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El pensamiento utópico en el mundo occidental. El auge de la utopía. La utopia cristiana siglos XVII-XIX. Tomo II PDF

452 Pages·1984·12.538 MB·Spanish
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COMUN a todas las culturas, la Utopía nace en Occidente como una planta híbrida, generada en el cruce de la creencia paradisíaca y ultramunda­ na de la religión judeocrlstiana con el mito helénico de una ciudad ideal en la tierra. La imposición de nombre se produce en el siglo XV, en la perspectiva de una cristiandad helenizada. Frank E. Manuá Fritzie P Manuel • El pensam iento utópico en el m undo occidental La utopía cristiana taurus f El presente estudio de Frank y Fritzie Manuel constituye la obra definitiva en el análisis sistemático del pensamiento utópico. A lo largo de los tres volúmenes se traza un apasionante recorrido de la evolución de la Utopía en sus diversos estadios: género literario, constitución de un Estado perfectamente estructurado, una disposición de la mente y los fundamentos religiosos o científicos de una República Universal. En la primera parte de este segundo volumen, «Apogeo y muerte de la Utopía cristiana», se estudian las obras de Bruno, Bacon, Campanella, Andreae y Comenio, la explosión utópica en la guerra civil inglesa, el Rey Sol y sus enemigos y la figura de Leibniz como canto de cisne de la República Cristiana. «Eupsiquias de la ilustración», título de la segunda parte, está dedicada a la evolución del pensamiento utópico en el siglo xvm. FRANK E. MANUEL Y FRITZIE P. MANUEL EL PENSAMIENTO UTÓPICO EN EL MUNDO OCCIDENTAL II Versión castellana de Bernardo Moreno Carrillo taurus Título original: Utopian Thought in the Western World © 1979 by Frank E. Manuel & Fritzie P. Manuel Editor The Belknap Press of Harvard University Press, Cambridge, Mass. (U.S.A.) ISBN: 0-674-93186-6 Primera edición febrero, 1984 Reimpresión septiembre, 1984 <© 1981, TAURUS EDICIONES, S. A. Príncipe de Vergara, 81, l.° - Madrid-6 ISBN: 84-306-1242-4 (tomo II) ISBN: 84-306-9962-7 (obra completa) Depósito Legal: M. 25.604-1984 PRINTED IN SPAIN PARTE III APOGEO Y MUERTE DE LA UTOPÍA CRISTIANA Juan Amos Comenio Juriaen Ovens, 1658-1660 (Rijksmuseum, Amsterdam) 7 LA PANSOFÍA: UN SUEÑO DE CIENCIA La Europa del siglo xvu fue una sociedad cristiana tradicional en ebullición. Las crisis internas sociales y políticas se vieron agravadas por un estado crónico de guerra fratricida entre dinastías en las que las lealta­ des religiosas desempeñaron un papel importante, aunque no siempre trascendental. En todos los Estados -católicos, luteranos, calvinistas o an­ glicanos-, las instituciones intelectuales y espirituales fueron conservado­ ras por su propia naturaleza y las autoridades eclesiásticas se mostraron particularmente celosas de sus prerrogativas. Por supuesto que hubo hombres de dentro del sistema religioso que se mostraron dispuestos a aceptar algunas cosas de la nueva ciencia que estaba empezando a levan­ tar cabeza a medida que los científicos, un curioso nuevo grupo sin nom­ bre colectivo hasta el siglo XIX, iban introduciendo paulatinamente sus productos, sin ningún bombo, en pequeñas cantidades que pasaban prác­ ticamente inadvertidas. Cuando Harvey presentó su teoría de la circula­ ción de la sangre de manera razonable, dentro del marco tradicional del aristotelismo, nadie se sintió molestado. E incluso grandes innovadores como Newton mantuvieron a veces con modestia que no hacían sino re­ descubrir lo que ya enseñaran los antiguos filósofos (bajo la máscara de foijadores de mitos). Pero la actividad científica en el terreno alquimista, paracélsico, académico, matemático o experimental se había vuelto de­ masiado conspicua para que se la asimilara o encajara sin más en el viejo orden espiritual sin que nadie manifestara el minimo desacuerdo. La utopía cristiana La práctica de la ciencia como actividad virtuosa en la Europa cris­ tiana y aristocrática del siglo xvu no era algo que se diera por desconta­ do. Tuvo que vencer los prejuicios inveterados de varios segmentos de la población, además de la tradicional desgana de los miembros del sistema 9 eclesiástico. Un grupo de los religiosos consideró la importancia dada a las causas secundarias como un abandono de la contemplación de la divi­ na Causa primera, y de ahí surgieron muchas sospechas de heterodoxia, sobre todo cuando proposiciones como la hipótesis copemicana querían hacerse pasar por verdades absolutas, contradiciendo además el sentido literal de la Biblia. Más de un aristócrata