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El principio monárquico y el constitucionalismo alemán del siglo XIX Werner Heun I. El principio ... PDF

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El principio monárquico y el constitucionalismo alemán del siglo XIX Werner Heun I. El principio monárquico 1. Fundamentos normativos El principio monárquico ha dominado en los ordenamientos constitucionales alemanes del siglo XIX tanto en el texto como en la teoría y en la práctica. Tuvo vigencia como „principio fundamental del nuevo derecho constitucional alemán“1 [1] . La primera Constitución que lo formula es la de Baviera de veintiséis de mayo de 1818, en su Título II, § 1: „El Rey es el Jefe del Estado, reúne en sí todo el poder del Estado y lo ejerce bajo las condiciones por él mismo establecidas en el presente documento constitucional. Su persona es sagrada e inviolable”2 [2] . Esta fórmula del principio monárquico no sólo la acogen casi literalmente las primeras Constituciones3 [3] , sino que además se conserva hasta la última fase del constitucionalismo del siglo XIX4 [4] . Sólo falta en las Constituciones emanadas de la Revolución de 1848/1849, así como en la Constitución prusiana de 18505 [5] , sin que por ello se viera sustancialmente afectada la efectividad del principio monárquico, que regía como un principio no escrito6 [6] . El principio además se contenía en el art. 57 del Acta Final de Viena de 1820, como una directriz para los miembros de la Federación alemana, con la finalidad de garantizar la posición del Monarca7 [7] . El concepto político se acuña aparentemente en los debates correspondientes sobre la Carta Constitucional de 18148 [8] , aunque ya encuentra antes una formulación equivalente en Friedrich Schlegel9 [9] . La impronta de la Carta Constitucional de 1814 sobre el constitucionalismo alemán del siglo XIX queda patente de forma nítida con la recepción del debate constitucional francés. 2. Principio monárquico y soberanía La exégesis histórica apunta a que el principio monárquico recibe un contenido vinculado al pensamiento dominante a comienzos del siglo XIX. En la medida en que conforme a este principio el Monarca se concebía como la fuente de todo el poder del Estado, la monarquía absoluta se podía entender como una expresión de aquél. También Montesquieu contempla al Monarca como la fuente del poder del Estado: „Le prince est la source de tout pouvoir politique et civil“10 [10] . Sólo con esta teoría relativa al origen del poder estatal, se pasaba por alto la limitación del poder del Monarca a través de la Constitución, que es la que otorga al principio monárquico su significado característico11 [11] . Este principio era un concepto opuesto y en pugna con el principio democrático que, por este motivo, había de presuponerse. Más adelante también se consideró como opuesto al principio parlamentario en el sentido del gobierno de gabinete inglés12 [12] . A pesar de la contraposición bipolar entre Monarquía y Democracia, ambos principios no se concibieron de forma excluyente, como sucedía con la soberanía del Monarca y la soberanía popular13 [13] en la formulación de Bodino14 [14] y Hobbes15 [15] , por un lado, y de Rousseau16 [16] , por otro. Dado que no se podían hacer desaparecer ni la Revolución Francesa ni las Guerras de Independencia, con toda su ideología subyacente, y que tanto la integración de los Estados de nuevo cuño17 [17] como las necesidades financieras18 [18] requerían la participación de la burguesía y la existencia misma de instituciones representativas, incluso el Monarca y sus partidarios eran conscientes de que no era posible el retorno a los dogmas absolutistas de la soberanía exclusiva del Monarca. Por ello, el objetivo de la propagación del principio monárquico era más bien comedido y defensivo. Este principio sólo debía ser el dominante o, en todo caso, el „preponderante“, y sólo a condición de admitir una cierta „mixtura“ con el principio democrático19 [19] . Ambos principios se concebían básicamente como compatibles20 [20] , mientras que, por el contrario, el principio monárquico y el principio parlamentario seguían siendo incompatibles. Incluso las abiertas formulaciones del mencionado art. 57 del Acta Final de Viena, que según Metternich debía dar un sentido restrictivo a la regla del art. 13 del