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El hombre que cre a Jesucristo PDF

254 Pages·2008·3.73 MB·Spanish
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Robert Ambelain El hombre que creó a Jesucristo Colección Enigmas del Cristianismo Ediciones Martínez Roca, S. A. Título original: La vie secrete de saint Paúl, publicado por Éditions Robert Laffont, París Traducción de María Luz Rovira © 1972, Éditions Robert Laffont, S. A. © 1985, Ediciones Martínez Roca, S. A. Gran Vía, 774, 7.°, 08013 Barcelona ISBN 84-270-0941-0 Depósito legal B. 10.752-1985 Impreso por Diagráfic, S. A., Constitución, 19, 08014 Barcelona Impreso en España — Printed in Spain Índice Advertencia 5 Introducción: ¿Hijo del deseo o hijo del tumulto? 6 Primera parte: El gran sueño de Saulo-Pablo 1. Pablo, el apóstol tricéfalo 15 2. Los extraños protectores de Pablo 25 3. El viaje a Roma 37 4. Un príncipe herodiano llamado Shaul 44 5. Un extraño ciudadano romano 51 6. La dinastía idumea 54 7. De Saulo, príncipe herodiano, a Simón el Mago 65 8. El verdadero camino de Damasco 78 9. La familia de Saulo-Pablo 93 10. Pablo y las mujeres 105 11. El «Cuadrado de Amor» de san Ireneo 115 12. La verdadera muerte de Esteban 122 Segunda parte: Pablo, el que creó a Cristo 13. La religión paulina 134 14. Las visiones de Pablo y sus contradicciones 149 15. Un apóstol ignorado: Salomé, egeria de Jesús 158 16. El imperio paulino 176 17. Las pruebas de Saulo-Pablo 189 Tercera parte: Las llamas de Roma 18. La prostituta del Apocalipsis 193 19. El incendio de Roma en el año 64 201 20. Psicología de los incendiarios 217 21. Nerón 225 22. El fin del sueño 240 Anexo a la primera edición 253 4 La costumbre romana consiste en tolerar ciertas cosas y en silenciar otras... GREGORIO VII, carta del 9 de marzo de 1078 a Hugues de Die, legado pontificio ¡Desde tiempos inmemoriales es sabido cuan provechosa nos ha resultado esa fábula de Jesucristo! LEÓN X, carta al cardenal Bembo NOTA: La carta de Gregorio VII la cita Fierre de Luz en Histoire des Papes (Imprimatur, Albín Michel, París, 1960, tomo I, p. 148). La carta de Juan de Mediéis, alias León X, citada por Pico de la Mirándola, dice lo siguiente en latín: «Quantum nobis notrisque que ea de Christo fábula profuerit, satis est ómnibus seculis notum...». Su tercer sucesor, Alejandro Farnesio, alias Pablo III, confiaría al duque de Mendoza, embajador de España en Roma, que al no haber podido descubrir ninguna prueba de la realidad histórica del Jesucristo de la leyenda cristiana, se veía obligado a sacar la conclusión de que se hallaban ante un dios solar mítico más. 5 Advertencia La Historia es una ciencia que, para merecer ese calificativo, tiene la obligación de ser exacta, de reposar sobre documentos y sobre su confrontación, sobre severos controles cronológicos y sobre datos que puedan probarse. A menudo la leyenda no es otra cosa que su deformación, ampliada por amor a lo maravilloso, y alimentada a veces expresamente, en provecho de intereses de lo más materiales. Así pues, la Historia es para los adultos, y la Leyenda para aquellos que todavía no lo son, o lo son de forma incompleta. Fue por eso por lo que el académico Marcel Pagnol pudo decir en su estudio definitivo sobre Le Masque de Fer: «El primer deber del historiador consiste en restablecer la verdad destruyendo la Leyenda. Sin él, la historia de los pueblos no sería más que un extenso poema, donde los hechos, engrandecidos y dramatizados por la imaginación de las multitudes, enormemente embellecidos o inventados por los aduladores de los reyes, brillarían, en color de oro y de sangre, en medio de una luminosa bruma». En estas páginas a veces se encontrarán citas de documentos repetidas. Estas nos han parecido indispensables, ya que cada uno de los capítulos de esta obra constituye un todo, y el mismo argumento puede verse requerido como testimonio en diferentes circunstancias y con diferentes fines. Y ese argumento puede haberlo