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Como Vivimos Ahora PDF

20 Pages·2016·0.33 MB·Spanish
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Cómo vivimos ahora Susan Sontag Traducción: Barbara McShane y Javier Alfada Susan Sontag, es —según se ha dicho— una intelectual europea nacida en Estados Unidos. Brillante ensayista, se hizo mundialmente célebre en la década de los sesenta con su libro de análisis Contra la Interpretación, en el que daba una nueva visión de la literatura y el cine. Viaje a Hanoi demostró su faceta de reportera y ha hecho varias incursiones en el mundo del cine, con Duelo para caníbales y Hermano Carl, dos películas sobre formas de locura; Tierras prometidas, documental sobre los palestinos, y Excursión sin guía, basada en su libro Yo, etcétera. En su discontinua carrera como novelista destacan El benefactor y Estuche de muerte. La enfermedad y sus metáforas fue un crudo relato de su experiencia como afectada de cáncer. A 1 principio, sólo perdía peso, sólo se sentía un poco mal, dijo Max a Ellen; pero no pidió hora a su médico, según Greg, porque pudo seguir trabajando más o menos al mismo ritmo; pero dejó de fumar, observó Tanya, lo cual indica que tenía miedo; pero también que quería, más de lo que se daba cuenta, estar sano, o más sano, o tal vez únicamente engordar unos cuantos kilos, dijo Orson; pero él le dijo, prosiguió Tanya, que creyó que iba a subirse por las paredes (¿no es lo que dice la gente?), y descubrió, para su sorpresa, que no echaba de menos los cigarrillos en absoluto y que por primera vez en años tenía la deliciosa sensación de que sus pulmones no le dolían. Pero su médico era bueno, quiso saber Stephen, porque hubiera sido una locura no hacerse una revisión médica una vez pasados los apuros y ya de regreso del congreso en Helsinki, aunque por entonces ya se sintiera mejor. Y él le dijo a Frank que iría, aunque sentía miedo, como le confesó a Jan; pero quién no sentiría miedo ahora, aunque, por extraño que parezca, no se había preocupado hasta hacía poco, como le reveló a Quentin, porque fue sólo en los últimos seis meses cuando sintió el sabor metálico del pánico en su boca; porque estar gravemente enfermo era algo que le ocurría a los demás, un engaño normal, le dijo a Paolo, si tienes 38 años y no has estado nunca gravemente enfermo; Jan confirmó que él no era un hipocondriaco. Por supuesto que era difícil no preocuparse, todo el mundo estaba preocupado; pero no se debe caer en el pánico, porque, como señaló Max a Quentin, no se podía más que esperar sin perder la esperanza; esperar y empezar a tener cuidado, tener cuidado y esperar. Y hasta si resultaba que estabas enfermo, no tenías que darte por vencido, había nuevos tratamientos que prometían detener el inexorable curso de la enfermedad, las investigaciones avanzaban. Parecía que todos se mantenían en contacto varias veces a la semana, para estar al día; nunca he estado tantas horas hablando por teléfono, le dijo Stephen a Kate, y cuando me siento agotado después de recibir dos o tres llamadas dándome las últimas noticias, en vez de desconectar el teléfono para darme un respiro, marco el número de otro amigo y conocido para transmitirle las noticias; no estoy segura de si puedo permitirme pensar tanto en eso, dijo Ellen, y no me fío de mis motivos, hay algo morboso a lo que me estoy acostumbrando, que me excita; debe ser como se sentía la gente en Londres durante los bombardeos. Por lo que yo sé, no corro peligro, pero nunca se sabe, dijo Aileen. Esa cosa no tiene precedentes, dijo Frank. Pero ¿no crees que sería mejor que viera a un médico?, insistió Stephen. Escucha, dijo Orson, no puedes obligar a la gente a que se cuide. ¿Y por qué piensas en lo peor? Puede que no sea más que agotamiento; hay gente que tiene enfermedades normales, aunque sean muy malas. ¿Por qué supones que tiene que ser eso? Pero de lo que quiero estar seguro, dijo Stephen, es de que él comprenda las opciones; pero la mayor parte de la gente no las comprende, por eso no quieren ver a un médico ni someterse a unas pruebas, piensan que no hay nada que hacer. Pero algo se puede hacer, le dijo a Tanya (según Greg); quiero decir qué consigo con ir a un médico; si de verdad estoy enfermo, se dijo que había dicho, lo sabré bastante pronto. Y cuando