Acta Federal alemana de 181521 [21] sobre las Constituciones de los Estados, únicamente tenían que tener la finalidad de preservar el principio monárquico. Por ello, era preciso excluir otras exigencias de carácter constitucional, pero también al mismo tiempo injerencias de la Federación en favor de una „revisión regresiva“22 [22] . No obstante, la mixtura y compatibilidad del principio monárquico y del principio democrático presentaban problemas conceptuales difíciles de superar. El dogma clásico de la soberanía partía de una summa potestas, que se atribuía al Monarca de forma íntegra e indivisible, a fin de superar la situación de guerra civil existente. La distinción entre poder constituyente y poder constituido, obra de Sieyés23 [23] , que ya se había expuesto en el proceso constituyente de la primera monarquía constitucional de 1791, no sólo tuvo que atribuir al Monarca una función limitada dentro del sistema constitucional, sino también el papel de un mero poder constituido. Además, frente al Monarca como representante del Estado, apareció una segunda forma necesaria, constituida por la representación popular, que se legitimaba básicamente de forma independiente, estaba dotada de competencias propias y, con ello, se convertía por principio en un competidor por el poder en el Estado24 [24] . Por tal motivo, el concepto de Constitución adquirió el significado de una Constitución-representativa, que horrorizaba al bando monárquico25 [25] . Además, si bien la idea de una soberanía compartida26 [26] no era nueva, a la luz del dogma de la „res publica mixta“ de la teoría jurídica del antiguo régimen27 [27] , sí representaba una seria amenaza para la posición del Monarca, ya que en ella subyacía implícitamente un reconocimiento del odiado dogma de la soberanía popular. El principio monárquico trató entonces de satisfacer la necesidad de participación democrática de los ciudadanos y, al mismo tiempo, preservar mejor la posición del Monarca, a través de una „ingeniosa“28 [28] construcción. El punto de partida era la distinción, conocida desde Bodino, entre titularidad y ejercicio del poder29 [29] , que se conectaba hábilmente con la distinción entre poder constituyente y poderes constituidos. Conforme a ello, el soberano y titular de la summa potestas, el poder supremo, era el Monarca y no el pueblo30 [30] . En esa medida, aquél disponía de un poder originario, mientras que cualquier otro ejercicio del poder estatal debía reconducirse a él, para así verse legitimado. Además, la fundamentación de la soberanía podía vincularse en diverso grado a las viejas ideas de una legitimación divina31 [31] . Sin embargo, el Monarca, desde esta plenitud de poderes, garantizaba u otorgaba por su propia voluntad y gracia una Constitución que limitaba el ejercicio de su poder, en beneficio de una representación fruto de la elección popular32 [32] . De ahí que esta construcción fuese ya desde un principio frágil. El otorgamiento de la Constitución por el Monarca tenía lugar en un único acto. Por tanto, desde la comprensión de la soberanía plena del Monarca, esta Constitución, presumiblemente otorgada de forma totalmente libre, debía ser revocable en cualquier momento. Sin embargo, no lo era. La modificación de la Constitución sólo era posible con el consentimiento de la representación popular. Por ello, y en virtud de su sujeción a la Constitución por él mismo otorgada, el Monarca, una vez que ésta había entrado en vigor, ya sólo era un poder constituido, un órgano constitucional y no su autor libre y autócrata33 [33] . Además, en un número elevado de casos, la Constitución no era otorgada unilateralmente sino pactada34 [34] o, por lo menos, previamente deliberada y negociada35 [35] . Aún más problemático era el hecho de que, presumiblemente, el Monarca no sólo constituía la fuente del poder del Estado, sino que en principio también lo ejercía de forma perfecta por sí sólo, y, por ello, era inviolable, en el sentido de que no tenía que ser responsable frente a ninguna otra instancia terrena. La palabra „principio“ recibía en este contexto el significado de „norma básica“, de modo que el ejercicio del poder estatal por parte de otros sujetos no contradecía, por lo menos abiertamente, la doctrina de la „plenitud del poder estatal“36 [36] del Monarca37 [37] . Además, la comprensión