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Cristina En El Desierto Cronica De Una Tortura Argentina PDF

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Indice Prólogo – Cristina... el desierto Un partido para el cambio de modelo Igualdad no es igualitarismo A Jorge Lanata: No, Jorge. No es así. -Lo que le dijimos a la gente, allá en octubre...” Aerolíneas y el cinismo K Desacoplados Gatopardo metrosexual Condenados a languidecer El ojo de la tormenta Las calificadoras de riesgo, ¿también destituyentes? Hacia el reordenamiento político Ni se les ocurra Pagar deudas está bien ¿Vuelve el radicalismo? Terminen con ese engendro Alto cinismo en tres dimensiones Burbujas que se “derrumban” Lo que viene El gobierno y los “modelos” Calidad institucional El gran robo El irresistible atractivo de “transferir” El día después El mensaje radical Recuperar institucionalidad, crear instituciones Connotaciones Anuncio presidencial La renuncia de Cobos ¿Otra vez la Escribanía? Por Dios, señora, ¿en qué mundo vivía?... Frente a la tierra arrasada, consenso democrático El eclipse de la ley La socialdemocracia y el Falcon Estatizar el juego de azar Hilda Molina y Cristina Kirchner La alegría de Cristina -Éstos no son los gallegos. Éstos son Obama...” Por la gracia de Dios... Heladeras baratas Una constelación se oculta. Otras asoman. Garrido y la banalización del mal A manera de prólogo Cristina... el desierto Al momento de escribir estas líneas, más de un año lleva ya la gestión de Cristina Fernández de Kirchner al frente del gobierno nacional. La anterior recopilación, correspondiente a los primeros seis meses de su gestión, fue realizada al culminar el conflicto desatado en marzo de 2008 y que se prolongó por varios meses a raíz de la pretensión de la administración peronista por ella encabezada de fijar un techo a la rentabilidad de los productores agropecuarios en cifras que oscilaban entre el 5 y el 10 % de su ganancia real -el resto, pasaría a ser confiscado y administrado por el gobierno nacional a través del mecanismo de las “retenciones móviles”-. La conmoción social que provocó esta iniciativa, justificada en argumentos puramente ideológicos, generó el derrumbe en el apoyo popular a la gestión presidencial. Del 60 % de apoyo que exibía antes de comenzar el conflicto, retrocedió hasta el 20 % al finalizar, estabilizándose en poco más de esa cifra a partir de agosto del año 2008. El gobierno no logró recuperar la templanza ni atinó a corregir una visión tan aislada de la realidad nacional. Por el contrario, prefirió caminar en el desierto y profundizó ese enfoque, decidiendo una nueva medida confiscatoria consistente en la apropiación de los ahorros previsionales privados. Nueve millones de ahorristas previsionales sufrieron esta confiscación, con repercusión inexorable en sus patrimonios y futuras pasividades. Virtualmente fueron condenados a la jubilación mínima todos quienes habían aportado, con el respaldo de la ley vigente, para mejorar su situación al momento de jubilarse. En este caso, fue acompañado por una mayoría legislativa que incluyó no sólo al bloque peronista, sino insólitamente a legisladores que habían llegado a sus bancas en la boleta sábana de la Coalición Cívica -liderada por Elisa Carrió, fuerte opositora a la medida- y por la bancada socialista, en una inexplicable actitud que fue vista por analistas políticos y periodistas del momento como la contrapartida -no confirmadas por los hechos- de fondos públicos que la administración kirchnerista entregaría a la provincia de Santa Fe para la realización de obras, pero dejando un baldón de muy difícil reversión para la imagen del otrora incorruptible Partido Socialista. El mundo, mientras tanto, ingresaba en la aceleración de la crisis global que ya se inisinuaba en meses anteriores. El resultado con más fuerte incidencia para el país de esta aceleración fue el derrumbe del precio de los productos de exportación agropecuarios, prácticamente a la mitad. La bonanza externa que había permitido la dinamización de la economía argentina entre 2003 y 2007, finalizó abruptamente. El superávit comercial comenzó su abrupta caída, al igual que el superávit fiscal, mientras comenzó a crecer el desempleo y a paralizarse la economía. Si en agosto del 2008 decíamos que en las condiciones en que había terminado el conflicto entre el gobierno nacional y los productores agropecuarios hacía sentir que faltaban tres siglos y medio para el