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el angel perdido-javier sierra PDF

241 Pages·2011·1.68 MB·Spanish
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El ángel perdido de Javier Sierra Qui non intelligit, aut taceat, aut discat. (Quien no lo comprenda que calle o que aprenda.) JOHN DEE (1527-1608) DOCE HORAS ANTES La enorme pantalla de plasma del despacho del director de la Agencia Nacional de Seguridad se iluminó mientras sus persianas eléctricas oscurecían la sala con un suave zumbido. Un hombre trajeado, de aspecto impecable, aguardaba tras una mesa de caoba a que el todopoderoso Michael Owen le explicara por qué lo había hecho venir a toda prisa desde Nueva York. —Señor Allen —carraspeó el gigante negro clavando su mirada en él—. Le agradezco que haya venido a verme con tanta diligencia. —Supongo que no tenía elección, señor —respondió. Nicholas L. Allen era un agente curtido en aquellos lances. Llevaba dos décadas moviéndose con razonable agilidad por el bosque burocrático de Washington D. C. y se contaban con los dedos de una mano las veces que había pisado aquel despacho. Si el director Owen lo había convocado a su madriguera en Fort Meade, Maryland, era por qué se avecinaba una crisis. Y de las grandes. Acudir presto era lo menos que podía hacer. —Verá, coronel Allen —prosiguió Owen. Sus ojos todavía lo escrutaban con severidad —. Hace seis horas nuestra embajada en Ankara nos ha enviado el vídeo que deseo mostrarle. Le ruego que se fije en todos los detalles y comparta sus impresiones cuando termine de verlo. ¿Lo hará? —Claro, señor. Nick Allen había sido entrenado para eso. Para obedecer a sus superiores sin oponer resistencia. Tenía el perfil del soldado perfecto: complexión fuerte, casi un metro ochenta y cinco de alzada, rostro cuadrado, surcado por alguna que otra fea marca de combate, y una mirada azul que podía graduar desde la infinita bondad a la furia más despiadada. Dócil, se reclinó en su butaca y aguardó a que la pantalla de barras multicolores desapareciera para desvelar su primera imagen. Lo que vio le hizo dar un respingo. Sentado en una habitación llena de desconchaduras y manchas en la pared aguardaba un hombre maniatado y con la cabeza cubierta por una capucha. Alguien lo había vestido con un mono naranja como el utilizado en las prisiones federales de los Estados Unidos. Sin embargo, los individuos que se movían a su alrededor distaban mucho de parecer norteamericanos. Allen distinguió a dos, quizás a tres tipos vestidos con galabeyas que escondían sus rostros tras pasamontañas negros. «Límite entre Turquía e Irán —calculó en silencio—. Tal vez Irak.» Los tiros de cámara le permitieron reconocer enseguida varios grafitis escritos en kurdí, impresión que se confirmó en cuanto los oyó hablar. El vídeo tenía una calidad razonable pese a haber sido filmado con una cámara doméstica. Tal vez con un teléfono móvil. Una frase más de aquellos tipos le bastó para identificar su procedencia. «Frontera con Armenia», concluyó. Además, dos llevaban al hombro sendos AK-47 y, al cinto, grandes cuchillos de hojas curvas típicos de la región. No le sorprendió demasiado que el operador de cámara fuera quien dirigiese la escena. Ni tampoco que le hablara al rehén en un inglés con el acento áspero que tantas veces había escuchado en el noroeste de Turquía. «Está bien. Ahora diga lo que debe», ordenó. El prisionero se removió al sentir que unas manos fuertes lo agarraban del cuello y lo orientaban con rudeza en dirección al objetivo mientras le arrancaban la capucha. «¡Dígalo!» El hombre de la pantalla titubeó. Tenía mal aspecto. Barba descuidada. Pelo revuelto y un rostro sucio, demacrado y de piel quemada por el Sol. A Nick Allen le extrañó no poder verlo mejor. La luz era pobre. Posiblemente procedía de una sola