desdeñoso del trabajo manual y con modales remilgados se sintió ofendido ante la sola idea de que un hombre de cualidades se manchara las manos con visceras, piedras tizna­ das o esqueletos de animales. La generalidad de la gente, todavía no libe­ rada de la imagen del sabio-mago que ocultaba a un brujo o poseso por el diablo, se sentía atemorizada con historias sobre experimentos clandesti­ nos realizados al parecer gracias a los poderes diabólicos que poseían to­ dos los que se dedicaban a la filosofía natural. Y algunos literatos inge­ niosos, llenos de envidia ante los honores que empezaban a acumular los hombres que trabajaban con reglas y compases en vez de con tratados de métrica y prosodia, encontraron un buen blanco para sus dardos envene­ nados en el retrato del científico chiflado. La constante acumulación y el notable peso específico de la nueva ciencia hizo inevitable la confrontación con los detractores de la misma. Cuando llega el momento crucial del encontronazo, en el que, sin embar­ go, los cuerpos rivales, como en nuestro caso los científicos y los eclesiás­ ticos, no pretenden aniquilarse mutuamente -con la posible excepción de Giordano Bruno, no vemos gente que buscara la destrucción total del or­ den espiritual existente, y aun los propósitos de éste se nos antojan de­ masiado salvaos, cambiables y ambivalentes para ser encasillados sin más-, los hombres tratan de inventar mitos o metáforas que delimiten las jurisdicciones respectivas, eviten fricciones y empotramientos, y aseguren por fin un mutuo respeto, ya que no una interdependencia. También lle­ gan en estos casos a parir utopías de armonía y de reconciliación. Digamos de entrada que, en la Europa del siglo xvii, hubo dos con­ cepciones distintas de gran importancia sobre las relaciones posibles en­ tre ciencia y religión. Una se puede resumir en la conocida metáfora de los dos libros, el Libro de la Naturaleza y el Libro de la Escritura, ambos considerados como fuentes equivalentes del conocimiento cristiano, y conducentes a la virtud aunque permaneciendo separados, con lenguajes, modos de expresión, disposiciones institucionales y áreas de especializa- ción de orden distinto. El otro mito, de carácter mucho más utópico, fue la pansofla, nueva síntesis cristiana de la verdad orgánica que pretendía poner en su sitio el cuerpo de creencias relativamente estables que había abrazado supuestamente Europa alrededor del año 1500, antes de los grandes cismas y de los graves ataques a los sistemas conceptuales here­ dados de Ptolomeo, Aristóteles y Galeno -por usar una abreviación cien­ tífica que resultaba aceptable a todas las iglesias de Europa-. Entre los muchos teóricos que participaron en su elaboración, la pansofla reconci­ lió prácticamente a los dos cuerpos espirituales, los científicos y los tni- nistros de la religión, haciendo de ellos un solo cuerpo virtual y acabando 10 asi con el viejo conflicto antes de que adquiriera proporciones desas­ trosas. Estas dos concepciones o metáforas plantean tantas cuestiones como problemas solucionan, por guardar una relación esencialmente antago­ nista y encerrar dificultades de intrincada solución. Una metáfora intelec­ tual adoptada por una generación determinada es a menudo un intento sincero de foijar al menos una vía de solución a un problema casi insolu­ ble. Como la relación entre ciencia y religión fue particularmente critica en un momento decisivo de la cultura europea, las estructuras verbales c imaginativas que creó, o que recibió prestadas de edades anteriores para adaptarlas después, merecen ser objeto de un examen detenido. Para bien entender lo que se produjo en el transcurso de la centuria en cuestión, es menester acometer un estudio detallado de los argumentos racionales en liza, de las garantías que se esperaban de los textos sagrados y de los an­ helos emotivos expresados en los diálogos de filosofía utópica y en las cartas privadas. Además de la metáfora de los dos libros y de la pansofla, existió naturalmente una tercera actitud: la del matemático Pascal con ri­ betes de jansenista, la más completa negación de cualquier valor intrínse­ co en las obras de la ciencia; pero el análisis de este pensamiento y de sus implicaciones desborda los límites de nuestro tema. El género de personas que más escribieron sobre las relaciones entre ciencia y religión se puede dividir a grandes rasgos en tres tipos distintos. En primer lugar, están los que sirvieron de heraldos a la nueva ciencia, hombres que no eran de por si ni virtuosi ni investigante pero que o bien abrieron