estuvo en el hospital, sus ánimos parecieron mejorar, según Donny. Parecía más alegre que nunca en los últimos meses, dijo Úrsula, y las malas noticias parecían llegar casi como un alivio, dijo Ira; como un golpe totalmente inesperado, según Quentin; pero no podía esperar que le dijera lo mismo a todos sus amigos, porque su relación con Ira era tan diferente a su relación con Quentin (eso decía Quentin, que estaba orgulloso de su amistad), y quizá pensaba que Quentin no se vendría abajo al verle llorar; pero Ira insistió en que ésa no podía ser la razón por la cual se había comportado de una manera tan diferente con cada uno, y que quizá él se sentía menos impresionado, reuniendo todas sus fuerzas para luchar por su vida en el momento en que vio a Ira; pero se sintió abrumado por la desesperanza cuando Quentin llegó con flores, porque, de todas maneras, las flores le ponían de mal humor, como le contó Quentin a Kate, porque su cuarto del hospital estaba atestado con ellas y ya no cabían más; pero seguro que estás exagerando, dijo Kate, sonriendo; a todo el mundo le gustan las flores. Bueno, ¿quién no va a exagerar en un momento como éste?, dijo Quentin, muy serio. No crees que esto es una exageración. Por supuesto, dijo Kate suavemente; estaba bromeando, quiero decir que no quería bromear. Ya lo sé, dijo Quentin con lágrimas en los ojos, y Kate le abrazó y dijo: bueno, cuando vaya esta tarde, me parece que no voy a llevar flores. ¿Qué otras cosas quiere? Y Quentin dijo: según Max, lo que más le gusta es el chocolate. Hay algo más, preguntó Kate; quiero decir parecido al chocolate, pero que no sea chocolate. Regaliz, dijo Quentin, frotándose la nariz. Y además de eso. ¿Y no eres tú la que exageras ahora?, dijo Quentin sonriendo. Vale, dijo Kate; así que si quiero llevarle un montón de cosas, además de chocolate y regaliz, ¿qué pasa? Go‐ minolas, dijo Quentin. No quería estar solo, según Paolo, y hubo mucha gente que vino la primera se‐ mana, y la enfermera jamaicana dijo que había enfermos en la misma planta que estarían encantados de tener las flores sobrantes, y la gente no sentía miedo de hacer visitas; no era como antes, como le señaló Kate a Aileen; ya ni siquiera les aislan en los hospitales, observó Hilda; ya no hay nada en la puerta de la habitación advirtiendo a las visitantes sobre las posibilidades de contagio, como ocurría hace unos años; hasta le tienen en una habitación doble, y, como contó a Orson, el viejo que está al otro lado del biombo (que evidentemente está ya para el vámonos, dijo Stephen) ni siquiera tiene la enfermedad; así que, prosiguió Kate, debes ir a verle, se sentiría feliz de verte, le encanta que la gente le visite. ¿No será que no vas porque tienes miedo? Claro que no, dijo Aileen, pero no sé qué decirle, creo que me voy a sentir incómoda; por la fuerza tiene que darse cuenta, y eso le hará sentirse aún peor, así que no creo que le haga ningún bien, no. Pero él no se va a dar cuenta, dijo Kate, dando golpecitos en la mano de Ai‐ leen; no es así, no es como tú lo imaginas; no sé dedica a juzgar a la gente ni a preguntarse cuáles son sus motivos, sencillamente se siente contento de ver a sus amigos. Pero es que yo nunca he sido realmente su amiga, dijo Aileen; tú eres su amiga, siempre le gustaba hablar contigo, me contaste que te hablaba de Nora, sé que le gusto, hasta se siente atraído por mí; pero a ti te respeta. Pero, según Wesley, la razón de que Aileen fuera tan avara en sus visitas era que nunca podía estar a solas con él, siempre había otros allí ya, y cuando ésos se marchaban llegaban otros; ella había estado enamorada de él durante años, y puedo comprender, dijo Donny, que Aileen se sintiera amargada porque si podía haber habido una amiga con la que se acostara algo más que de cuando en cuando, una mujer a la que realmente quisiera, y, Dios mío, dijo Víctor que le había conocido durante aquellos años, cuando estaba loco por Nora; qué pareja más acongojante, dos ángeles ariscos, no podía ser ella. Y cuando algunos de los amigos, los que venían todos los días, abordaron a la médica en el pasillo, Stephen fue el que hizo las preguntas, las preguntas más informadas, porque estaba al tanto no sólo de los reportajes que aparecían varias veces a la semana en Times (los cuales, Greg confesó que