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Dios nació mujer PDF

404 Pages·2000·16.206 MB·Spanish
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La invención del concepto de Dios y la sumisión de la mujer: dos historias paralelas PEPE RODRÍGUEZ Dios nació mujer a r u t c e l e d o t n u p 5 ( O 1999, Pepe Rodríguez O 2000, de la edición de Ediciones B, $. A. O De esta edición: junio 2000, Suma de letras, 5. L. ISBN: 84-95501-69-4 Depósito legal: B. 25.409-2000 Impreso en España — Printed in Spain Diseño de colección: Ignacio Ballesteros Impreso por LITOGRAFÍA ROSÉS Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial. PEPE RODRÍGUEZ Dios nació mujer INTRODUCCIÓN La fascinante aventura de investigar las huellas de la creación del concepto de Dios Hace unos 30.000 años Dios aún no existía, pero la especie humana llevaba ya más de dos millones de años enfrentándose sola a su destino en un planeta inhóspito; sobreviviendo y muriendo en medio de la total indife- rencia del universo. Unos 90.000 años atrás, una parte de la humanidad de entonces comenzó a albergar espe- ranzas acerca de una hipotética supervivencia después de la muerte, pero la idea de la posible existencia de al- gún dios parece que fue aún algo desconocido hasta hace aproximadamente treinta milenios y, en cualquier caso, su imagen, funciones y características fueron las de una mujer todopoderosa. La concepción de un dios masculino creador/controlador —tal como es imagina- do aún por la humanidad actual— no comenzó a forma- lizarse hasta el III milenio a.C. y no pudo implantarse definitivamente hasta el milenio siguiente. Santo Tomás de Aquino, en su Summa contra Genti- les, afirmó que «Dios está muy por encima de todo lo que el hombre pueda pensar de Dios». La frase, a pesar de su aparente profundidad, transmite un vacío desola- dor. ¿Por qué no decir, por ejemplo, que la razón está muy por encima de todo lo que el hombre —en especial si es teólogo— pueda pensar de la razón? El universo entero también está muy por encima de nuestras cabe- zas y de los conocimientos que tenemos el común de la 5 gente, pero sin embargo la ciencia, a base de pensar que no hay nada tan lejano que no pueda ser investigado, ha acumulado datos y certezas que sobrepasan años-luz cuanta sabiduría fue capaz de atesorar el gran santo To- más. Quizá Dios, efectivamente, esté demasiado alto para nuestros limitados razonamientos, pero antes de dar la tarea por imposible deberemos reflexionar, al me- nos, sobre si puede haber o no alguien ahí arriba (o don- de sea que pueda residir un ser divino). La madeja no será fácil de devanar, pero en el intento residirá la re- compensa. A pesar de que «Dios» es un concepto de reciente aparición dentro del proceso evolutivo de nuestra cultu- ra, su fuerza innegable ha incidido sobre el ser humano de tal manera que éste ya nunca ha podido sustraerse al poderoso influjo que irradia la idea de su existencia, de la de cualquier dios, eso es de algún ser supremo dotado de capacidad para regir todos los elementos del univer- so material e inmaterial y, aspecto fundamental, anima- do de una personalidad tal que permite que su voluntad inapelable pueda ser alterada en favor de los intereses humanos, mediante la negociación y el pacto, cuando la ocasión resulta propicia. El concepto de «Dios» resulta tan fundamental para nuestra existencia reciente sobre este planeta, que la mera presunción de su realidad —gobernada a través de las instituciones religiosas— ha focalizado y dirigido la formación de las culturas, ha cambiado radicalmente las pautas individuales y colectivas de las relaciones hu- manas y ha llevado a alterar profundamente el equili- brio ecológico en cada uno de los hábitats conquistados por el Homo religiosus. Basta con la sola evocación de Dios para que en cualquier grupo humano se encastillen posturas, se desborde la emocionalidad y, en definitiva, 6 se produzca una clara división en dos bandos o visiones de la vida irreconciliables: la postura creyente y la no creyente. En el nombre de Dios, de cualquier dios, se han hecho, hacen y harán las más gloriosas heroicida- des, pero también las fechorías y masacres más atroces y execrables. El mundo que conocemos ha sido modelado por Dios, sin duda alguna, pero la cuestión fundamental ra- dica en saber si la obra es atribuible a un dios que existe y actúa mediante actos de su voluntad consciente, o a un dios conceptual que sólo adquiere realidad en el hecho cultural de ser el destinatario mudo de las necesidades y deseos humanos. Del primer tipo de dios se ocupan las religiones y, según ellas, no admite discusión ni precisa de pruebas. Existe porque existe, y todo, absolutamente todo, prue- ba su existencia, incluso el mismo hecho de poder dudar de ella. Dios es el origen y el fin de todo cuanto se pue- da conocer o imaginar; por tanto, nada hay ni puede haber fuera de él. Las religiones parten de una posición viciada en origen al invertir la carga de la prueba, es de- cir, que no demuestran fehacientemente aquello que afirman —la existencia de Dios— y, de modo implícito —cuando no bien explícito—, descargan la responsabi- lidad probatoria en quienes defienden la inexistencia de cualquier divinidad. En este caso, la propia sustancia de lo que se discute lleva necesariamente al absurdo desde el punto de vista lógico y racional: unos creen porque sí («tienen fe») y otros niegan también porque sí («son ateos»). Del segundo tipo de dios, en cambio, se ocupan la historia, arqueología, psicología, antropología y demás disciplinas científicas que intentan abarcar y compren- der la variada gama de comportamientos humanos que > conforman eso que hemos dado en llamar cultura o civi- lización. De este tipo de dios conceptual sí que existen innumerables pruebas materiales que permiten abordar su análisis y discusión. Los formidables indicios acumu- lados sobre este tipo de dios le identifican con el prime- ro —el dios creador/controlador de destinos cuya exis- tencia se presume real—, pero, a diferencia de éste, su rastro puede seguirse hasta los mismísimos albores de su nacimiento entre los hombres. ¿Puede un dios eterno, principio y fin de todo, crea- dor del ser humano, haber querido permanecer oculto a los ojos de los hombres hasta hace apenas unos pocos mi- les de años? ¿Puede ese dios haber querido privar cons- cientemente a sus criaturas, durante cientos de miles de años, de las normas que hoy se proclaman fundamentales y de los ritos indispensables para la «salvación eterna»? ¿Cómo y cuándo se manifestó Dios por primera vez? ¿Por qué se dio a conocer a través de tantas y tan diferen- tes personalidades y creencias...? Quizá Dios se haya limitado a comportarse como un deus otiosus (dios ocioso), tal como lo describen las más importantes religiones autóctonas de África, que creen que el Ser Supremo vive apartado de todos los asuntos humanos. Los akans, por ejemplo, creen que Nyame, el dios creador, huyó del mundo debido al te- rrible ruido que hacen las mujeres cuando baten ñames para hacer puré. Si de justificar su pertinaz ausencia se trata, es muy probable que Dios pudiese encontrar en nuestro mundo actual miles de razones aún más pode- rosas y graves que las esgrimidas por los akans. Eso po- dría explicar que tengamos un planeta hecho unos zorros y Dios permanezca insensible a los ruegos huma- nos: no es que Dios no exista, es que no está; se limitó a crearnos y nos abandonó a nuestra suerte. Quién sabe. 8

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