos ellos. El hombre del trasero perfecto. -Me gusta cómo le sientan los vaqueros -dijo Lily pensativa mientras se acariciaba la barriga de siete meses. -Estás casada -le recordó Rosey. -No hay nada de malo en mirar. -Estás embarazada -insistió Rosey. -Pero no estoy muerta. Daisy entrecerró los ojos y miró el vientre de su hermana mayor. -¿Quieres decir que a pesar de estar embarazada y hecha una foca todavía puedes... puedes...? Rosey le dio un codazo en el costado. Lily se echó a reír. -Ya lo veréis cuando llegue vuestro príncipe encantado... -Lo dudo mucho -dijo Rosey volviendo a concentrarse en los hombres con vaqueros y cascos. ¿Sería Dan Sullivan el más alto, el de las nalgas perfectas? No podía ser. No, no era ningún príncipe encantado, ni ella lo estaba buscando. Daisy empezó a hablar de una clase que habían dado en la universidad el mes anterior sobre el feudalismo y la propiedad de las tierras, y Rosey volvió a concentrarse en los traseros mientras asentía de vez en cuando a lo que decía su hermana. -¿Cuál creéis que será Sullivan? -preguntó Lily interrumpiendo el discurso de Daisy y los pensamientos de Rosey. -No importa cuál sea -dijo Daisy cambiando de tema sin vacilar ni un instante -.Tenemos que dar con la forma de impedir que arrasen Mandelay. -¿ y si tiene la escritura? -preguntó Lily. La palabra más temida, «escritura», hizo salir a Rosey instantáneamente de su ensoñación. -¡No! -dijo rotundamente. Dan Sullivan no podía tener la escritura-. ¿Cómo te atreves a decir eso en voz alta? ¿No sabes que si lo dices en alto puede hacerse realidad? -No seas tonta -intervino Lily, la práctica de la familia. -Vamos, no puede tener la escritura -dijo Daisy-. Porque no existe. -Podría tenerla -insistió Lily-. Si no, ¿por qué le han dado permiso para construir? -No lo sé -dijo Rosey sacudiendo la cabeza-. Eso es lo que no entiendo. -¿Has hablado con Jorge de esto? Él lo aclarará todo. Tiene que ser una confusión. -Lo he estado llamando, pero aún no me ha contestado. Daisy pasó un brazo por el hombro de Rosey y miró a Lily con el ceño fruncido. -Te llamará. Ya sabes cómo son los recién casados. -Jorge se casó hace seis meses -dijo Lily-, y no es excusa. Además, esto es serio. -No sé qué hacer -confesó Rosey-. Tenemos que encontrar una solución pronto. Ahora. Mirad lo que viene por la carretera -los motores diesel de los dos enormes camiones de ocho ejes que se dirigían hacia Mandelay ahogaron sus palabras-. Es la bola de demolición. Lily observó los dos grandes camiones con los ojos muy abiertos y las manos sobre su voluminoso vientre. -Si traen la bola de demolición es para tirar abajo Mandelay. -Eso está claro, Lily -dijo Rosey impaciente. ¿Cómo podía ocurrir algo así?-. Tiene que ser un error. Mandelay es nuestro. La tatarabuela Kate dijo... -¿y quién se lo va a impedir? -la interrumpi6 Daisy con voz lastimera. -Yo me quedaría -empezó a decir Lily-, pero... . -Lo sé, lo sé -asintió Rosey-. El embarazo. -Yo también -declaró Daisy-, si no tuviera... -Las clases y los exámenes finales -concluyó Rosey por ella. De repente se dio cuenta de que las dos la miraban fijamente. -¿Quién, yo? -Tienes que hacerlo -dijo Lily-. Eres nuestra última esperanza. Rosey sacudió la cabeza con incredulidad. -Tiene que haber un error. Jorge lo arreglará en cuanto le cuente lo que está pasando. Estoy segura de que no sabe nada. Si se hubiera enterado ya habría intervenido. -No lo sé -murmuró Lily-. ¿Y si lo han...? -No -afirmó Rosey. -Es imposible -la secundó Daisy. -¿Pero entonces cómo...? -Rosey, yo te ayudaría, pero tengo que volver a la universidad. La familia depende de ti -sentenció Daisy -. La tatarabuela Kate Rose debe estar revolviéndose en la tumba ahora mismo. Estará diciendo, «Rosey, Rosey, no permitas que destruyan Mandelay...» -¿Pero qué documentos tienen? -insistió Lily-. Eso es lo que me gustaría saber. -¿Y qué tenemos nosotras? -se lamentó Rosey-. Sullivan debe tener la escritura. -No puede tenerla. Si esa gente tuviera la escritura la habría utilizado hace mucho tiempo. -Pero si les han dado el permiso será por algo -dijo Daisy. -Han tenido que sobornar a alguien -dijo Rosey sacudiendo la cabeza. Lily la miró espantada ante lo que oía. -En Patapalo nadie aceptaría un soborno. -Por favor... -Rosey contó hasta veinte mentalmente. Sus hermanas eran muy guapas, y en general inteligentes. Pero ahora resultaba que también eran ingenuas como dos cachorrillos. -Te digo que no -insistió Lily-. Aunque... está toda esa gente de fuera que trabaja en el ayuntamiento. -Leroy Lame -murmuró Daisy-. y su hermana Lana. y su primo Lester. ¿Crees que podrían ser ellos? -Es una posibilidad -dijo Lily como si no cupiera la menor duda.

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