había dejado de leer, porque ya no era capaz de soportarlos), sino de los artículos de las revistas médicas publicadas aquí y en Inglaterra y Francia, y que había tratado a uno de los principales médicos en París que estaba realizando una investigación de la que se hablaba mucho sobre esa enfermedad; pero su médico les dijo muy poco, que su neumonía no le amenazaba la vida, la fiebre bajaba; por supuesto, seguía débil, pero respondía bien a los antibióticos, que tenía que terminar su estancia en el hospital, lo que significaba un mínimo de 21 días en la vigilancia intensiva antes de que pudiera empezar con el nuevo medicamento, porque se sentía optimista acerca de la posibilidad de iniciar con él el tratamiento; y cuando Víctor dijo que si tenía tantas dificultades para comer (le decía a todo el mundo, cuando trataban de convencerle de que comiera un poco de la comida del hospital, que no sabía bien, que tenía un extraño sabor metálico en la boca) no sería bueno que todos sus amigos vinieran con chocolate, la médica se limitó a sonreír y dijo que en estos casos la moral del paciente también era un factor importante, y si el chocolate le hacía sentirse mejor, no había ningún daño en ello, lo cual preocupó a Stephen, como Stephen le diría más tarde a Donny, por‐ que querían creer en las promesas y los tabúes de la medicina actual de alta tec‐ nología; pero aquí aquella lacónica pero tranquilizadora especialista en la enfer‐ medad, de cabellos plateados, una persona a la que se citaba con frecuencia en los periódicos, hablaba como una anticuada médica de cabecera rural que le dice a la familia que té con miel o sopa de pollo pueden hacer tanto por el enfermo como la penicilina, lo que podía significar, como decía Max, que estaba haciendo como que le trataba, que no estaban seguros de qué hacer o, más bien, como exclamó Xavier, no sabían qué cono hacer, que la verdad, la verdad verdadera, como dijo Hilda, poniendo las cosas aún más claras, era que los médicos no tenían ninguna esperanza. O h, no, dijo Lewis, no aguanto; espera un momento, no lo puedo creer. ¿Estás seguro? Quiero decir, están seguros, le han hecho todas las pruebas, ha llegado un momento en que cuando suena el teléfono me da miedo contestar, porque pienso que puede ser alguien contando que hay otro enfermo; pero es cierto que Lewis no sabía nada hasta ayer, dijo Robert, enfadado; me parece increíble, todo el mundo habla de ello, parecía imposible que nadie hubiera llamado a Lewis; y tal vez Lewis sabía, y por alguna razón fingía no haberlo sabido hasta ahora, porque, recordó Jan, no dijo Lewis algo hace meses a Greg, y no sólo a Greg, de que no tenía buen aspecto, que perdía peso y que estaba preocupado por él y que quería que fuera a ver a un médico; así que no le pudo llegar como una sorpresa total. Bueno, todos se preocupan por los demás, dijo Betsy; eso es como vivimos, como vivimos ahora. Y, después de todo, antes eran muy íntimos, ¿no? Lewis debe seguir teniendo las llaves de su apartamento; tú sabes cómo se deja a alguien las llaves después de haber roto, sólo porque esperas una visita casual, borracho o bebido, a última hora de la tarde; pero sobre todo porque no es mala idea tener unas cuantas llaves desperdigadas por la ciudad, si vives solo en la parte alta de un antiguo edificio comercial que, por muy pretencioso que sea, nunca tendrá un encargado o un conserje que viva allí, alguien a quien puedes llamar a altas horas para decirle que has perdido tus llaves o que se te ha cerrado la puerta y no puedes entrar. ¿Quién más tiene llaves?, preguntó Tanya; pensaba que alguien podría ir a su casa mañana, antes de ir al hospital, y traerles cosas de allí, porque el otro día, dijo Ira, se quejaba de lo triste que es la habitación del hospital, y que era como estar encerrado en una habitación del motel, lo que hizo que todo el mundo comenzara a contar historias graciosas de habitaciones de moteles donde habían estado, y la historia de Úrsula sobre el Luxury Budget Inn en Schenectady; hubo un estallido de risas en torno a su cama, mientras que él les miraba en silencio, con los ojos brillando de fiebre, durante todo el tiempo, como recordó Víctor, tragando aquel maldito chocolate. Pero, según Jan, al que las llaves de Lewis le permitieron hacer una visita a su elegante