actual de una soberanía plena y jurídicamente libérrima, que se desarrolló por primera vez con la teoría positivista del Estado en la segunda mitad del siglo XIX38 [38] , no se puede retrotraer a aquella época histórica. Conforme al pensamiento antiguo, el poder estatal se hallaba aún ligado al derecho divino, al fin general del Estado y, en parte, a las aún existentes Leyes Fundamentales39 [39] , por lo que no se podía ver una inconsistencia lógica en que el ejercicio del poder estatal por parte del Monarca estuviese limitado y, al mismo tiempo, apareciese como un poder pleno. Igualmente, esta idea de plenitud en el ejercicio del poder estatal era anacrónica para aquélla época, tanto desde un punto de vista teórico como práctico, puesto que con el otorgamiento de la Constitución el Monarca quedaba sujeto a los límites constitucionales. Como consecuencia de ello, el ejecutivo monárquico permanecía vinculado por la necesidad de habilitación legislativa cuando se trataba de injerencias en la libertad o la propiedad de los ciudadanos40 [40] . Dado que el Monarca requería para legislar el consentimiento del Parlamento, se veía en todo caso privado de una competencia exclusiva, aunque seguía reclamando de forma reiterada para sí la potestad legislativa como tal41 [41] . En la medida en que además los actos del Monarca requerían dentro del ejecutivo el refrendo del ministro competente, a fin de que aquél quedase eximido de una responsabilidad que asumía este último42 [42] , ni siquiera se podía hablar de la asunción exclusiva de competencias por parte del Monarca en el ámbito interno del poder estatal. Finalmente, al hallar un amplio reconocimiento a comienzos del siglo XIX la independencia judicial, el núcleo originario de todo el poder regio, el poder jurisdiccional, también se encontraba básicamente sustraído a la competencia del Monarca. Precisamente en el ámbito de este último poder fue donde se hacía especialmente clara la separación entre titularidad y ejercicio del poder43 [43] , puesto que la justicia seguía emanando del Rey44 [44] y se ejercía en su nombre45 [45] , pero los tribunales se encontraban separados del ejecutivo y se les garantizaba independencia dentro de su ámbito de competencia46 [46] . Incluso aunque el Monarca pudiese mantener libres de influencia exterior los campos del poder militar, de asuntos exteriores y de la administración interior47 [47] , ya se le habían impuesto a su poder limitaciones tan esenciales que de ningún modo era posible hablar de su pretensión de ejercicio pleno del poder estatal. La pretensión básica del Monarca de que no sólo la titularidad sino también el ejercicio del poder estatal continuasen siendo en lo esencial monárquicos, hallaba su expresión teórica en el rechazo del dogma de la división de poderes, influyente en la teoría del Estado hasta finales del siglo XIX48 [48] . En parte, este rechazo se apoyaba en la interpretación errónea de que la división de poderes estaba vinculada necesariamente al dogma de la soberanía popular, opuesto en su esencia al principio monárquico49 [49] . Junto a ello, aparecía también el temor menos fundado hacia la disolución de la unidad del poder estatal, su disgregación e, incluso, la anarquía o el retorno al viejo pluralismo estamental50 [50] . Sin embargo, el auténtico motivo del rechazo residía en el convencimiento de la plenitud del poder del Monarca, incluido su ejercicio51 [51] . Bajo esta concepción, la participación de la representación estamental era una mera limitación, no una cotitularidad52 [52] . De ahí que el Parlamento no fuera visto como parte del poder estatal, sino como representación de la sociedad frente al poder monárquico53 [53] . Como consecuencia de ello, se atribuía a la monarquía constitucional un carácter monista y no dualista54 [54] , que se vio reforzado a través de las concepciones organicistas del Estado hasta la aparición de las construcciones del Estado como persona jurídica55 [55] . Se tuvo conciencia tarde de que desde principios de siglo este modelo no se correspondía con la realidad constitucional. Sólo a finales del siglo XIX se dejó a un lado esta concepción. En palabras de Otto Mayer: „Se trata de la múltiples veces desconocida división de poderes, que hemos recogido del modelo francés y que, dejando a un lado todas las cautelas, posee efectividad