bombilla. Y, pese a todo, algo en aquel perfil le resultaba familiar. «En nombre de las Fuerzas de Defensa Populares..., exijo al gobierno de los Estados Unidos que cese de apoyar al invasor turco», dijo entonces en un inglés perfecto. Una algarada de gritos se elevó por detrás de él. «¡Continúa, perro!» El pobre hombre —al que no conseguía identificar, pese a concentrarse en cada uno de sus gestos— se estremeció. Balanceó su cuerpo hacia delante mostrando sus manos atadas a cámara. Tenía varios dedos ennegrecidos, tal vez congelados, que parecían aferrar un pequeño objeto. Una especie de colgante opaco, de aspecto irregular, poco atractivo, hizo que los ojos de Nick Allen se abrieran de par en par. «Si quieren rescatarme con vida, hagan lo que piden —dijo como si una tristeza infinita se hubiera instalado en su garganta—. Mi vida... Mi vida vale la salida de las tropas de la OTAN en un perímetro de doscientos kilómetros alrededor del Agri Daghi.» «¿Agri Daghi? ¿Eso es todo? ¿No piden rescate?» Allen vio cómo los dos hombres que tenía detrás volvieron a corear gritos en kurdí. Parecían muy excitados. Uno de ellos llegó incluso a sacar su daga y a agitarla alrededor del cuello del prisionero como si fuera a rebanárselo allí mismo. —Y ahora fíjese bien —susurró Owen. El coronel se frotó la nariz y aguardó a que el vídeo avanzase. «¡Diga su nombre!» La nueva orden del operador de cámara no lo pilló por sorpresa. Había visto demasiadas veces escenas como ésa para saber qué venía a continuación. Después de obligar al rehén a identificar su unidad militar, su graduación o su procedencia exacta, lo acercarían al objetivo para que no cupiera duda alguna de su identidad. Si en ese momento el prisionero careciera de interés, lo dejarían llorar y desesperarse mientras se despedía de su familia y, acto seguido, lo obligarían a bajar la cabeza para degollarlo. Los más afortunados terminarían su agonía con un tiro de gracia. Los que no, boquearían y se desangrarían hasta morir. Pero aquel hombre debía de tener un gran valor. Michael Owen no lo hubiera llamado si no fuera así. Nick Allen era, a fin de cuentas, un experto en operaciones especiales. En su currículo figuraban misiones de rescate en Libia, Uzbekistán y Armenia, y formaba parte de la unidad más reservada de la Agencia. ¿Era eso lo que quería de él su director? ¿Que lo trajera de vuelta a su despacho? El vídeo rugió de nuevo: «¿No me ha oído? —dijo el operador—. ¡Diga su nombre!» El prisionero levantó los ojos dejando ver unas feas bolsas de color morado bajo ellos y una frente cuarteada. «Me llamo Martin Faber. Soy científico...» El todopoderoso Michael Owen detuvo entonces el vídeo. Tal y como esperaba, Allen se había quedado mudo de asombro. —¿Comprende ahora mi urgencia, coronel? —¡Martin Faber! —masculló moviendo su mandíbula de un lado a otro, sin terminar de creérselo—. ¡Pues claro! —Y eso no es todo. Owen alzó el mando a distancia en el aire y trazó un círculo alrededor de la imagen congelada de aquel individuo. —¿Ha visto lo que sostiene en sus manos? —¿Es...? —El fiel militar amagó un gesto de profunda inquietud—. ¿Es lo que imagino, señor? —Lo es. Nick Allen frunció los labios como si no diera crédito a lo que veía. Se acercó todo lo que pudo a la pantalla y se fijó mejor. —Si no me equivoco, señor, ésa es sólo una de las piedras que necesitamos. Un brillo malévolo destelló en los ojos del enorme gorila que dirigía los designios del servicio de inteligencia más poderoso del planeta. —Tiene usted razón, coronel —sonrió—. La buena noticia es que este documento desvela, sin querer, el paradero de la que falta. —¿De veras? —Fíjese bien, por favor. Michael Owen dirigió el mando a distancia hacia la pantalla y lo accionó. La figura demacrada de Martin Faber volvió a moverse como por arte de