fin del gobierno de Cristina Kirchner, al comenzar su primer año de gestión está muy claro que, sea cual fuere su duración, no habrá hecho nada por cambiar el rumbo de la decadencia nacional, centrada en el deterioro de su educación, el desmantelamiento de la defensa, la bastardización del parlamento, la subordinación de la justicia al poder, la desaparición del federalismo, el crecimiento de la pobreza y la miseria, el aislamiento internacional, una patética desjerarquización del poder convertido en una asociación ilícita para beneficios personales y el pretendido lucimiento internacional de la presidenta, sin límites de recato, buen gusto o austeridad republicana. Poco bueno queda -si algo hubiera-, y por el contrario se incrementaron los vicios más condenables de la política argentina, asentados en una estructura groseramente clientelar, prebendaria y corrupta propia del populismo más crudo. La Argentina dejó de ser vista por la opinión pública mundial como el país de San Martín y de Sarmiento. Abandonó los lauros ancestrales de la patria de la república y la educación. Convertida en el hazmerreír de la comunidad internacional y los propios vecinos, ha llegado a ser objeto de burla entre sus propios ciudadanos. “Cristina... el desierto” es un aporte a la crónica, una ayuda a la memoria, una protesta angustiada contra una realidad impropia de nuestros próceres y un llamado a la reacción para llegar al segundo centenario con una perspectiva diferente. No se busque en este trabajo objetividad, porque no la hay. Tampoco hay mentiras. Sí existe el propósito de exponer una visión del país compartida por muchos argentinos que sienten la patria en sus entrañas y aún se indignan al percibir cómo en un país dotado como el nuestro en bienes materiales y en gente de altas calidades, mueren de hambre veinte niños por día en “el mejor período económico de nuestra historia” (Cristina “dixit”). Buenos Aires, marzo de 2009 Indice Un partido para el cambio de modelo Las repetidas alusiones de la presidenta sobre las diferencias entre su “modelo” y el que presumiblemente defendería el campo la han llevado a insistir, en los últimos tiempos, en una nueva cantinela que comienza a ser reiterativa: la de instarlos a formar un partido político con ese fin. El razonamiento de la señora presidenta, sin embargo, enfoca la cuestión en forma equivocada. No se ha leído en ningún reclamo del campo un pedido de “cambio de modelo”, si por tal entendemos el establecido por las normas constitucionales que nos rigen. Y por el contrario, la sospecha más grande es que, quien quiere un cambio de “modelo” sin tener legitimidad para hacerlo, es la propia presidenta. “¿Cómo es eso?!, increparía seguramente ella de inmediato. “¡si nosotros ganamos las elecciones!...” Exacto. Ganaron las elecciones. Eso significa que compitieron por la administración del país en el marco establecido por la Constitución y las leyes. En su propuesta electoral en ningún momento reclamaron un “cambio de modelo”, y al asumir, juró “por Dios, la Patria y ante los Santos Evangelios” respetar y hacer respetar sus normas. Entre esas normas, existe una que establece el procedimiento para su propia reforma: ella debe conocerlas, no sólo porque es abogada sino porque fue integrante de la Convención Reformadora de 1994. Volvamos al razonamiento: la resolución de las retenciones, que tanto ruido ha hecho en los últimos tiempos, no tiene fundamento constitucional, es decir, fue dictada al margen del “modelo” de la Constitución. Esto, al parecer, no le interesa demasiado a muchos legisladores, ni siquiera a muchos gobernadores. Sin embargo, no forma parte de un acuerdo que deba gestarse entre los funcionarios, cualquiera sea su lugar en el organigrama público, porque no se trata de distribución de competencias entre ellos sino algo más trascendente: afecta al contrato fundamental entre el poder y los ciudadanos. En nuestro sistema político, la base del poder es cada ciudadano. Todos los argentinos que ostenten esta categoría, en conjunto, forman “el pueblo”. Ese “pueblo”, por su ley fundamental, delega parcelas de su libertad originaria –“todos los hombres nacen libres e iguales...”