y validez real“56 [56] . Sin embargo, en este último momento el principio monárquico ya se había abandonado, por lo menos en el nivel imperial, y no poseía ninguna virtualidad como fundamento competencial, de manera que el motivo real del rechazo al dogma de la división de poderes ya hacía tiempo que había desaparecido. El principio monárquico se muestra, pues, principalmente, como una construcción jurídica con funciones específicas. Se trata de la formulación de un principio legitimador que presupone la justificación tradicional y divina del poder del Monarca, la incluye dentro de su contenido y la traduce en una fórmula jurídica57 [57] . Trata de dar respuesta a la cuestión de la soberanía en el sentido del mantenimiento de la pretensión regia de poder, a pesar del necesario compromiso con las exigencias de un órgano representativo y de una Constitución. Por último, sirve como máxima interpretativa de la Constitución y como presunción de competencia cuando la Constitución no ha adoptado reglas exactas sobre la distribución de competencias58 [58] . II. La distribución de competencias entre Parlamento y Monarca El fundamento teórico del poder del Monarca halla su expresión en la concreta configuración de la distribución de competencias que llevan a cabo los documentos constitucionales, pero sobre todo se hace efectiva en la solución de las cuestiones dudosas de carácter constitucional. 1. La posición del Gobierno Básicamente, se preveía la participación de otros órganos del Estado en el ejercicio del poder estatal. Aunque se reservasen al poder monárquico aún importantes ámbitos del ejercicio de aquél, incluso en estas parcelas reservadas se produjeron cambios trascendentes respecto de la ordenación en la época preconstitucional. Una novedad esencial era la constituida por la institución de ministerios autónomos como autoridades 59 [59] de gobierno . La toma del Gobierno por ministros con ámbitos propios de responsabilidad no sólo se impuso en los Estados del sur de Alemania con nuevas constituciones, sino también en las grandes potencias de la Federación alemana, Austria 60 [60] y Prusia, aferradas aún al Estado preconstitucional . En éstas últimas faltan naturalmente aquellas referencias al Parlamento. El nuevo sistema de gobierno se presenta como un componente necesario para la modernización del Estado y para una dirección y administración racional de éste. Con todas sus diferencias y matices, ya se estaban sentando aquí los rasgos esenciales del sistema de gobierno constitucional vigente hasta 1918, aunque las primeras Constituciones de los Estados del sur de Alemania aún fueran poco precisas sobre sus particularidades. 61 [61] El elemento central del sistema era la responsabilidad autónoma de los ministros . Incluso aunque el Monarca ejerciese nominalmente el poder estatal, la dirección de la política se había trasladado en la práctica al conjunto ministerial y a los ministros correspondientes. Esta realidad tenía su reflejo en el instituto del refrendo, a través del cual los ministros respondían por los actos del ejecutivo. El refrendo se generalizó, con 62 [62] o sin regulación sobre el mismo, incluso en la Prusia preconstitucional . La responsabilidad de los ministros, así documentada, existía de un lado frente al Monarca, que de este modo se veía descargado y liberado de sanciones. Pero, de otro lado, en los Estados constitucionales del sur el ministro también asumía la responsabilidad frente al 63 [63] Parlamento, y, en último extremo, frente a la opinión pública . A través de este proceso, cada ministerio ganó una cierta autonomía frente al Monarca, dado que éste no 64 [64] le podía obligar al refrendo, sino todo lo más destituir al ministro . A la responsabilidad ministerial siguió la, cada vez más intensa, obligación de explicar y responder de las medidas del Gobierno ante el Parlamento y, con ello, someterse a las críticas de los diputados y de la opinión pública. En la propia Prusia, donde el Parlamento no había hecho valer hasta 1850 esta facultad, se garantizaba una cierta responsabilidad pública por el hecho de que la prensa y la opinión pública podían criticar a los ministros. No obstante, la responsabilidad ministerial del sistema constitucional no se hallaba vinculada a una responsabilidad parlamentaria en el sentido 65 [65] del sistema