Christine Taylor Días de Odio, Días de Amor Para Richard. ÍNDICE Capítulo 1 Capítulo 2 Capítulo 3 Capítulo 4 Capítulo 5 Capítulo 6 Capítulo 7 Capítulo 8 Capítulo 9 Capítulo 10 Capítulo 11 Capítulo 12 Capítulo 13 Capítulo 14 Capítulo 15 Capítulo 16 Capítulo 17 RESEÑA BIBLIOGRÁFICA Capítulo 1 En el umbroso portal de piedra de un viejo edificio de la década de 1930, en Wardour Street -calle que aún sigue siendo el centro de la industria cinematográfica de Londres-, apareció una joven alta y esbelta, que lucía un oscuro vestido de seda, y levantó la vista hacia el cielo. La lluvia que caía incesantemente cuando llegó al cine de preestreno al anochecer, ahora se había convertido en una fina llovizna. Ella salió y comenzó a caminar con paso vivo por las bulliciosas calles mojadas. Una magnífica noche londinense, en el Soho después de la lluvia. De los clubes y restaurantes llegaban oleadas de música más o menos estridente, y el aire era fresco, húmedo; las angostas aceras estaban abarrotadas de gente. La joven se abría paso con decisión, o bien saltaba a la calzada para no detenerse detrás de algún grupo que avanzaba con lentitud, haciendo caso omiso de las cabezas que, a su paso, se volvían para mirarla. Respiraba gozosa y profundamente, como si acabara de pasar una prueba penosa, y le dominaba una excitación que parecía tornarse tangible para las personas con quienes se cruzaba. Llevaba un vestido largo de seda, azul oscuro, y sostenía descuidadamente una superflua chaqueta sobre el hombro. Se llamaba Cassie Fontaine. Su nombre de pila era Cassandra, en honor a una vieja tía francesa de su padre, que supuestamente había llevado una vida secreta muy interesante, pero sólo figuraba con ese nombre en los títulos de las películas. Hasta su madre, que en general desaprobaba la informalidad, la llamaba siempre Cassie. Cassie tenía veintiún años, era actriz de cine y virtualmente una desconocida. Más que bonita era llamativa, alta, con una gracia tan espontánea y sin afectación en sus movimientos que resultaba singularmente atractiva. Era lo suficientemente joven como para que sus ambiciones se caracterizaran a veces por su gran ingenuidad y, en otros casos, casi por un afán desmedido, y ello se reflejaba en su rostro que, con su ductilidad de actriz, podía transformarse bajo el impulso de un pensamiento o de un estado de ánimo hasta convertirse en la cara más alegre de la reunión, o en la más triste. Lo más notable en ella era el cabello, de un bello castaño oscuro, ligeramente ondulado, espeso y brillante; y sus ojos, bajo unas cejas bien dibujadas, se destacaban como una sombra grisazulada, evasiva y cambiante. Hasta el momento, su carrera se componía de pequeñas actuaciones como actriz de reparto en películas y series televisivas, y buena parte del arduo trabajo la había obligado a refrenar su fuerte temperamento para adaptarse al breve papel - que le ofrecían por enésima vez-de la secretaria o la hija bonita o la amiga de alguien, que se moría de amor. En esos papeles se mostraba extremadamente recatada, sin dejar traslucir rasgo alguno de su inquieta personalidad ni el agudo sentido del humor que la fortalecía para soportar los duros golpes de la profesión. Cassie había crecido en el ambiente de la industria cinematográfica, y los profesores de la escuela de arte dramático y su madre le habían enseñado cómo ejercer el sutil control que se requiere para los primeros planos. Pero esa noche, mientras recorría las calles mojadas del Soho, había una vivacidad en ella, que se resistía a ser dominada, y que se manifestaba a través del brillo de sus ojos y la agilidad de su paso. Se detuvo al llegar a un cruce y, de pie en la esquina, se dio cuenta de que había caminado hasta el final de la Shaftesbury Avenue. Cogió con más fuerza el bolso. Esperaría a que pasara un taxi y se tomaría unos minutos para recobrar el aliento. Pensó en la colmada sala del pequeño cine de preestreno. Había percibido algunas expresiones de asombro y de desaprobación cuando ella se marchó antes de que terminara la proyección de la película. Pero, al fin y al cabo, ¿a quién le importaba? Si todo salía esa noche según lo planeado, tendrían otras cosas más jugosas sobre las que chismorrear que el mero hecho de haber abandonado la sala en mitad de la proyección. ¡Vaya, como si no fuera una estrella! Una maliciosa sonrisa se dibujó en sus labios ante ese pensamiento. Una estrella, en efecto. ¡Qué ilusa! Pero -y en