- en el poder, bajo las condiciones que se establecen en la Constitución. Todas sus demás potestades y derechos quedan reservados por sus titulares originarios –los ciudadanos, como células básicas, y el “pueblo”, como entidad política que los abarca a todos-, por el artículo 32 de la Constitución. Si el poder avanza sobre los derechos de los ciudadanos, se rompe el contrato constitucional, se rompe el “modelo”, como le gustaría decir a la señora presidenta. Los hombres de campo –y quienes los han acompañado en sus reclamos en estos meses- no están pidiendo que se cambie ese modelo. Por el contrario, su reclamo ha sido muy claro: quieren que se lo respete. Y, al contrario, quien ha pretendido cambiar el “modelo” sin tener facultades legítimas para hacerlo, es la propia señora presidenta, a quien cabría reclamarle que, si realmente quiere cambiar el modelo vigente, que presente el proyecto de reforma constitucional estableciendo otras bases, las que integran su propuesta. Podrá así, por ejemplo, proponer reformas que anulen la prohibición de la confiscatoriedad, pongan mayores límites al derecho de propiedad, reduzcan las facultades del Congreso y las transfirieran al Ejecutivo, dispongan que los Jueces no tienen independencia ni estabilidad cuando pierden la confianza del poder, limiten la libertad de prensa, concentren la capacidad de disposición de recursos en el poder ejecutivo nacional con el correlativo vaciamiento del federalismo, y hasta deroguen la imputabilidad de los funcionarios en casos corrupción, entre otras cosas. Si los ciudadanos –y el “pueblo”- votan esas reformas, la señora presidenta tendrá legitimidad para seguir haciendo lo que hace, y –entonces sí- los hombres del campo y quienes los acompañan deberían formar una fuerza política para volver al “modelo” cuya vigencia efectiva hoy reclaman. Porque el que está vigente por la Constitución, no es el que se está aplicando por la presidenta. No es, entonces, el campo, el que tiene hoy que formar un partido para cambiar un modelo con el que está conforme. Es la presidenta, que pretende cambiar ese “modelo” sin tener facultades para hacerlo, la que en todo caso debe hacerlo. Entonces, señora presidenta: si quiere cambiar su modelo, pues forme usted un partido político, o utilice el que ya tiene, proponga su proyecto al Congreso, y si obtiene los 2/3 de cada Cámara, convoque a una Convención Constituyente para hacerlo. Si no, limítese a lo que son sus facultades. Gobierne según las normas de la ley. Y respete a los ciudadanos, que son sus mandantes y no sus súbditos, cuando éstos, en legítima defensa de sus derechos, le piden – aún teniendo derecho a exigirlo- que cumpla usted con la Constitución que juró respetar. Indice -Igualdad no es igualitarismo... “Igualdad no es igualitarismo. Éste, en última instancia, es también una forma de explotación: la del buen trabajador por el que no lo es, o pero aún, por el vago”. ¿Quién puede ser el autor de esta frase? ¿algún dirigente ruralista cercano a la “oligarquía”? ¿algún político “neoliberal”, alejado de los intereses “nacionales y populares”? ¿algún “ricachón” al que no le interesa la “redistribución del ingreso”? Sorpréndase: lo acaba de proclamar Raúl Castro, presidente de Cuba, al anunciar el incremento de la edad de jubilación en cinco años (a los 65 años, en lugar de 60) y el comienzo de una etapa “realista” que elimine los subsidios excesivos y sea económicamente sostenible. De ahí a caer en la excomunión por el santuario progresista hay apenas un paso. No sería de sorprender que en pocos días más, la inefable Hebe –la de las docenas de cheques sin fondos que no investiga ningún fiscal- nos sorprenda con su descalificación total al líder cubano, que se ha atrevido a tener un intervalo lúcido de sentido común. Es probable que lo acuse de “vendido al oro del imperio”. Desde estas columnas, hace un par de meses, expresábamos un concepto similar, al separar claramente al socialismo del populismo. Y es oportuno, ante la violenta intención de apropiación del trabajo y la propiedad ajena en la que está empeñado el kirchnerismo, volver sobre el tema. Populismo no es lo mismo que socialismo. Este último, subproducto potente de la modernidad, supone la creciente socialización de los medios de producción. En ese proceso y mientras ello no ocurra, la “plusvalía”, riqueza que –en la cosmogonía marxista- el trabajador genera para el capitalista, es limitada por leyes comerciales, sociales, salariales e impositivas originadas muchas veces en reclamos socialistas en el marco del estado de derecho, apoyado en la soberanía popular por los procedimientos y límites acordados en la Constitución. De esta forma, la naturaleza “expoliadora” del capitalista vuelve a revertirse hacia