1 2 3 ÍNDICE Preámbulo …………………………...……………………. 3 1ª parte: Antecedentes …………………………...……………………. 6 2ª parte: El viaje …………………………...…………................. 14 El palacio de Príamo ……………………………………....………… 15 Los alrededores de Troya …………………………………….................... 27 Periplo insular …………………………………..…………….. 51 A través de la península ……………………………….………………... 56 Desciframiento del código ………………………………………………... 70 Epígonos ………………………………………………… 78 El código de Apolo ………………………………………………… 80 4 «Nadie los reconoció, sino sólo Casandra, semejante a la áurea Afrodita». Homero, Iliada, XXIV, 671 ss. Preámbulo N unca olvidaré el primer viaje, la alucinante sensación que me produjo atravesar el cristal de aquel enigmático espejo, y el fascinante mundo que descubrimos al otro lado. Luego vendrían otros viajes, una larga lista de incursiones al pasado, a diferentes lugares y épocas de la Historia; pero el primero fue particularmente memorable porque provocó una seria y definitiva revolución en mi mente (ya de por sí revuelta en aquella época de mi adolescencia), en mi forma de ver la vida y en mi manera de pensar. Gracias a aquel enigmático espejo pude comprender cosas que un libro no es capaz de enseñar. Gracias a aquel enigmático espejo pude visitar lugares a los que hoy no podría acceder ni en sueños. Gracias a aquel enigmático espejo llegué, incluso, a entender la forma de actuar de ciertos personajes que la Historia había tratado de déspotas, tiranos o genocidas, aunque no quiero con estas palabras justificar sus acciones. También me confirmó la bondad, la sabiduría o el coraje de muchos otros. Si algún día llega a ustedes este relato, sé que mucha gente que lo lea (sobre todo la sesuda comunidad científica de nuestra época) no dará crédito a las historias que me dispongo a contar. Pero lo crean o no, así fue cómo ocurrieron y por eso me limitaré a describir, con la mayor objetividad posible, lo que le sucedió a un puñado de adolescentes, estudiantes de Secundaria, en aquel curso del 2000, un año que a nosotros nos parecieron siglos, milenios, casi una eternidad, pues viajamos en el tiempo hasta épocas que ni siquiera la Historia se ha atrevido a detallar en sus libros. Como el destino de nuestro primer viaje: Troya y el fabuloso mundo de los mitos. Ya les contaré. Cada cosa a su tiempo. A lo largo de mi juventud leí muchos libros relacionados con los viajes en el tiempo. A esa edad era normal que los jóvenes nos interesáramos por estos temas tan poco habituales desde un punto de vista racional; eso al menos decían en aquella época (esa época de ustedes) algunos pedagogos del instituto en el que yo estudiaba. No daré nombres, por si acaso. Aunque desde la distancia en que escribo ya todo me da igual. Según estos personajes de la moderna educación, ―los adolescentes tratan de evadirse de la realidad que los circunda buscando mundos alternativos‖. ¡Toma ya! De esta forma tan soberbia y sabia, los adultos educadores de mi adolescencia trataban de dar respuesta a problemas como las drogas o el alcohol. La misma definición podría darse —pienso yo— de un astronauta, de un artista o de un pirado, que también se evaden de la realidad que los circunda buscando mundos alternativos. La búsqueda de mundos 5 alternativos… En fin... ¿Qué quieren ustedes que yo les diga? Ahora desde la lejanía del tiempo y del espacio lo veo todo mucho más claro, incluido el dichoso tema de las drogas. Aunque de joven nunca me fumé un canuto ni me emborraché. Todavía hoy sigo conservando esta rara costumbre de minorías. No todo el monte es orégano... O maría. En aquella vida que acabo de dejar atrás en el siglo XXI, mis drogas habían sido diferentes, unas drogas mucho más duras, más flipantes si cabe. Una de ellas, la literatura. Pero también lo fue el teatro y mi afición a la música y a la danza. Formé parte del grupo de teatro del instituto durante el tiempo que estudié allí. Hoy, con treinta y seis años a mis espaldas, todavía sigo considerándome alumna de aquel centro educativo, porque la distancia espacio-temporal