madriguera de soltero pensando en llevar algún consuelo artístico que alegrara la habitación del hospital, el icono bizantino no estaba en la pared sobre su cama, y eso extrañó a todos, hasta que Orson recordó que él había contado, sin mostrarse preocupado (Greg no estaba de acuerdo con eso), que el muchacho al que había echado hacía poco se lo había robado, junto con las cuatro cajas de laca Maki-e, como si fueran objetos tan fáciles de vender en la calle como un televisor o un equipo estereofónico. Pero siempre fue muy generoso, dijo suavemente Kate, y aunque le gustan las cosas hermosas, no se siente atado a ellas, a las cosas, como dijo Orson, lo cual no es habitual en un coleccionista, como comentó Frank, y cuando Kate se estremeció y asomaron las lágrimas a sus ojos y Orson preguntó ansiosamente si él, Orson, había dicho algo que no debía, ella señaló que habían comenzado a hablar de él de modo retrospectivo, recordando cómo era, por qué le tenían cariño, como si estuviera acabado, terminado, fuera una parte del pasado. Q uizá se estaba empezando a cansar de tener tantas visitas, dijo Robert, que, como Ellen, no pudo menos de observar que había ido sólo dos veces, y probablemente buscaba una razón para no tener que ir regularmente; pero no había ninguna duda, según Úrsula, que estaba más bajo de ánimo, no es que hubiera noticias desalentadoras por parte de los médicos, y ahora parecía preferir estar solo unas cuantas horas al día; y él le contó a Donny que había empezado a escribir un diario por primera vez en su vida, porque quería anotar el curso de sus reacciones mentales ante el asombroso giro de los acontecimientos, hacer algo paralelo a lo que hacían los médicos, que llegaban todas las mañanas y conferenciaban junto a su cama sobre su cuerpo, y que quizá no fuera importante lo que escribía, que no era más, le dijo irónicamente a Quentin, que las habituales trivialidades sobre el terror y el asombro de que eso le ocurriera a él, a él también, además de las habituales valoraciones de arrepentimiento por su vida pasada, sus disculpables superficialidades, seguidas por decisiones de vivir mejor, más intensamente, más cerca de su trabajo y de sus amigos, y no preocu‐ parse tan apasionadamente por lo que la gente pensaba de él, entremezclado con admoniciones a sí mismo de que, en esa situación, su voluntad de seguir viviendo contaba más que cualquier otra cosa, y que si realmente quería vivir, y confiaba en la vida, y se gustaba a sí mismo lo suficiente (¡abajo demonio Thanatos!), él viviría, sería una excepción; pero tal vez todo eso, reflexionaba Quentin hablando por teléfono con Kate, no era la cuestión; la cuestión era que, al llevar el diario, acumulaba algo que podría leer algún día, asegurándose as‐ tutamente un tiempo futuro, en el cual el diario sería un objeto, una reliquia; en el cual tal vez no lo volvería a leer, porque querría olvidar aquella ordalía; pero el diario estaría allí, en el cajón de su espléndido escritorio Majorelle, y ya podía, le dijo realmente a Quentin, una tarde soleada, recostado en la cama del hospital, con la mancha de chocolate enmarcando la comisura de una sonrisa desgarradora, verse en su apartamento, con el sol de octubre entrando por los limpios ventanales, en vez de esta ventana tan sucia, y el diario, el patético diario, a salvo dentro del cajón. N o importan los efectos secundarios del tratamiento, dijo Stephen (hablando con Max); no entiendo por qué te preocupas tanto por eso, todos los tratamientos fuertes tienen algunos efectos secundarios peligrosos, es inevitable. ¿Quieres decir que de otra manera el tratamiento no sería eficaz?, intervino Hilda, y de todas formas, prosiguió Stephen obstinadamente, sólo porque haya efectos secundarios no significa que vaya a tenerlos todos, uno o algunos. Es únicamente una lista de todas las cosas posibles que podrían salir mal, porque los médicos tienen que cubrirse, de modo que presentan un panorama negro; pero lo que le ocurre a él y a tantos otros, interrumpió Tanya, un panorama negro, una catástrofe que nadie hubiera imaginado, es demasiado cruel, y no es todo un efecto secundario, ironizó Ira; hasta nosotros somos todos efectos secundarios; pero no somos malos efectos secundarios, dijo Frank; le gusta tener cerca a sus amigos y también nos