olvidado el lector... Como decíamos en nuestra obra Jesús o el secreto mortal de los templarios1, un verdadero lavado de cerebro dogmático ha impregnado, por las buenas o por las malas, durante más de quince siglos, la psique hereditaria del hombre occidental, y a menudo, sin que él se diera cuenta, lo ha hecho más o menos refractario a la crítica, o incluso a la lógica más evidente. Contra esa verdadera tortura intelectual, que todavía sigue vigente en nuestra época, el historiador deseoso de servir a la verdad se ve obligado a utilizar los mismos argumentos. Y se excusa de antemano por ello, aunque, como decía también Marcel Pagnol: «Esas repeticiones no son elegantes, pero este libro no es una obra literaria. No es sino la instrucción de un caso criminal en la cual la precisión y la oportunidad de una observación tienen a menudo mucha más importancia que la pureza del estilo». ¿Qué añadir a estas palabras? ROBERT AMBELAIN Junio de 1970 1 Martínez Roca, S. A., Barcelona, 1982. 6 Introducción ¿Hijo del deseo o hijo del tumulto? Costobaro y Saulo tenían también consigo gran número de guerreros, y el hecho de que fueran de sangre real y parientes del rey les hacía gozar de una gran consideración. Pero eran violentos y siempre estaban dispuestos a oprimir a los más débiles... FLAVIO JOSEFO Antigüedades judaicas, XX, 8. Guinneth-Saar, el «Jardín de los príncipes»... Los rabinos denominan a este valle Kinnereth, según el antiguo nombre que figura en sus escrituras, pero los kanaim, o zelotes, por odio a los incircuncisos privilegiados que tienen allí sus ricas mansiones, lo llaman Gehenne-Aretz (de lo que los gentiles hicieron Genesa-ret, debido a una mala pronunciación), es decir el «valle de la aridez», del mismo modo que denominan «negrura» a Mentís, la capital religiosa del odiado Egipto, cuando el mismo nombre en egipcio hierático significa «blancura». Juego de palabras, inversión, que a la vez quiere ser maldición, pero que no puede hacer olvidar el viejo dict rabínico: «De los siete mares que creó el Eterno, el de Kinnereth constituye su mayor gozo...». En este valle afortunado, situado en la orilla occidental del mar de Galilea, crecen libremente las palmeras datileras, los limoneros, los naranjos, que mezclan sus aromas al de los altos eucaliptos plateados. Todos los árboles frutales (ciruelos, albaricoqueros, melocotoneros e higueras) se asocian a los olivares para ofrecer al hombre el beneficio de sus sabrosos frutos, como si temieran ser desbancados por sus hermanos aristocráticos (adelfas rosas y blancas, con perfume de miel, áloes, agaves) y todas las variedades de flores silvestres (narcisos, anémonas, etc.). Y cuando llega la primavera, pronto anunciada por el presuntuoso almendro, predomina por encima de todos esos olores el aroma voluptuoso de la acacia silvestre, el árbol que, según Salomón, vela sobre las cenizas de Adoniram, prodigioso derrumbador de las columnas del Templo y esposo secreto de Baikis la misteriosa. 7 En medio de toda esta flora embriagadora se cruzan, al borde de la orilla, los rosados flamencos, los cormoranes, las pollas de agua, los patos salvajes y los pelícanos; a veces incluso algunos ibis rojizos, aventurados lejos del piadoso Egipto. Durante el día, muy arriba en el cielo, el vuelo del águila real se cruza con el del lento buitre, y cuando llega la noche con su luz rosada, en los aromáticos maquis, compuestos de enebros, madroños y lentiscos, se desliza silencioso e indolente, pero con la vista y el oído al acecho, el ágil y majestuoso guepardo. Mar adentro, hacia el norte, unas velas blancas inmóviles esperan que el viento de la tarde, procedente del mar de Fenicia, muy próximo, al oeste, permita a los pescadores desplegar su destreza de marinos y conducir a Cafarnaúm y Betsaida los pescados que sus redes han capturado. Éste es el cuadro que nos ofrece de día, en el año 8 del reinado de Tiberio César, el mar de Galilea y sus encantadoras playas alrededor de la