desde la que escribo ahora mismo me obliga a ver la realidad de otra manera, me hace rememorar aquel segmento de mi vida, de mi feliz y aventurera adolescencia. Permítanme que utilice en adelante el pretérito para contar esta historia, porque les escribo desde el pasado, un pasado al que he regresado, después de veinte años sin viajar en el tiempo, para quedarme definitivamente. En mi época de instituto fui una estudiante del montón. Lo que realmente me gustaba era el arte: quería ser una artista. Pero el arte tal como lo concebían los clásicos hace muchos años. Tantos años, que la gente ya se ha olvidado, desafortunadamente, de quiénes eran los clásicos. En mi interior se congregaban los espíritus de las nueve musas de la mitología griega. Me gustaba el teatro, la danza, la literatura, la música… Mis asignaturas favoritas eran la Historia y las Ciencias Naturales, sobre todo la Astronomía. Ya les digo, el mismísimo espíritu de las musas griegas poseyendo a una adolescente de dieciséis años. Aunque no era una buena estudiante, traté de pervivir lo mejor que pude en aquel sagrado recinto escolar, un microcosmos en el que luchábamos diariamente cientos de adolescentes tratando de buscar nuestro lugar, como los héroes buscan en el combate una gloria que no apague su memoria. Allí me gané cierta fama de rebelde entre el profesorado y de bicho raro entre la mayoría de mis compañeros. Es por eso que no sentiré ninguna vergüenza ni reparo al contarles las hazañas que viví en aquella época con mis compañeros de clase. Sí, hazañas, gestas, proezas... Como las de los héroes de la Antigüedad; aunque Hermes, nuestro profesor de Cultura Clásica, prefería llamarlas irónicamente ―visitas pedagógicas al pasado‖. Cosas de Hermes y de la terminología didáctica al uso entre los pedagogos. Ya les hablaré de Hermes más tarde. Lo único que deben saber por ahora es que su verdadero nombre era Hermenegildo. Sí, Hermenegildo. ¿O es que acaso pensaban que su nombre tenía algo que ver con la divinidad griega, mensajera de los dioses? Pues no. Aunque desde ahora tengo que confesarles que en nuestro primer viaje al pasado Hermes actuó como tal. Pero ya les hablaré de eso más tarde. No tengan prisa. Apenas llevamos un par de minutos de relato. Regresemos al espejo y a los viajes en el tiempo. En aquella lejana época en que vivía no hace mucho, los viajes en el tiempo eran teóricamente posibles. Pero sólo en la estricta teoría. En la asignatura de Física, por ejemplo, nos habían hablado de un tal Albert Einstein y cómo el mundo (científico) había cambiado desde el planteamiento de su famosa Teoría de la Relatividad y la formulación de aquella simple ecuación (E mc2), en apariencia inofensiva, que tantos quebraderos de cabeza produjo a unos cerebros adolescentes como los nuestros, todavía verdes. Pedro, nuestro profesor de Física, nos había explicado en una de sus ingeniosas clases que la Teoría de la Relatividad de Einstein había abierto las puertas a un nuevo universo donde casi todo era posible; como, por ejemplo, recorrer el Cosmos a la velocidad de la luz o brincar de galaxia en galaxia a través de un agujero negro. Pero lo más importante: viajar al pasado superando los trescientos mil kilómetros por segundo 6 en un bólido estelar. Aunque no se lo crean, nosotros, unos simples estudiantes de Secundaria, tuvimos la oportunidad de conocer personalmente a aquel estrafalario científico de pelo cano y mostacho blanco como la nieve en uno de nuestros viajes pedagógicos al pasado. Einstein mismo nos contó que de niño había sido un pésimo estudiante; lo cual abrió de par en par las puertas de la esperanza a alguno de nosotros que ya le había cogido el gustillo a eso de repetir curso. Por cierto, ¿saben cómo apodaban a Albert Einstein en la escuela? ¿No lo saben? Pues lo apodaban El Mudo. Eso es, el Mudo. Y todo porque el padre de la Física Moderna no aprendió a hablar hasta los tres años. Ya les contaré algún día la verdadera historia de Albert Einstein, la historia que nos reveló nuestra particular máquina