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El conocimiento histórico PDF

221 Pages·1968·11.626 MB·Spanish
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El conocimiento histórico H.-l. Marrou el conocimiento histórico Editorial Labor, S. A. Traducción de J. M. García de la Mora Título de la obra original De la Connaissance historique © Editíons du Seuil. París. © Editorial Labor, S. A. Calabria, 235-239 - Barcelona -15, 1968 Depósito Legal: B. 28.591*68 Impreso en Tipografía Catalana - Vic. 10-Barcelona A JEAN LALO Y en recuerdo de veinticinco años de amistad oú fdp Soxsív fiptoTo;, dXV eivat féXet "Pues no quiere parecer el mejor, sino serlo" Esquilo, Siete contra Tebas, 592 Indice Introducción 11 /Tí^La historia como conocimiento 25 2> La historia es inseparable del historiador • 41 La historia se hace con documentos * 53 4^Condic¡ones y medios para la comprensión ‘ 73 5 Del documento al pasado 93 6 El uso del concepto 109 7 La explicación y sus límites 125 8 Lo existencial en historia 151 9 La verdad de la historia* 163 10 La utilidad de la historia 179 Conclusión La obra histórica 201 Apéndice La fe histórica* 211 Indice de nombres 223 Introducción La filosofía crítica de la historia Esta pequeña obra está concebida como una introducción filosófica al estudio de la historia; en ella se hallará una respuesta a las cuestiones fundamentales: ¿Cuál es la verdad de la historia? ¿Qué grados y que límites tiene esta verdad (pues todo conocimiento humano tiene unos lí­ mites y el mismo esfuerzo que fija su validez determina el ámbito de su utilidad)? ¿En que condiciones puede elaborarse? Y para resumir, ¿cuál es el comportamiento correcto de la razón cuando se aplica al campo de lo histórico? Esta introducción se dirige: al estudiante que ha llegado a los um­ brales del investigar y ansia saber lo que supondrá su conversación en historiador; al hombre de mentalidad bien formada, a quien usa de nuestra producción científica, justamente preocupado por medir el valor de la historia antes de integrarla a su cultura; y no le está vedado al filósofo echar por encima del hombro una mirada a estas páginas si tiene la curiosidad de saber lo que un técnico piensa de su técnica. Nos mantendremos, no obstante, a un nivel muy elemental: no se trata de profundizar aquí por sí mismos en los problemas que plantea al lógico la estructura del trabajo histórico, sino que, dándolos sumariamente por supuestos, procuraremos deducir las reglas prácticas que deben presi­ dir el trabajo del historiador; el esfuerzo del análisis crítico ha de lle­ var a una deontología para el uso del aprendiz o del profesional, a un tratado de las virtudes del historiador. Una introducción a los estudios históricos apenas puede, por lo de­ más, pasar la raya de los principios generalísimos; muy pronto, en efecto, ha de diversificarse el método según las especialidades, para adaptarse a la variedad del objeto histórico y de sus condiciones de aprehensión. Se hallarán, pues, aquí unos prolegómenos a cualquier intento de ela­ borar racionalmente la historia. Espero que nadie se extrañe de que, siendo yo historiador de oficio, hable como filósofo: es mi derecho y mi 12 Introducción deber. Ha llegado la hora de reaccionar contra el complejo de inferiori­ dad (y de superioridad: la psicología nos revela esta ambivalencia v la moral este ardid del orgullo) que desde hace ya demasiado tiempo vie­ nen teniendo los historiadores con respecto a la filosofía. En su lección inaugural del curso 1933 en el Colegio de Francia, decía Lucien Febvrc con una punta de ironía: «Frecuentemente, por lo demás, me he dejado contar eso de que los historiadores no necesitan de muchas filosofías.1 Las cosas no han mejorado en exceso desde en­ tonces: al reimprimir, en 1953, su libro de 1911, La síntesis en historia, Henri Berr me dispara, en el Apéndice, este singular cumplido: “En todo un fascículo de la Revue de Métaphysique et de Morale dedicado a los “Problemas de la historia” (jul.