desembocadura del Zaimon, que constituye el eje del valle de Guinneth-Saar. Pero una vez de noche, el ambiente es completamente distinto. A la hora en que comienza este relato de restitución, un poco de luz se refleja sobre las aguas turbias del lago, pues la luna, en su cuarto menguante, ilumina vagamente la cadena montañosa que bordea la orilla oriental. Innumerables estrellas salpican con su brillo el oscuro terciopelo azul del cielo de Galilea, y los pastores, si conocen las constelaciones, pueden ver ascender por oriente a Ibt-al-Jauza, el Hombro del Gigante, estrella que los gentiles llaman Betelgeuse, mientras que Yed-Alphéraz, el Hombro del Corredor celeste, a quien los mismos denominan por entonces Markab, culmina en el cenit. La noche es fresca y suave, y la humedad se condensa poco a poco. En una pequeña península que se adentra en las aguas se yergue una masa oscura. Elevados muros, de más de diez codos de altura, en ligera pendiente que termina en un camino de ronda, sostienen y aíslan un promontorio cubierto por una amplia terraza enlosada. El único acceso posible lo constituye una estrecha puerta de bronce, que se abre hacia una escalera interior tallada en la roca. Sobre esa terraza se eleva una gran mansión de tipo griego, con tres pisos de pérgolas superpuestas. Alrededor de las columnatas de sostén de estas últimas se enroscan y trepan plantas aromáticas: jazmín y madreselva. Está abierto un único batiente hacia la brisa nocturna que llega de las montañas de la orilla oriental, y de esa abertura sale un tímido haz de luz rojiza, que se extiende sobre la terraza como un mantel de sangre seca. La silueta oscura de un arquero de Nubia en cuclillas e inmóvil frente al parapeto, como una estatua, es lo único que rompe la monotonía del lugar. Y a intervalos casi regulares, con la monótona cadencia de un eco, se eleva un clamor en el silencio de la noche, un grito que parece caminar a lo largo del camino de ronda, que decrece y que luego vuelve a empezar en crescendo para terminar muy cerca: «Schemero... Schemero... Schemero...»2. 2 En arameo: «Centinelas... Centinelas...». Hasta el siglo XIX los ejércitos europeos conservaron el uso de ese grito de control: «¡Centinelas! ¡Estad alerta!». 8 Son los centinelas, que intercambian el grito de alerta reglamentario, uno detrás de otro, a fin de mantenerse en contacto y despiertos. Y es que esta mansión es la de Cypros, princesa herodiana, la segunda que lleva este nombre, esposa de Antipater II, sobrino de Heredes el Grande, y su aislamiento a casi una milla romana de distancia de Tiberíades, la nueva ciudad que erige en honor del emperador Tiberio su hermanastro Heredes Antipas, tetrarca de Galilea, exige una severa vigilancia diurna y nocturna. Porque no es raro ver descender de los valles perdidos de la alta Galilea a clanes de montañeses peludos y barbudos, armados con lanzas, con las cortas sicca y el pequeño escudo redondo. Éstos, drogados por el boanerges, el «hijo del trueno», la terrible seta alucinógena,3 caen sobre las ricas residencias de la dinastía idumea y de sus más importantes oficiales, tanto por amor al pillaje y a la guerra como por odio a los «incircuncisos». Porque entre los galileos es donde se recluían principalmente aquellos a quienes los ocupantes romanos llaman sicarii, los griegos de la Decápolis, zelotes, y los judíos de las diversas sectas, kanaim. Por eso los arqueros nubios y los guardianes sirios que forman la pequeña guarnición de la mansión de Cypros y de Antipater (una cincuentena de hombres, a lo sumo) tienen siempre a punto la hoguera para dar la señal de alerta, que les bastará con encender por la noche o hacer humear durante el día, a fin de avisar a la guarnición de Tiberíades, apenas se deje oír a lo lejos el ritmo sordo y lancinante de los tamboriles de combate kanaítas. Esta noche su atención está más alerta que de costumbre, ya que se ha señalado una importante concentración zelote en la orilla sur del mar