quienes generan esa riqueza con su trabajo. Es el mecanismo virtuoso que, por encima de las sofistificaciones ideológicas, han adoptado las sociedades democráticas, y más profundamente las capitalistas exitosas, generando un entramado de formas mixtas de propiedad que incluyen en muchos casos la copropiedad accionaria por los propios trabajadores. El populismo, por el contrario, no asume la responsabilidad de generar riqueza, sino que recurre a la más directa forma medioeval de la apropiación lisa y llana de la riqueza ajena. No es moderno, es pre- moderno. No le interesa crear bienes y servicios, sino apropiarse de los generados por otros. La ética del socialismo es la libertad y la justicia. La ética del populismo es la del relativimo moral. Los socialistas son revolucionarios, y en tanto tales, reivindican el dialéctico avance de la humanidad, en escalones sucesivos, hacia un mundo más perfecto. Los populistas son esencialmente rapaces (algunos dirían directamente ladrones) y no reivindican ningún avance social coherente que trascienda el momento. Los socialistas apoyan su construcción teórica en el trabajo creador, acción suprema de la dignidad humana. Los populistas, en su rapiña para financiar el ocio, la conformacion de fuerzas de choque o la construcción de un poder clientelar sin virtudes democráticas. O –como lo sugiere Raúl Castro- en explotar a los que efectivamente trabajan. El capitalismo y el socialismo conviven en la modernidad, que les provee de instrumentos de mediación para procesar sus conflictos y acordar equilibrios transitorios, siempre dinámicos. El populismo, por el contrario, odia a la modernidad, a la limitación al puro poder que implica respetar las leyes, la igualdad de todos ante el orden jurídico, la división de los poderes, la libertad de expresión, de conciencia y de prensa, y la opinión diferente. Por eso los socialistas más lúcidos apoyan la lucha del campo, generador de riqueza social, de fuentes de trabajo y de progreso económico que beneficia a todos, mientras que los populistas adoptan la rapaz intención kirchnerista de manotear groseramente los ingresos ajenos sin importarle las consecuencias. No existe ninguna contradicción en el apoyo de Castells y Toti Flores al reclamo del campo, y en el alineamiento desmatizado de los funcionarios D’Elía, Pérsico y Cevallos con la rapiña “K”. La modernidad no admite faltarle el respeto al ciudadano, que es su creación intelectual y su razón de ser. Para el populismo, el ciudadano es una entelequia molesta para lograr su cometido, una creación extranjerizante que con gusto desterraría hasta del lenguaje. Por eso la mayoría “ciudadana” apoya al campo, y la minoría populista se indigna con su resistencia a entregarles tranquilament el “botín”. En el fondo del drama argentino está la impregnación populista de su discurso y su praxis política. Los “K”, con sus incoherencias discursivas y angurria desbordada han llegado a un nivel orgiástico, aunque no sean los únicos. Se apoyan en un sistema de creencias conspirativas, análisis rudimentarios, maniqueísmos arcaicos, complejos de inferioridad y predisposición a la violencia –normalmente verbal, aunque en ocasiones con dramáticas consecuencias, como los golpes de Estado, las policías bravas, la masacre de Ezeiza, los atentados terroristas de los 70 y la represión ilegal que los siguió- de alcance más general, que ha impedido la entrada de la Argentina al mundo moderno. Sin embargo, estos meses han hecho avanzar la conciencia de la sociedad sobre sus derechos, los límites del poder, la autonomía de los ciudadanos y la defensa de sus libertades más que cualquier otro momento desde la recuperación democrática. Por eso cabe el optimismo. La Argentina que viene, terminada la pesadilla “K”, será –en gran medida, gracias al campo-, democrática y solidaria, respetuosa de la ley y homologable ante el mundo, preocupada de sus problemas e inequidades y alejada de los discursos grandilocuentes –pero vacíos- pronunciados en tono admonitorio con el dedito levantado. Será la Argentina moderna del crecimiento económico, la integración al mundo, el progreso social y el avance tecnológico. Pero por sobre todo, será la Argentina que habrá retomado la base moral de su ley fundamental: la igualdad ante la ley, para la que nadie vale más que nadie. Aunque grite fuerte, amenace periodistas, siembre miedo o convoque a la violencia. Indice

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