del tiempo. Porque espero que este relato que ahora escribo llegue algún día a ustedes. Confío en las ondas electromagnéticas que estoy enviando al espacio desde mi ordenador portátil. Espero que dentro de unos tres mil años alguien pueda captarlas y decodificarlas para que puedan leer este relato de mi vida que es como mi memoria final de curso, una memoria que quiero legarles a todos ustedes antes de despedirme definitivamente. Pero, bueno, no nos pongamos sensibleros tan pronto. Ya habrá tiempo de caer en las simas de la emotividad. Regresemos de nuevo a la máquina del tiempo, ese mágico artefacto que me ha conducido por última vez al pasado de esta época legendaria: mil setecientos cincuenta y seis años antes de Cristo, según el código de Apolo. El año de nuestro primer viaje. Efectivamente, hubo quien fabricó en aquellos tiempos que ustedes viven ahora (el siglo XXI) algunas de esas máquinas, pero sólo en la ficción. Aunque a estas alturas de mi relato no me extrañaría nada que alguna superpotencia mundial guardara ya en su bélico arsenal uno de estos fatales artilugios. Sería el arma definitiva. Ya verán por qué lo digo. Sin embargo, las máquinas a las que yo me refería pertenecen al imaginario arsenal de la literatura. Me bombardean ahora mismo la memoria La máquina del tiempo, de H.G. Wells; Un yanqui en la corte del rey Arturo, de Mark Twain; o algunos relatos de Isaac Asimov, como Un guijarro en el cielo. Pero en la práctica, en aquella época lejana de mi adolescencia, la Humanidad seguía estando en puros pañales tecnológicos para llevar a la práctica este tipo de proyectos. Era una fantasía imposible, relegada a los sótanos de la ciencia ficción, hasta que Hermes, nuestro profesor de Cultura Clásica, nos reveló la existencia de aquel engendro maravilloso: un espejo temporal al que bautizamos con el nombre de El espejo de Casandra. Esos viajes en el tiempo se hicieron, entonces, realidad. Y yo fui testigo de esas expediciones al pasado junto a otros seis compañeros de 4º de Secundaria que nos hacíamos llamar Los Hermenautas, en homenaje a nuestro distinguido profesor y mentor. La historia arranca en el equinoccio de primavera del año 2000... 7 1ª PARTE: Antecedentes 8 T odos los miembros del grupo estábamos frente al espejo, preparados y nerviosos (yo tenía unas ganas tremendas de orinar), con nuestras mochilas cargadas a la espalda, como si lleváramos dentro un presente que nos resistiéramos a dejar atrás. Algunos llevaban sus cámaras fotográficas colgando del cuello, yo llevaba mi discman en la cintura y Ulises, cómo no, su ordenador portátil metido en su particular bandolera, bien provista de un surtido de potentes baterías compradas a bajo precio en el mercado negro de Internet. Ni siquiera en un viaje al pasado, el lumbreras de Ulises podía prescindir de su juguetito. Más tarde daríamos gracias de que lo llevara consigo, pues la información que guardaba en el disco duro de su ordenador nos resultaría de vital importancia. Sobre todo para el desciframiento del código de Apolo. Eran las 14.36 del 20 de marzo del año 2000 y el equinoccio de primavera estaba a punto de entrar en el Hemisferio Norte de la Tierra con la intención de dividirla en dos mitades. Como un bisturí de fuego que pretendiera mantener separadas dos zonas del planeta que no se pueden mirar a la cara. Faltaban apenas dos minutos. A las 14.38 se abriría ante nosotros una puerta temporal que nos conduciría a algún lugar de la antigua Troya. Eso, al menos, había prometido Hermes a sus alumnos de Cultura Clásica, cuando a finales del curso pasado nos habló en el salón de actos del instituto, junto a otros profesores que trataban de vender sus asignaturas como último recurso para conservar cierta estabilidad laboral en aquel centro de enseñanza secundaria que ahora añoro desde mi juventud lejana. El próximo curso haremos un viaje maravilloso a la Grecia de la Época Micénica, en el cual podremos observar in situ cómo vivían los miembros de una de las civilizaciones que más ha influido en nuestra