-oct. 1949), no hay más que un artículo de sabor filosófico, el de H. I. Marrou...”».3 Hay que acabar de una_vez_con estos antiguos reflejos y librarse del entumecimiento en que el positivismo ha tenido agarrotados durante tanto tiempo á los historiadores (corno también a siis cofrades las ciencias «exaóras»)Muestra tarea es pesada, llena de agobiadoras servi­ dumbres técnicas; a la larga, tiende a formar en quien la practica con dedicación total una mentalidad de insecto especializado. En vez de ayu­ darle a reaccionar contra esta deformación profesional, el positivismo le tranquilizaba la conciencia al estudioso («ya soy sólo historiador, no filósofo; cultivo mi parcelita, hago honradamente mi labor, sin meterme en lo que me rebasa: ne sutor ultra crepidani... Altiora ne quasieris!»): lo que equivalía a dejarle que se degradara rebajándose al nivel de mero operario manual. El investigador que aplica un método cuya es­ tructura lógica desconoce, unas reglas cuya eficacia no está capacitado para medir, viene a ser como uno de esos obreros que han de vigilar el trabajo de una máquina y controlar su funcionamiento, pero serían incapaces de repararla si se averiase y más aún de construirla. Es pre­ ciso denunciar con cólera y combatir semejante apartamiento del es­ píritu, que constituye uno de los peligros más graves que pesan sobre el futuro de nuestra civilización occidental, amenazada de sumirse en una atroz barbarie técnica. Parodiando la máxima platónica, pondremos en el frontis de nues­ tros Propileos esta inscripción: «Que nadie entre aquí si no es filóso­ fo», si no ha meditado primeramente en la naturaleza de la historia y en la condición del historiador: la salud de una disciplina científica exige, de parte de quien la cultive, cierta inquietud metodológica, la preocu­ pación por adquirir consciencia del mecanismo de su comportamiento, cierto esfuerzo reflexivo sobre los problemas que éste implica y que suponen una «teoría del conocimiento». Disipemos todo malentendido, pues la ambigüedad del vocabulario 1 Reimpr. en Combatí pour Vhistoire (1953), p. 4. 1 synthése en histoire, nueva cdic. (1953), p. 28Í. Introducción 13 lia contribuido bastante a que durara el malestar que deseamos ver su­ perado: no se trata de hacer aquí «filosofía de la historia» en el sentido hegeliano7'de especular acerca del desarrollo de la humanidad conside­ rada en conjunto para deducir de él sus leyes, o, como se prefiere decir hoy, la significación; sino, más bien, de una «filosofía crítica de la histo­ ria»,3 de una reflexión sobre la historia, examinando los problemas ló­ gicos y gnoseológicos que, en su avance investigatorio, va suscitando la mente del historiador; esta reflexión se insertará en esa ".filosofía de las ciencias» cuya legitimidad y fecundidad nadie pone hoy en duda; será con respecto a la «filosofía de la historia» lo que la filosofía crítica de las matemáticas, de la física, etc., son con respecto a la Naturphilosophie* que, en el idealismo romántico, se había desarrollado paralelamente a la Philosophie der Geschichte, como un esfuerzo especulativo por penetrar el misterio del Universo. El problema, de la .verdad histórica y de su elaboración no sólo inte- resa para el saneamiento interior de nuestra disciplina: más allá del estrecho círculo de los técnicos, conciérneles también al hombre medio y al hombre culto, porque lo que aquí se somete a cuestión no es ni más ni menos que los títulos de la historia para ocupar un sitio en su cultura, sitio que actualmente le es discutido cada vez más. Mjpntras nuestra ciencia no deja de aumentar en el sentido-de poseer una técnica siempre creciente, 'que aplica sus_ métodos cada vez más rigurosos a investiga­ ciones de progresiva amplitud, ha empezado a darse, por otra párte7 un «descorazonamiento nnte los menguados y quizás ilusorios resultados que obtiene».6 No sería muy útil inventariar aquí los testimonios que atpct-igimn- esta «crisis de la historia». Sin embargo, ha de recordarse que la requi­ sitoria