parlamentario de gobierno . Se excluía la moción de censura y la caída del Gobierno, y se mantenía la libertad de decisión del Monarca acerca del nombramiento y destitución de los ministros, aún cuando no se ignorase por completo la opinión pública. Hasta 1918 nada cambió sustancialmente en esta situación, a pesar de que ya antes de esa fecha se vislumbrase en el nivel imperial un paulatino proceso de 66 [66] parlamentarización . En este sentido, la responsabilidad ministerial incluía en todo caso una responsabilidad jurídica por la salvaguardia del derecho y de la Constitución, que, de acuerdo con un buen número de Constituciones, podía ser exigida también 67 [67] judicialmente . Mientras en otros Estados esta responsabilidad jurídica pudo haber 68 [68] sido el punto de partida de la parlamentarización , éste no fue el caso de Alemania. La responsabilidad jurídica no alcanzó aquí esta especial trascendencia. La estructura interna del Gobierno permaneció sin regular en múltiples aspectos, si bien 69 se hizo explícita en la medida en que se recogió en la Constitución el principio colegial [69] . La posición del Jefe del Gobierno así deducida se construyó en la mayor parte de los 70 [70] casos sin un fundamento constitucional específico . Halló su configuración más depurada en la Constitución Imperial de Bismarck, que no contemplaba formalmente ni los ministros ni el Gobierno, sino sólo la figura del Canciller Imperial, quien, de conformidad con el instituto de la responsabilidad ministerial, asumía ésta a través del refrendo y sólo respondía con sus explicaciones y respuestas ante el Parlamento, pero 71 [71] no podía ser depuesto por este último . El Canciller Imperial se encontraba en una posición de incolumidad, puesto que su responsabilidad jurídica, a diferencia de otros 72 [72] documentos constitucionales anteriores, no estaba prevista . Además, desde otro punto de vista, la independencia y el distanciamiento del Canciller Imperial respecto del Parlamento había aumentado en la Constitución de 1871. A través de una cláusula oculta relativa a la incompatibilidad entre la pertenencia al Consejo Federal y a la Dieta Imperial, se consagró la incompatibilidad entre el cargo de Canciller y el mandato como 73 [73] diputado . Esto se hallaba en disonancia con los documentos del primer constitucionalismo, que no habían previsto tal incompatibilidad entre el cargo de ministro y el mandato de parlamentario. En relación con la regla de la incompatibilidad, hubo en la práctica constitucional del sistema bicameral predominante una gran diferencia según de qué Cámara se tratase. En la medida en que no se excluía jurídicamente la compatibilidad entre el cargo de ministro y la pertenencia a las Cámaras, se llamaba a menudo al cargo de ministro a parlamentarios elegidos y designados para la primera Cámara, siendo por el contrario excepcional la vinculación entre aquel alto cargo del Gobierno y el mandato en la segunda Cámara de elección 74 [74] popular 2. La posición de los Parlamentos 75 [75] El poder y la capacidad de influencia del Parlamento , así como su participación en el ejercicio del poder estatal venían determinados en primer término por su 76 [76] predominante división en dos Cámaras . En la primera se reunían regularmente la alta nobleza y el alto clero, en parte también representantes de la baja nobleza, de las universidades, de las ciudades y del resto del clero, así como otros miembros designados por el Monarca. En especial tenían un derecho a formar parte de ella los „señores estamentales mediatizados“ (mediatisierten Standesherren). Por tanto, la primera Cámara se caracterizaba por su proximidad política y social a la monarquía y por una tendencia a preservar de forma conservadora los preexistentes privilegios estamentales. Junto a la monarquía misma, debía constituir un contrapeso efectivo 77 [77] frente a la segunda Cámara burguesa y progresista . Ello se consiguió mediante la necesidad de consenso de ambas Cámaras para que el Parlamento pudiera decidir. En la segunda Cámara, concebida como Cámara de representación popular, estaba representada sobre todo la burguesía ilustrada y poseedora de bienes, pero también junto a ella, diversos representantes de la nobleza, el clero y la administración. A diferencia

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