magia. Su mirada azul se había vuelto aún más acuosa, como si estuviera a punto de romper a llorar. «Julia —susurró—. Tal vez no volvamos a vernos...» «¿Julia?» Al apreciar la mueca de satisfacción de su hombre más capacitado, el director de la Agencia Nacional de Seguridad sonrió. El vídeo no había terminado aún cuando su orden se coló en el cerebro de su mejor agente, ocupando el primer lugar de su lista de prioridades: —-Julia Álvarez —completó Owen la información que faltaba—. Encuentre a esa mujer, coronel. De inmediato. Por alguna extraña razón me había hecho a la idea de que el día que muriese mi alma se despegaría del cuerpo e ingrávida ascendería hacia las alturas. Estaba convencida de que una vez allí, guiada por su irresistible fuerza de atracción, sería arrastrada hasta el rostro de Dios y podría mirarlo a los ojos. En ese momento lo comprendería todo. Mi lugar en el Universo. Mis orígenes. Mi destino. Y hasta por qué mi percepción de las cosas era tan... singular. Así me lo había explicado mi madre cuando le preguntaba por la muerte. E incluso el cura de mi parroquia. Ambos sabían cómo tranquilizar mi alma católica. La determinación con la que defendían todo lo que tuviera que ver con el más allá, la vida ultraterrena o las almas en pena era envidiable. Y ahora empezaba a saber por qué. Aquella primera noche de noviembre yo, por supuesto, todavía no estaba muerta. En cambio, ésa era justo la visión que tenía frente a mí: un semblante gigantesco, sereno, unido a un cuerpo sedente de casi cinco metros de envergadura, había clavado sus ojos en los míos mientras revoloteaba a escasos palmos de sus mejillas. —No se quede hasta muy tarde, rapaza. Manuel Mira, responsable de la seguridad de la catedral de Santiago de Compostela, me sacó del aturdimiento gritándome desde el piso inferior. Se había pasado la tarde husmeando cómo instalaba el equipo de escalada frente al severísimo Cristo en Majestad del pórtico de la Gloria, en la fachada más occidental del templo, y ahora que su turno terminaba, debía de sentir remordimientos por dejarme allí sola, a merced de cuerdas y ganchos que él no entendía. En realidad no tenía de qué preocuparse. Yo estaba en excelente forma física, contaba con experiencia sobrada en técnicas de montañismo y la alarma que monitorizaba esa parte de la catedral llevaba días chivándole que siempre dejaba mi andamio antes de la medianoche. —No es bueno que trabaje en un lugar tan solitario. El vigilante se lamentó en voz alta para que pudiera escucharle. —Ande, Manuel. No pienso dejarme la piel aquí —repliqué con una sonrisa, sin perder de vista lo que estaba a punto de hacer. —Usted verá, Julia. Si se cae o su arnés cede, nadie lo sabrá hasta mañana a las siete. Píenselo. —Me arriesgaré. Esto no es el Everest. Ya lo sabe. ¡Y siempre llevo encima mi teléfono móvil! —Lo sé, lo sé, claro que lo sé —rezongó—. Aun así, sea prudente. Buenas noches. Manuel, que tendría veinticinco o treinta años más que yo y era padre de una muchacha de mi edad, se atusó la gorra dándome por imposible. Sabía que, mientras estuviese suspendida a la altura de un segundo piso, enfundada en mi mono de trabajo blanco, con el casco serigrafiado con el logotipo de la Fundación Barrié de la Maza, gafas de plástico, una diadema de leds alrededor del cráneo y un tubo de nylon conectado por un extremo a una PDA y por otro a una aguja de aleación clavada bajo el costado derecho del Cristo, era mejor no llevarme la contraria. El mío era un trabajo que requería pulso de cirujano y una con-contracción absoluta. —Buenas noches —acepté, agradeciéndole su prudencia. —Y tenga cuidado con las ánimas —añadió sin pizca de humor—. Hoy es noche de difuntos y siempre merodean por aquí. Les gusta este sitio. Ni siquiera sonreí. Tenía en las manos un endoscopio de