sehana ya toda, esencialmente, en los profetices anatemas de la Segunda consideración inoportuna de Nietzsche (1874). El nuevo senti­ miento que allí se expresa, de abrumación bajo el peso de la historia, viene a reforzar el tema, tradicional en el pensamiento de Occidente, del escepticismo con respecto a las conclusiones de la historia, tema tratado con tanta elocuencia en el Epílogo de Tolstoi a Guerra y paz (1869), que presenta toda esta novela como una refutación experimental del dogma­ tismo histórico. Trátase de una reacción bastante natural (la historia de la cultura ofrece muchos de estos flujos y reflujos), que sucede a la evidente infla- 1 1 Tomamos esta expresión de Raymond Aron, quien tituló asi su breve tesis sobre Dilthey, Rickcrt, Sünmel y Max Weber (1938; 2.» edic. 1950). 4 W. H. Walsh. Ah Introduction lo Philosophy of History, Londres, 195!, p. 12. » H. Pevre, Louts Ménard, New-Havcn, 1932, p. 240. 14 Introducción ción de los valores de la historia durante el siglo xix. En pocas genera­ ciones (a partir de Niebuhr, de Champollion, de Ranke...), las discipli­ nas consagradas a elaborar el conocimiento del pasado habían alcanzado un prodigioso desarrollo. ¿Cómo maravillarse de que este conocimiento invadiera paulatinamente todos los dominios del pensar? El «sentido histórico» pasó a ser una de las característica c de la mentar. ífdad occidentaíf El^historlador era entonces rey: toda la cultura de­ pendía de sus decisiones; a el tocaba decir cómo debía leerse la litada, qué era una nación (fronteras históricas, enemigo hereditario, misión tradicional), él había de dictaminar si Jesús era o no Dios... Bajo el doble influjo del idealismo y del positivismo, la ideología del Progreso se imponía como categoría fundamental («rebasado» el cristianismo, reducidos los cristianos a una tímida minoría que ni se pensaba habría de ser irreductible: el pensamiento «moderno» era dueño del campo); de golpe, el historiador sustituía al ííiAonfo como guía y consejero. En posesión de los secretos delpasado', él era quién, como genealogista, suministraba a la humanidad las pruebas de su nobleza, quien trazaba de nuevo ante sus ojos el triunfal camino recorrido en su Devenir. «Falto de Dios, el porvenir yacía en el desorden»:6 sólo el historiador se hallaba a la altura necesaria para conferir a la utopía un fundamen­ to racional mostrándola enraizada en lo pasado y en cierto modo, ya adolescente. Augusto Comte podía escribir con candoroso énfasis: «La doctrina que logre explicar suficientemente el conjunto del pasado ob­ tendrá con toda seguridad, a seguida de esta sola prueba, la presidencia mental de lo por venir».7 Pretensiones excesivas, confianza mal puesta: llegó el día en que el hombre se dio a dudar del oráculo al que tan complicado había estado invocando; sintió que le estorbaba aquel fárrago que aparecía de suyo inútil, por incierto: de repente, la historia se convirtió en «objeto de odio» (NÍetzsche); o de irrisión. En charla a estudiantes sobreveste tema, recuerdo que tomé el texto del profeta Isaías (26:18): Concepi- mus, et quasi parturivimus et peperimus espiritum..., «hemos cocebi- do con dolor y hemos parido viento; ¡no hemos dado salud a la tierra!». Escribía yo esto en 1938. Desde entonces, la situación no ha hecho más que empeorar: el retroceso en punto a la confianza que a la histo­ ria se presta como una de las manifestaciones de la crisis de la verdad, uno de los síntomas más graves de muestro mal, aún más grave que la misma «decadencia de la libertad» (D. Halévy), ya que es una herida que llega a lo< más profundo del ser. Vienen a la memoria las atroces palabras de Hitler en Mein Kampf: «Una mentira colosal lleva en sí una fuerza que aleja la duda... Una propaganda hábil y perseverante acaba por meter en los pueblos la convicción de que el cielo no es en el • A. Chamson, L'homme contre l'histoire (1927), p. 8. ’ Discours sur t'esprit positif (1844), p. 73 (ed. Schlcicher).

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