Con tan sólo quince años, la bella Caris abrigaba el deseo inconfesable de poder estudiar medicina. Inteligente, curiosa y con la determinación propia de quien ansía cumplir con un ideal, no era extraño verla ilustrarse, apasionadamente, con los escritos de Galeno e Hipócrates, además de estudiar con fruición latín o literatura. Un sueño, por demás, imposible. Hija de Teodoro de Éfeso, un hombre rico y poderoso que debía predicar con el ejemplo la forma correcta sobre cómo educar a los hijos. Caris se encontraba condenada, por su condición de mujer, a contraer un matrimonio de conveniencia. ¿Cómo iba ella a suponer que aquella injusta imposición de su tiempo se decantaría un día a su favor? Presionada por su padre a desposarse con el vulgar y cruel gobernador Festino, Caris se decidiría a tomar las riendas de su propia vida. Jamás se doblegaría frente aquel infausto destino. Y justo cuando la infancia comenzaba a abandonar la sonrisa de su rostro, la muchacha, pertrechada con unas pocas posesiones y ayudada por su hermano y su nodriza, huiría de Éfeso con rumbo a Alejandría. Aquél había sido su deseo largamente acariciado: residir en la monumental metrópoli egipcia y estudiar medicina. Ahora, a solas con su sueño y disfrazada de eunuco, por fin, Caris se encaminaba hacia la libertad.