treinta mil euros diseñado en Suiza sólo para aquel trabajo. Los muertos, pese al recuerdo que acababa de tener, me quedaban algo lejos. O quizá no. Tras meses redactando informes sobre cómo conservar la obra maestra del románico, sabía que me encontraba a un paso de poder explicar el deterioro de uno de los conjuntos escultóricos más importantes del mundo. Un monumento que había conmovido a generaciones enteras, recordándoles que después de esta vida nos aguarda otra mejor. Qué importaba que fuera noche de difuntos. En el fondo era una coincidencia de lo más oportuna. Las imágenes que iba a analizar llevaban siglos recibiendo a los peregrinos del Camino de Santiago, la ruta religiosa más antigua y transitada de Europa, reavivando su fe y recordándoles que traspasar aquel umbral simbolizaba el final de su vida pecadora y el inicio de otra, más sublime. De ahí su nombre. Pórtico de la Gloria. Sus más de doscientas figuras eran, pues, auténticos inmortales. Un ejército ajeno al tiempo y a los miedos de los humanos. Y, sin embargo, desde el año 2000, una extraña enfermedad los estaba desvitalizando. Isaías y Daniel, por ejemplo, se exfoliaban, a la vez que algunos de los músicos que tañían sus instrumentos poco más arriba amenazaban con desplomarse si no se lo impedíamos. Ángeles trompetistas, personajes del Génesis, pecadores y ajusticiados mostraban también signos preocupantes de ennegrecimiento. Por no hablar de la imparable decoloración de todo el conjunto. Desde la época de las cruzadas ningún ser humano había examinado aquellas figuras tan de cerca ni tan a fondo como yo. La Fundación Barrié creía que estaban siendo atacadas por la humedad o por bacterias, pero yo no estaba tan segura. Por eso hacía horas extras cuando no había turistas mirándome ni peregrinos cuestionando que hubiéramos ocultado la obra maestra del Camino tras unos anda- míos casi opacos. Ni, claro, otros técnicos que pudieran cuestionar mis ideas. Aunque yo tenía una razón más. Una, a mi juicio, tan poderosa que no me había granjeado más que problemas. Yo era la única del equipo que había crecido cerca de allí, en un pueblo de la costa da Morte, y sabía —o para ser más precisa, intuía— que existían motivos menos mundanos que líquenes o ácidos para que la piedra se estuviese echando a perder. A diferencia de mis colegas, no dejaba que mi formación científica me impidiera considerar alternativas menos convencionales. Cada vez que me ponía seria con ellos y recurría a conceptos como telurismo, fuerzas de la tierra o radiaciones, se me echaban encima y se reían de mí. «No hay estudios críticos sobre eso», rezongaban. Por suerte, no estaba sola en mi empeño. El deán de la catedral me apoyaba. Era un anciano cascarrabias al que, a diferencia de los demás, yo adoraba. Todos lo llamaban padre Fornés. Yo prefería quedarme con su nombre de pila, Benigno. Supongo que me divertía lo mucho que contrastaba aquel nombre con su carácter. Fue él, de hecho, quien siempre me defendió ante la Fundación y quien me animó a seguir. «Tarde o temprano —decía—, los sacarás de su error.» «Algún día», pensaba yo. A eso de la una menos veinte, cuando llevaba ya un buen rato introduciendo el endoscopio en cada una de las nueve grietas cartografiadas por nuestro equipo, la PDA emitió tres pitidos agudos anunciando que ya estaba transmitiendo los primeros datos al ordenador que había instalado frente al pórtico. Suspiré aliviada. Si todo se desarrollaba como estaba previsto, al día siguiente la Universidad de Santiago procesaría mis datos en el Departamento de Mineralogía de la Facultad de Ciencias Geológicas y en cuestión de treinta y seis horas podríamos discutir los primeros resultados. Cansada pero expectante, me descolgué de mis correas para cerciorarme de que el envío de las lecturas del endoscopio