de Galilea, allá donde el Jordán reanuda su curso. Entre esos hombres, los observadores han reconocido a varios hijos de Judas el Gaulanita, y entre ellos el famoso Ieschuah. De manera que los arqueros negros de la guardia conservan el arco a punto, con su cuerda alrededor del hombro derecho, y el carcaj de cuero a la espalda, al alcance de la mano, bien provisto de flechas de hierro dentado; de su cintura pende, además, la corta y ancha espada de reglamento. Los mercenarios sirios, por su parte, van armados de una gruesa lanza de hierro, una larga espada y un escudo de madera, recubierto de cuero de rinoceronte o de hipopótamo, pieles llegadas del alto Nilo por la ruta de las caravanas; así están a prueba de dardos y venablos. Todos llevan un casco de metal redondo, sin visera ni cimera. Pero todo parece en calma. Demetrios, el jefe de la guardia, acaba de volver de su ronda con algunos hombres y dos guepardos sujetos con correas. Y es que esta noche no es como las otras, y Demetrios, un griego de la cercana Decápolis, lo sabe mejor que nadie: Cypros, esposa de Antipater, va a alumbrar a un nuevo hijo. El primero fue una niña. Y si la opinión de la matrona es acertada, el acontecimiento se producirá antes del alba. Por eso 3 Boanerges: antiguo término acadio que significa «hijo del trueno» y que designa a una seta alucinógena, la Amonita muscaria, que por aparecer inmediatamente después de la tormenta, fue denomina así por los pueblos primitivos de Sumeria y Acadia. La utilizaban para obtener visiones. Jesús, Santiago y Juan hicieron uso de ella, como lo prueban los evangelios: Marcos, 3, 17 y 21. (Cf. JOHN M. ALLEGRO, Le Champignon sacre et la Croix, Albin Michel, París, 1971. 9 Demetrios ha extendido su ronda hasta las tiendas montadas cerca del lago, donde acampan los arqueros negros y los lanceros sirios que no se hallan esta noche de servicio en la mansión. Penetremos con él en ésta. En una amplia estancia, cuya puerta está abierta de par en par sobre la terraza, lámparas de bronce provistas de aceite de nafta prodigan una luz danzarina. Un trípode de plata sostiene una cazoleta de bronce con brasas rojizas sobre las que se han echado virutas de madera de sándalo, y su azulado y aromático humo se eleva despacio y oblicuamente hacia la puerta abierta. Gruesos tapices venidos de muy lejos, unos de Catay y otros de Ecbatana, Edesa o Nyssa, están tirados al azar, los unos sobre los otros, cubriendo las anchas losas de mármol blanco. A lo largo de las paredes se alinean irregularmente cofres de maderas preciosas, con maravillosas incrustaciones de nácar o de marfil. Altos y pesados cortinajes de lino, hechos de varias telas gruesas juntas, y cuyos bordados y matices armonizan con el destino y la decoración de la estancia a la que están encarados, separan la cámara principesca de las salas colindantes. Sentadas en el suelo, sobre sus talones, algunas sirvientas judías o beduinas esperan en silencio. La matrona acaba de palpar una vez más el abdomen de la parturienta. Ésta se halla tendida, con su camisón de seda carmesí levantado hasta las axilas. Quizás sea hermosa, pero sus rasgos, deformados por la angustia y los primeros dolores, no permiten juzgarlo en este momento. El lecho de bronce es alto; sus anchas tiras de cuero oloroso, que apenas unas gruesas mantas separan de los riñones de la paciente, no hacen sino acrecentar con su dureza los sufrimientos de ésta. —Uakhaiti, ¿ha regresado el señor? —pregunta en voz baja y cansada. —No, Lallah.4 El señor Antipater se ha quedado en Tiberíades, al lado del Tetrarca, y hay pocas posibilidades de que esté aquí antes de que amanezca —responde la joven. La mujer suspira, luego prosigue: —Uakhaiti, toma tu laúd y cántame la canción de Débora la profetisa, el Canto de la Victoria. Mi madre, la reina Mariamna, lo hizo cantar cuando yo nací, pues esperaba dar a luz a un hijo, y no a una hija, como asimismo lo esperaba mi padre, el rey Herodes.5 Y Uakhaiti, hermana