ayudamos mutuamente, porque su enfermedad nos mete a todos en el mismo bote, musitó Xavier, y fueran los que fueran los celos y querellas del pasado que nos vuelven recelosos e irritables a unos con otros, cuando ocurre algo como esto (¡el cielo se viene abajo, el cielo se viene abajo!) te das cuenta de lo que de verdad importa. De acuerdo, Chicken Little, se dice que dijo. Pero no crees, observó Quentin a Max, que estar tan cerca como estamos de él, encontrando tiempo para visitarle todos los días, es una manera que tenemos de definirnos más firme e irrevocablemente como los sanos, los que no están enfermos, que no van a estar enfermos, como si lo que le ocurre a él no nos pudiera ocurrir a nosotros, cuando en realidad las posibilidades son de que, antes de que pase mucho tiempo, uno de nosotros terminemos donde él está, que es probablemente lo que él sentía cuando era uno más de la cohorte que visitaba a Zack en la primavera (¿tú no conociste a Zack, no?), y, según Clarice, la viuda de Zack, no iba muy a menudo, dijo que odiaba los hospitales y no creía que le hiciera ningún bien a Zack, que Zack leería en su rostro lo incómoda que se sentía. Oh, era uno de ésos, dijo Aileen. Un cobarde. Como yo. Y después de que le enviaron a casa desde el hospital, y Quentin se ofreció a quedarse con él, y hacía las comidas, y recogía los recados telefónicos, y tenía al tanto a la madre en Misisipí, bueno, intentaba que ella no volara a Nueva York y mostrara su pena a su hijo, echando a perder la rutina casera con sus opresivas oficiosidades, él podía trabajar un par de horas en su estudio, los días en que no se empeñaba en salir para ir a comer o a ver una película, lo cual le cansaba. Parecía optimista, pensó Kate; tenía buen apetito, y lo que dijo, informó Orson, era que estaba de acuerdo cuando Stephen le aconsejó que la cosa más im‐ portante era mantenerse en forma; era un luchador; no, no sería quien es si no hubiera sido un luchador, y estaba preparado para la gran lucha, preguntó retóricamente Stephen (como le contó Max a Donny), y él dijo claro que sí, y Stephen añadió que podía haber sido mucho peor, que podías haber contraído la enfermedad hace dos años; pero ahora hay muchos científicos trabajando sobre ella, el equipo norteamericano y el equipo francés, todos compitiendo por el Premio Nobel dentro de unos años; lo que tienes que hacer es mantenerte sano un par de años más y luego habrá un buen tratamiento, un auténtico tratamiento. Sí, dijo, Stephen, el momento es bueno. Y Betsy, que había estado entrando y sa‐ liendo de dietas macrobióticas durante una década, habló con un especialista japonés que quería que le viera; pero gracias a Dios, contó Donny, él tuvo el sentido común de decir que no; pero se mostró de acuerdo en ver al terapista de visualización de Víctor, aunque qué era lo que se podía visualizar, preguntó Hilda, cuando la cuestión de visualizar una enfermedad era verla como una entidad con contornos, fronteras, aquí en lugar de allí, algo limitado, algo de lo que eres huésped, en el sentido de que tú no puedes desinvitar a la enfermedad, porque es total; o llegará a serlo, dijo Max. Pero lo más importante, dijo Greg, era que no se fuera por el camino de lo macrobiótico, lo cual podría ser inocuo para la rellenita Betsy, pero devastador para él, flaco como estaba, con todos los cigarrillos y otros productos químicos que le quitaban el apetito recibidos por su cuerpo durante años; y ahora no era el momento, como señaló Stephen, de adquirir hábitos más sanos y eliminar los aditivos químicos y otros contaminantes que tragamos todos tan alegremente o no tan alegremente, alegremente porque estamos sanos, tan sanos como se puede estar; hasta ahora, dijo Ira. Carne y patatas es lo que me gustaría que comiera, dijo Úrsula, añorante. Y espaguetis con salsa de mejillones, añadió Greg. Y tortillas enriquecidas con colesterol, con mozarella ahumada, sugirió Ivonne, que había venido de Londres para visitarle durante un fin de semana. Tarta de chocolate, dijo Frank. Quizá no tarta de chocolate, dijo Úrsula; está comiendo demasiado chocolate. Y cuando, no en seguida, pero tres semanas después, se le aceptó para el tratamiento con el nuevo medicamento, lo que supuso tener que hacer mucho pasillo con los médicos entre bastidores, él