se había realizado según lo previsto. No podía permitirme ningún error. El disco duro de cinco terabytes ronroneaba como un gato satisfecho llenando el recinto de un soniquete que me puso de buen humor. En su interior, en efecto, estaban terminando de acomodarse los perfiles micro topográficos de cada grieta, los análisis del espectrógrafo y hasta el archivo de vídeo que documentaba cada una de mis incursiones en la piedra. A simple vista todo parecía correcto, así que, con calma, y con la satisfacción del trabajo bien hecho, comencé a quitarme el equipo de protección y a recogerlo todo. Necesitaba darme una buena ducha, cenar algo caliente, hidratarme la piel y leer algo que me distrajera. Lo merecía. Pero el Destino juega siempre con ventaja, y justo esa noche me había preparado algo que no esperaba. Algo... tremendo. Fue al desconectar las potentes luces de mi corona y quitarme el casco cuando un movimiento inusual al fondo del templo me sobresaltó. Tuve la impresión de que, de repente, la atmósfera se había cargado de electricidad está- tica. La nave entera —con sus noventa y seis metros de largo y sus ciento dieciocho balcones ajimezados— pareció conmoverse por una «presencia». Mi cerebro trató de racionalizar aquello. En el fondo, sólo había creído ver un destello rápido. Una chispa fugaz. Silenciosa. Un brillo que emergió casi a ras del suelo, de apariencia inofensiva, y que pareció enfilar hacia el crucero, a unos diez o doce metros de donde me encontraba. «No estoy sola» fue mi primer pensamiento. Noté cómo el pulso se me aceleró. —¡Hola! ¿Hay alguien ahí? Sólo el eco recogió mis palabras. —¿Me oyen? ¿Hay alguien? ¡Hola...! ¡Hola! Silencio. Traté de conservar la calma. Conocía aquel lugar como la palma de la mano. Sabía hacia dónde correr en caso de necesidad. Además, disponía de un teléfono móvil y de las llaves de una de las puertas que daban a la plaza del Obradoiro. Era imposible que me pasara nada. Me dije entonces que quizá había sido víctima del contraste entre la zona iluminada del laboratorio, en el lado oeste, y la penumbra que envolvía el resto de la catedral. A veces los cambios de luz provocaban esa clase de malentendidos. Pero tampoco terminaba de convencerme. Aquello no había sido un reflejo en el sentido estricto del término. Ni un insecto. Ni tampoco el ascua de un cirio estrellándose contra la piedra. —¡Hola...! ¡Hola...! El silencio siguió siendo mi única respuesta. Al escrutar la nave me sentí como si estuviera asomándome a las fauces de una ballena colosal. Las luces de emergencia apenas servían para marcar los accesos a algunas capillas y no daban una idea de las dimensiones del monstruo. Sin iluminación eléctrica era difícil intuir dónde estaba el retablo central. Incluso el acceso a la cripta. Y los dorados del altar mayor o el rico busto de madera policroma del apóstol Santiago parecían haberse esfumado en la oscuridad. «¿Llamo al 112? —pensé mientras mi mano temblaba buscando el móvil en mi bolso —. ¿Y si es una estupidez?» «¿Y si es un alma en pena?» Deseché aquella última idea por absurda. Mi mente luchaba por no conceder al miedo ni un milímetro de ventaja. Y, sin embargo, mi corazón latía ya acelerado. Queriendo conjurar aquel cosquilleo, tomé mi anorak, el bolso y la corona de leds y me interné hacia donde había creído ver la luz. «Los fantasmas desaparecen en cuanto te enfrentas a ellos», me recordé. Y, temblando de miedo, enfilé la nave lateral derecha del templo en dirección al transepto, rezando para que allí no hubiera nadie. Para cuando lo alcancé, Dios te salve, María, giré con determinación hacia la puerta de Platerías, que a esa hora, claro, estaba ya cerrada. Entonces lo vi. De hecho, casi me di de bruces con él. Y, aun teniéndolo tan cerca, dudé. «¡Dios mío!» Era un tipo sin rostro, oculto tras