de leche de Cypros II, como indica su sobrenombre, toma su laúd y canta: —«¡Despiértate! ¡Despiértate, Débora! Despiértate, despiértate... Y clama un canto nuevo... ¡Oh, Dios! Cuando Tú saliste de Seis, cuando Tú avanzaste por los campos de Idumea, la tierra tembló, los cielos se abrieron, y los montes se derrumbaron ante Ti... Los reyes vinieron... Combatieron... Entonces combatieron los reyes de Canaán... En Taanac, en las aguas de Meguiddo... Pero no se llevaron ningún botín y ningún dinero... El torrente de Kison los arrastró... El torrente de los viejos días... El torrente de Kison... ¡Oh 4 Uakhaiti: hermanita, en árabe. Lallah: señora, en árabe. 5 Cypros II era judía por parte de su madre, Mariamna, e idumea por parte de su padre, Herodes el Grande. 10 alma mía! Pisotea a los héroes... Entonces los cascos de los caballos resonarán en la huida... En la huida precipitada de los guerreros...»6 Cuando expiran los últimos acordes del laúd, la parturienta murmura, doliente: —¡Ojalá pudiera alumbrar a un niño! Sigue cantando, Uakhaiti... Sigue cantando la gloria futura de mi hijo... Y Uakhaiti improvisa un nuevo canto, que evoca por adelantado las grandes hazañas del joven príncipe que, sin lugar a dudas, va a nacer. Imagina, a lo largo de los años, las expediciones nocturnas que llevará a cabo a la cabeza de sus soldados, mientras en su ciudad las mujeres pasarán la noche enfebrecidas, esperando, celosas de las violaciones cometidas por sus esposos. Ve la huida precipitada de los guerreros nabateos, en medio de los gritos de horror de los niños y de los gemidos de las parturientas, traqueteando a lomos de camellos, y las agotadoras persecuciones, de oasis en oasis. Y para concluir, el incendio del campamento enemigo. Todo esto lo cantaba Uakhaiti con voz apacible, sin ningún gesto inútil, y una tierna sonrisa bailaba sobre sus labios cuando evocaba las futuras matanzas. Y con la misma calma que ella, las otras mujeres batían sordamente las palmas siguiendo un ritmo regular, a fin de crear el acompañamiento evocador de los tambores de combate. Durante ese tiempo la matrona había estado muy atareada en vistas al inminente alumbramiento. Primero había atado al muslo izquierdo de la hija de Herodes el Grande la piel abandonada por una víbora del desierto durante su muda. —Lo mismo que esta piel fue expulsada sin dolor, que esta mujer ponga en el mundo a su hijo —había murmurado en fenicio. Después, por encima de la cabeza de Cypros, fijó en la tapicería mural un pergamino que llevaba inscrito, en hebreo arcaico, transcrito con el cálamo y la tinta rural por un cohén del Templo, el exorcismo tradicional contra las diablesas enemigas de las parturientas: «¡No nos atormentes, Lilith!... ¡Aléjate, Nahema!...». Pero ¿cederían las dos diosas del Abismo ante la orden de un oscuro teúrgo? ¿O se vengarían de otra manera sobre el propio niño? ¿Lo convertirían en enemigo mortal de la religión que había osado afrentarlas? Por último, como el hijo precedente había nacido muerto, la matrona había colocado junto a la cama una olla de barro, nueva, de la que había hecho saltar cuidadosamente el fondo. Apenas saliera la criatura del vientre materno, y franqueara el umbral vaginal, se le haría pasar rápidamente por esta abertura. De esta manera habría franqueado un doble umbral, y no habría de temer franquear ya otro hasta el término normal de sus días. Así pues, se habían tomado todas las precauciones para asegurar a la hija de Herodes el Grande un alumbramiento feliz. 6 Jueces, 5, 1-31. Débora, profetisa, esposa de Lapidot, era entonces juez en Israel. Condujo a los guerreros de Neftalí y de Zabulón a la victoria sobre los cananeos. Ese canto de guerra perpetúa su gloria. 11

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2 Cf. R. AMBELAIN, Jesús o el secreto mortal de los templarios, ya citada, p. 239 (Cf. ROBERT SAHL, Les Mandéens et les origines chrétiennes, p.
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