el paso a los nuevos creadores o bien les presentaron ambiciosos programas. Fueron por definición los apologetas y defensores quienes in­ tentaron elaborar una relación favorable entre la religión y la nueva filo­ sofía. Bacon en Inglaterra, Campanella en Italia y Andreae en Alemania fueron ejemplos perfectos a este respecto, y prácticamente contemporá­ neos; Comenio repetiría el mismo intento en la generación posterior. Luego vienen los grandes científicos propiamente dichos, como Kepler, Galileo y Newton, que, al sentirse atacados en momentos de crisis, o por­ que sintieran inminente un ataque de cualquier tipo, o todavía por algu­ na razón personal, expresaron sus propias ideas religiosas, o escribieron sobre las relaciones de los dos libros y la autonomía de la ciencia. Por fin vienen los filósofos -Descartes y Espinoza. Locke y Leibniz- que, a un nivel más abstracto que los heraldos o los científicos, trataron de sacar las conclusiones generales de lo que estaba acurrícndo. En esta división tri­ partita de los distintos protagonistas, se pretende reducir a cada individuo a un solo papel, ya que algunos hombres de genio del siglo XVII aparecie­ ron en las tres categorías en un momento u otro de sus vidas y obras. Los enemigos de la ciencia, atrincherados en posiciones de poder es­ piritual, también forman parte de nuestra historia, si bien no dejaron una cosecha de pensamiento tan rica como la de los que estuvieron implica­ dos de manera positiva con la nueva filosofía. Las figuras de los tradicio- nalistas se perfilan precisamente en contraposición con los defensores de II la ciencia. Aunque no todos los hombres de iglesia resultaron ser diablos; unos fueron simplemente idiotas, otros destacaron en el arte de enseñar los dientes y unos cuantos mostraron una predilección filosófica por un compromiso espiritual con las nuevas fuerzas. El último grupo halló la metáfora de los dos libros particularmente útil, como ocurrió con la mayoría de los científicos de profesión. Al final, la separación de la cien* cia y la religión en dos ámbitos se convertiría en la mejor solución del problema, y así ha seguido siendo desde la fundación de la Royal Society de Londres hasta nuestros días. La serie de los filósofos pansofistas La segunda alternativa, la pansofia, tuvo una fortuna muy distinta. Fue una fantasía utópica que nunca produjo fruto, algo así como una causa perdida, o la esperanza del siglo xvii de una nueva comunidad cris­ tiana en Europa que sirviera de preludio a un milenio universal en la tie­ rra. un milenio no contaminado por la violencia y el entusiasmo salvaje de los anabaptistas, un milenio basado en una ciencia tranquila y ordena­ da como sendero que llevara hacia Dios. Esta utopia de una sociedad cristiana perfecta adoptó formas muy distintas según los variados escrito­ res que la suscribieron. Bajo la rúbrica de la pansofia se pueden incluir las obras de los italianos Bruno y Campanella, de los ingleses Francis Ba- con y John Wilkins, de los renanos Alsted, Besold y Andreae, del moravo Comenio y de los comenianos expatriados en Londres. Hartlib y Dury. Goltfried Wilhclm Leibniz, suma y cifra de la cultura europea, si bien re­ chazó públicamente la síntesis pansófica de Comenio, trató no obstante de crear una visión de una república cristiana con un espíritu muy pare­ cido. Destaca como el más ambicioso buscador de una unión entre cien­ cia y religión, siendo a la vez el símbolo de su trágico fracaso. Comenio, el eslabón más importante de la cadena, tomó prestado el término del movimiento pansófico de un libro, actualmente olvidado, de Pctcr Lau- renberg, publicado en Rostock en 1633 y titulado Pamophia, sive Paedia Philosofica1. Estos pensadores han sido estudiados individualmente con bastante frecuencia en el pasado, y las dos últimas décadas han visto ex­ pandirse notablemente nuestro conocimiento de sus personas e ideas; creemos sin embargo que se puede decir todavía algo de la configuración global de su empresa. Aunque vivieron diseminados por toda Europa, no dejaron de aprender los unos de los otros, espoleándose mutuamente la imaginación: en el fondo compartían las mismas ilusiones básicas. La pansofia tuvo sus orígenes lejanos en los escritos del doctor ilumi­ nado mallorquín del siglo xttl, Ramón Lull, cuya Ars magna generalis preanunció muchos intentos posteriores en cuanto a fijar los elementos 1 1 «Pansofia», antigua palabra griega, fue usada por Filón, reapareció en el Renacimiento y se generalizó en el siglo xvn. 12

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