una túnica negra, como de monje, que parecía hurgar en algo que acababa de depositar bajo el único monumento moderno de toda la catedral: una escultura de Jesús León Vázquez que representaba el campus stellae o camino de las estrellas. Gracias a Dios, su actitud era huraña, no agresiva, como si acabara de caerse dentro del templo y todavía no supiera muy bien dónde estaba. Sé que debí salir corriendo de allí y avisar a la policía, pero el instinto, o quizá que nuestras miradas se cruzaron en el último segundo, me empujó a hablarle. —¿Qué hace usted aquí? La pregunta me salió del alma. —¿No me ha oído? ¿Quién le ha dado permiso para estar en la catedral? El ladrón —pues, en definitiva, eso era lo que parecía— dejó lo que estaba haciendo sin alterarse por mi apremio. Oí cómo cerraba la cremallera de una bolsa de nylon al tiempo que se giraba hacia mí como si no le preocupara en absoluto que alguien lo hubiera descubierto. Es más: viéndolo ahora, casi estaba tentada de creer que se había agazapado allí para esperarme. Por desgracia, la escasa luz no me ayudó a identificarlo. Intuí que vestía unas mallas oscuras debajo del hábito y que era un tipo fuerte. Entonces dijo algo en un idioma que no reconocí y, a continuación, dio un paso al frente murmurando una pregunta que me desconcertó: —¿Ul-á Librez? —¿Cómo? El «monje» titubeó, tal vez meditando cómo precisar su pregunta. —¿Ul-ia Alibrez? Ante mi cara de perplejidad, reformuló una vez más sus palabras, haciéndolas tan comprensibles como desconcertantes. —¿Jul-ia Álvarez? ¿Es... usted? Fuera de la catedral llovía con ganas. Era el orballo. Esa precipitación típica del norte de España que, sin llamar la atención, va filtrándose hasta calarlo todo. Los adoquines de la plaza del Obradoiro estaban entre sus más célebres perjudicados y a esa hora eran incapaces de tragar más. Por eso, cuando una elegante berlina color burdeos atravesó la explanada más célebre de Galicia y se estacionó justo en la puerta del hostal de los Reyes Católicos, levantó una ola de agua que salpicó las paredes del establecimiento. Dentro, en recepción, el conserje de guardia echó un vistazo por la ventana que tenía más cerca y apagó el televisor. Llegaban sus últimos clientes. Solícito, puso el pie en la calle justo cuando las campanas de la catedral daban las doce. En ese momento, el conductor paró el motor de su Mercedes, apagó los faros y ajustó la hora de su reloj de pulsera como si aquello formara parte de un ritual. —Hemos llegado, cariño. Compostela. La mujer que estaba a su lado se desabrochó el cinturón y abrió la puerta. Se sintió aliviada al distinguir al recepcionista aproximándoseles con un enorme paraguas negro. —Buenas noches, señores —dijo en un inglés perfecto. El olor a tierra húmeda inundó el interior impecable del vehículo de alquiler—. Nos avisaron que llegarían tarde. —Excelente. —Los acompañaré al hotel. Nosotros nos ocuparemos de aparcar el coche y llevarles el equipaje a la habitación lo antes posible —sonrió—. En la suite les hemos dejado algo de fruta. La cocina está ya cerrada. El hombre echó un vistazo a la plaza vacía. Le gustaba la atmósfera que la piedra confería al lugar. Era increíble que un recinto como aquél reuniera en armonía una catedral de fachada barroca, el inmueble del siglo xv en el que estaba su suite y un palacio neoclásico como el que tenían enfrente. —Dígame una cosa, amigo —susurró cuando le entregó las llaves del Mercedes y un billete de diez euros—, ¿no han terminado aún la restauración del Pórtico de la Gloria? El conserje echó un vistazo fugaz a su fachada. Le fastidiaba que los andamios la afeasen de aquel modo, ahuyentando a turistas con clase como aquéllos. —Mucho me temo que no, señor —suspiró—. La prensa dice que ni los técnicos se ponen de acuerdo sobre el estado de