cultura. ¿Y en qué haremos ese viaje interrumpió alguien del público con descaradas ganas de cachondeo : en la máquina del tiempo, en una alfombra mágica o a través de un túnel interdimensional? Nada de eso respondió Hermes, muy serio . Lo haremos a través de un espejo. Y entonces todos los que estaban en aquel salón salvo yo y unos pocos incrédulos más, que luego nos convertiríamos en sus alumnos estallaron en una escandalosa carcajada a la que se sumaron inmediatamente todo tipo de ruiditos y onomatopeyas degradantes. El pobre Hermenegildo no aprende acerté a oír que comentaba un profesor que estaba sentado justo detrás de mí . Cada año se inventa algo nuevo para llamar la atención. Ahora se ha buscado un espejito... Je, je, je... 9 Sí asintió, con cierta resignación, Javier, mi antiguo profesor de Matemáticas, un tío bastante plasta y engreído, que estaba sentado junto al otro incrédulo que estaba poniendo a parir a Hermes , pero todos los años consigue al puñado de incautos que necesita para dar la asignatura. Entre ese puñado de incautos, obviamente, me encontraba yo y otros seis compañeros de 4º de la ESO que nos disponíamos a marcharnos de viaje de estudios a la época de Paris, Helena, Héctor, Ulises y tantos otros héroes griegos y troyanos con los que pretendíamos encontrarnos tras el mágico velo cristalino de aquel espejo que, según Hermes, había adquirido en uno de sus frecuentes viajes a Grecia, en la tienda de un viejo anticuario turco. ¿Qué precio tiene este espejo? El viejo anticuario miró al joven que se interesaba por uno de los espejos de la tienda y luego se miró él mismo en la luna, algo polvorienta y desvaída. Desde el lugar en que estaba sentado, el anticuario vio reflejada su propia cara que asomaba por encima del mostrador como la caricatura de un muñeco de guiñol al que alguien le había encasquetado en la cabeza un fez rojo y raído por el paso del tiempo. La edad de aquel muchacho que le había preguntado por el precio del espejo debía rondar los treinta y lucía una barba incipiente y algo rala, de aventurero salido de una película, al estilo de Indiana Jones. Esa imagen de arqueólogo intrépido le trajo a la memoria una foto, que todavía hoy conservaba, de otro arqueólogo europeo para el que había trabajado su padre entre 1870 y 1890 antes de emigrar con su familia a Grecia. Esta foto la guardaba junto a otros muchos recuerdos de su infancia en un baúl que decoraba una de las esquinas de la tienda. En aquella foto se asomaban su padre y el famoso arqueólogo, de apellido Schliemann, esgrimiendo una sonrisa bobalicona junto a las ruinas de la antigua Troya, en la colina de Hissarlik, al noroeste de la Península de Anatolia (Turquía). El espejo no está en venta. Es un recuerdo de familia. De entre todos los objetos que abarrotaban aquella pequeña tienda oscura, el joven había puesto los ojos precisamente sobre lo único que no estaba en venta: un espejo de pie de unos dos metros de alto y un metro y medio de ancho, que estaba adornado con un marco bastante recargado de imágenes que representaban distintas especies animales, reales e imaginarias. Además, la decoración se completaba con unos símbolos o signos confusos, algunos de ellos borrosos o deteriorados, que parecían la escritura desquiciada de algún alucinado miembro de una civilización antigua. Me interesa, sobre todo, el marco precisó el joven . Parece ser muy antiguo. De época micénica, diría yo. Efectivamente el viejo anticuario parecía sorprendido por la precisión con que aquel individuo había fechado el espejo . ¿Cómo lo ha adivinado? No lo he adivinado —precisó el joven con cierta autoridad académica—. Lo he deducido a partir de las figuras y de los relieves. Yo diría que fue tallado en alguna parte de Turquía, en lo que antiguamente se conocía con el nombre de Asia Menor. Se nota la gran influencia del arte oriental, los motivos exóticos y todo eso. Luego están esos signos que acompañan a los grabados. Me resultan familiares… Parecen componer algún tipo de escritura. Sí. No va mal encaminado… 10