ese momento no pudo evitar que naciera en ella una esperanza- ¿no cabía pensar que a partir de esa noche un papel protagonista dejaría de ser algo lejano e imposible de alcanzar? El filme se llamaba Ocho días, y le había brindado una posibilidad entre un millón. Le habían adjudicado uno de esos raros y excelentes papeles secundarios que le pemitió explorar toda la gama de matices expresivos; era esa clase de papel por el que cualquier actriz joven habría dado un ojo de la cara, y mucho más. Felizmente, gracias a los tejemanejes de su madre y al hecho de que el director, Lewis Johns, había sido amigo de su difunto padre, Cassie no tuvo que mostrarse tan generosa. Se daba cuenta de que conseguir aquel papel había sido un golpe de suerte, pero también sabía que su actuación había estado a la altura de la confianza depositada en ella, y compensado con creces el riesgo que Lewis había corrido al incluir a una desconocida en el reparto. Tuvo la certeza de ello al observarse a sí misma con ojos críticos en la pantalla. La trama giraba en torno a una pareja que se divorciaba, pero se le había dado un enfoque humorístico que atemperaba los aspectos dramáticos subyacentes en el tema. El estreno general estaba previsto para el fin de semana, y ya las opiniones eran favorables. Sin embargo, abandonar la sala durante la escena cumbre de la actriz principal, cuando la de ella, mucho menos importante, ya había concluido, había sido una imprudencia, un acto osado que ahora empezaba a ver bajo una nueva luz. Melia Stone, la esposa del productor, y la acompañante impuesta por su madre a pesar de la presencia de un amigo tan íntimo como Lewis, se había vuelto hacia ella sorprendida. –¿Estás loca? – había musitado al ver que Cassie, en el asiento de al lado, cogía el bolso y la chaqueta al tiempo que echaba una rápida mirada a la salida de la parte posterior de la platea-. ¿Ahora que Margo está dando todo de sí? Te van a despellejar. –No puedo seguir aquí sentada ni un minuto más -replicó Cassie en voz baja, pero categórica. Era cierto: si seguía conteniéndose durante media hora más, estallaría -. Me adelantaré hasta el sitio donde tendrá lugar la recepción. –¡No seas absurda! No habrá nadie allí. ¿Y qué me dices de la gente que querrá conocerte? ¿Olvidas que hay personas muy importantes en la sala esta noche? Hizo un gesto indicando el otro lado de la pequeña platea, y Cassie comprendió perfectamente a qué personas se refería. Meneó la cabeza con impaciencia. –Las veré en la fiesta. A todas. Todo el mundo estará allí. –¡Hum! – Melia arqueó una de sus finas cejas-. Se supone que debo cuidarte…, y además las pobres y esperanzadas desconocidas no andan escabullándose durante un preestreno cuando su futuro está en juego. –Lo sé. – Los ojos de Cassie brillaron picaramente -. Permanecen sentadas y sonríen dulcemente, y hacen lo que se les dice, pero tú sabrás encontrar una excusa, ¿verdad, Meely? Di que tenía jaqueca. Di que estaba agobiada por la emoción. Estoy agobiada…, mírame. Su cara adoptó una trágica expresión, y Melia tuvo que contener la risa. Durante la filmación de Ocho días, Melia le había tomado afecto a Cassie, y en particular le encantaba su espontaneidad cuando se liberaba de la influencia enervante, a juicio de Melia, de su madre. –De acuerdo. Pero sea lo que fuere lo que te propones hacer, yo no quiero saberlo. Por toda respuesta, Cassie le estrechó la mano con agradecimiento, salió de la fila y subió por el pasillo, eludiendo las miradas que la seguían, avergonzada tan sólo al presentir que Lewis la estaba observando, pues, en definitiva, él le había brindado aquella oportunidad y, como todo el mundo sabía, últimamente no se había sentido bien. Al llegar al extremo del pasillo, su mirada se encontró de frente con un par de ojos oscuros y curiosos que obviamente estaban siguiendo sus movimientos. Trató de sobornar al desconocido con una encantadora sonrisa, que solía surtir efecto en situaciones difíciles, pero entonces, se dio cuenta de que no era un desconocido después de todo, y la sonrisa se desvaneció para dar lugar a un fruncimiento de cejas. El hombre sonrió burlón. Estaba cómodamente repantigado en una butaca de la última fila; tenía el pelo negro y entornaba los ojos con expresión socarrona. Su rostro era enjuto y las huellas de la disipación lo tornaban muy interesante. Por su manera de vestir se diferenciaba de los demás hombres de la sala: llevaba con negligencia y tosca