conservación de la catedral. Seguramente tengamos obras para largo. —¿Usted cree? —El huésped sacudió la cabeza, incrédulo—. Entonces, ¿por qué hacen turnos de veinticuatro horas? El hombre dijo aquello al ver cómo las dos colosales ventanas que estaban sobre la puerta principal de la catedral, por debajo de la estatua del Apóstol peregrino, irradiaban una luz potente, anaranjada, que oscilaba en su interior con aspecto amenazador. Al conserje le mudó la cara. Aquello no parecían luces de obra. Titilaban y emitían unos destellos anaranjados que no presagiaban nada bueno. Debía llamar a la policía. Y enseguida. —¿Julia Álvarez? Tardé unos segundos en asumir que aquella especie de «monje» estaba pronunciando mi nombre. Era evidente que no hablaba español. Y tampoco parecía que supiese francés o inglés. Para colmo de males, mis primeros esfuerzos para comunicarme por signos con él no habían funcionado. Ignoro por qué. Llámese instinto. Pero por su actitud entre tímida y conforme deduje que aquel tipo se había extraviado y no pensaba hacerme ningún daño. No sería la primera vez que un peregrino se quedaba encerrado en la catedral. Algunos de los que venían de países lejanos no eran capaces de entender los carteles que informaban a los visitantes. De tarde en tarde, uno o dos se quedaban rezagados orando en la cripta ante las reliquias del Apóstol o en alguna de sus veinticinco capillas menores, y cuando querían darse cuenta los habían dejado atrapados en su interior, fuera del horario de visitas y sin posibilidad de salir o avisar a nadie... hasta que saltaban las alarmas. Sin embargo, había algo en aquel sujeto que no terminaba de comprender. Su proximidad resultaba mareante. Extraña. Y me inquietaba —no poco— que supiera mi nombre y lo repitiera cada vez que le hacía una pregunta. Cuando me atreví a enfocarlo con mis luces, descubrí a un varón alto, joven, de tez morena y mirada clara, de aspecto algo oriental, con un pequeño tatuaje en forma de serpiente bajo el ojo derecho y un gesto de infinita gravedad. Tendría más o menos mi estatura y era de complexión atlética. Diría que había algo marcial en su porte. Atractivo, incluso. —Lo siento. —Me encogí de hombros, mientras terminaba de examinarlo—. No puede estar aquí. Debe irse. Pero aquellas órdenes tampoco surtieron efecto alguno. —¿Julia Álvarez? —repitió por cuarta vez. Era una situación embarazosa. Sin perder la calma, traté de indicarle el camino hacia mi laboratorio y de ahí, con suerte, podría guiarlo hasta la calle. Señalé al suelo para que recogiera sus cosas y me siguiera, pero al parecer sólo logré ponerlo nervioso. —Vamos. Acompáñeme —dije tomándole del brazo. Fue un error. El joven se sacudió como si lo hubiera agredido y se aferró a su bolsa negra dando un grito. Algo que sonó a «¡Amrak!» y que me puso los pelos de punta. En ese momento me asaltó una duda temible. ¿Llevaba algún objeto robado en la bolsa? La perspectiva me aterró. ¿Algo valioso...? ¿Del tesoro de la catedral, tal vez? Y, en ese caso, ¿cómo se suponía que debía actuar? —Tranquilícese. Está bien —dije extrayendo el móvil del bolso y mostrándoselo—. Voy a pedir ayuda para que nos saquen de aquí. ¿Me comprende? El hombre contuvo la respiración. Parecía un animal acorralado. —¿Julia Álvarez...? —repitió. —No va a pasarle nada —lo ignoré—. Voy a marcar el número de emergencias... ¿Ve? Enseguida estará usted fuera de aquí. Pero al cabo de unos segundos, el maldito teléfono aún no había logrado establecer su conexión. Lo intenté una segunda vez. Y una tercera. Y en ninguna de las ocasiones obtuve resultado. Aquel tipo me observaba con rostro asustadizo, abrazado a su bolsa, pero al cuarto intento, y sin moverse de donde estaba, la dejó en el pavimento y la señaló para que me fijara en ella. —¿Qué es? —pregunté. Y el intruso, que por segunda vez dijo algo que no era mi nombre, sonrió antes de articular la respuesta más extemporánea que podía esperar. Otro nombre. Uno que, por cierto, conocía muy bien: —Martin Faber. A sólo unos metros de allí, dos vehículos de la policía local de Santiago, acompañados por una furgoneta de la Guardia Civil y una auto bomba para la extinción de incendios, entraban a toda velocidad en la Quintana dos Mortos. Habían ascendido por la calle Fonseca guiados por las indicaciones de otra patrulla que, en ese momento, vigilaba la evolución de las luces dentro de la catedral. Al parecer, habían recibido un aviso de fuego desde el hostal de los Reyes Católicos y el operativo de emergencia estaba desperezándose como un oso al que le costara salir de su letargo. —No parece fuego, inspector Figueiras —masculló el agente que llevaba un par de minutos frente a la puerta de Platerías, calándose hasta los huesos, sin perder de vista la cubierta del templo. El inspector, un tipo rudo endurecido en la lucha contra el narcotráfico en las rías gallegas, lo miró suspicaz. había pocas cosas que lo fastidiaran más que estar bajo un aguacero con las gafas llenas de salpicaduras. Su humor era de perros. —¿Y cómo ha llegado a esa conclusión, agente? —Llevo un rato apostado aquí, señor, y aún no he visto humo. Además —añadió confidente—, no huele a quemado. Y, como sabe, la catedral está llena de materiales combustibles. —¿Han avisado al obispado? Antonio Figueiras hizo aquella observación con fastidio. Odiaba tener que vérselas con la curia. —Sí, señor. Vienen de camino. Pero nos han advertido que los conservadores suelen hacer horas extras, y las luces podrían ser de ellos. ¿Quiere que entremos? Figueiras titubeó. Si su hombre tenía razón y no había otro indicio de fuego más que los brillos que se reflejaban de tarde en tarde en las ventanas, entrar por la fuerza sólo les traería problemas. «Comisario comunista profana la catedral de Santiago.» Casi podía ver los titulares de La Voz de Galicia del día siguiente. Por fortuna, antes de tomar su decisión, un tercer individuo vestido con uniforme azul ignífugo se les aproximó solícito. —¿Y bien? •—lo recibió Figueiras—. ¿Qué dicen los bomberos? —Su hombre tiene razón, inspector. No parece que sea un incendio. —El suboficial jefe de bomberos, un tipo resuelto, de cejas pobladas y mirada felina, compartió su diagnóstico con profesionalidad—. Las alarmas anti incendios no se han disparado, y las revisamos hace apenas un mes. —¿Entonces? —Seguramente se trata de un fallo en el suministro eléctrico. Desde hace media hora, la red de esta zona está sobrecargada. Aquella información lo intrigó. —¿Y por qué nadie me ha dicho nada de eso? —Pensé que lo habría deducido usted mismo —dijo el bombero, sin acritud, señalando a su alrededor—. La iluminación de la calle lleva un buen rato apagada, inspector. Sólo hay luz en los edificios que cuentan con un generador eléctrico de emergencia, y la catedral es uno de ellos. Antonio Figueiras se quitó las gafas para secarlas con una gamuza mientras farfullaba un improperio. Habían quedado en evidencia sus adormiladas dotes de observación. Entonces levantó la vista, se ajustó las lentes y vio que la plaza, en efecto, apenas se alumbraba por los focos de sus propios vehículos. No había ni una sola luz encendida en las casas vecinas, y sólo junto a la torre del reloj emergían esos desconcertantes destellos. Carecían de ritmo. Eran casi como relámpagos de una tormenta. —¿Un apagón general? —susurró. —Es lo más probable. Pese a la lluvia y la falta de visibilidad, Figueiras reconoció la silueta de un hombre enorme que caminaba a toda prisa hacia la puerta de Platerías y se detenía frente a su cerradura, como si pretendiera forzarla.

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