hablaba menos de la enfermedad, según Donny, lo que parecía una buena señal, pensó Kate; una señal de que no se sentía una víctima, sintiendo que no tenía una enfermedad, sino que vivía con una enfermedad (ése era el cliché adecuado, ¿no?), un arreglo más hospitalario, dijo Jan, una especie de cohabitación que suponía que era algo temporal, que podía terminar; pero terminar cómo, preguntó Hilda, y cuando tú dices hospitalario, Jan, yo entiendo hospital. Y es alentador, insistió Stephen, que desde el principio, al menos desde el momento en que se le convenció de que llamara a su médico, estuviera dispuesto a decir el nombre de la enfermedad, pronunciarlo con frecuencia y sin esfuerzo, como si no fuera más que una palabra, como muchacho o galería, o cigarrillo, o dinero, o importante; como no tiene importancia, intervino Paolo, porque, continuó Stephen, pronunciar es signo de salud, señal de que uno ha aceptado ser lo que es, mortal, vulnerable, no exento, no una excepción; después de todo es una señal de que se está dispuesto, verdaderamente dispuesto, a luchar por la vida. Y debemos decir también el nombre, y con mucha frecuencia, añadió Tanya, no debemos quedarnos cortos en comparación con él en honestidad, o hacerle ver que, hecho el esfuerzo de la honestidad, ya está y puede empezar con otras cosas. Uno está mucho mejor preparado para ayudarle, replicó Wesley. Hay en una cosa en que es afortunado, dijo Yvonne, que había solucionado un problema en la tienda de Nueva York y volvía aquella tarde a Londres; sí, afortunado, dijo Wesley; nadie le ha dado la espalda, prosiguió Wesley; nadie tiene miedo de darle un abrazo o besarle ligeramente en la boca; en Londres estamos, como de costumbre, atrasados unos cuantos años con respecto a vosotros, gente que conozco, gente que sin el más mínimo riesgo está aterrorizada; pero me impresiona lo tranquilos y racionales que os mostráis todos aquí; nos encuentras tranquilos, preguntó Quentin. Pero tengo que decirte, dicen que dijo, que estoy aterrorizado; me resulta muy difícil leer (y ya sabes lo que le gusta leer, dijo Greg; si la lectura es su televisión, dijo Paolo) o pensar, pero no me siento histérico. Yo me siento muy histérico, dijo Lewis a Yvonne. Pero podéis hacer algo por él, es maravilloso, cómo me gustaría poder quedarme más tiempo, respondió Yvonne; es realmente hermoso, no puedo menos de pensar en esa utopía de la amistad que habéis formado a su alrededor (esa patética utopía, dijo Kate); así que la enfermedad, concluyó Yvonne, ya no está ahí fuera. Sí, no pienses que estamos más a gusto aquí con él, con la enfermedad, dijo Tanya, porque la enfermedad imaginada es mucho peor que la realidad de él, al que todos amamos, cada cual a nuestra manera, teniéndola. Yo sé que, para mí, el que él tenga la enfermedad la desmitifica, dijo Jan, no siento miedo, espanto, como sentía antes de que él enfermara, cuando era algo que se refería a conocidos remotos, que no volví a ver más después de que enfermaron. Pero tú sabes que no vas a contraer la enfermedad, dijo Quentin, a lo cual contestó Ellen que, en cuanto a ella, ésa no era la cuestión, y posiblemente no era cierto, mi ginecólogo dice que todos corremos ese riesgo, todos los que tenemos una vida sexual, porque la sexualidad es la cadena que liga a cada uno de nosotros con muchos otros, a otros desconocidos, y ahora es que la gran cadena del ser se ha convertido en la gran cadena de la muerte. No es lo mismo para ti, insistió Quentin, no es lo mismo para ti que para mí o para Lewis o Frank, o Paolo o Max; cada vez tengo más miedo, y tengo mis razones para ello. Yo no pienso si corro peligro o no, dijo Hilda; sé que tenía miedo de conocer a alguien que tuviera la enfermedad, miedo a lo que vería, de cómo me sentiría, y, después de mi primera visita al hospital, me sentí muy aliviada. No me sentiré nunca así, con ese miedo, otra vez; él no me parece diferente a mí. No lo es, dijo Quentin. S egún Lewis, hablaba con más frecuencia de los que le visitaban más, lo cual es natural, dijo Betsy; me da la impresión de que hasta los cuenta. Y entre los que le visitan o llaman todos los días, por así decirlo el círculo más íntimo, los que recibían más puntos, había otra competición, que ponía nerviosa a Betsy, le confesó a Jan; siempre hay esas maniobras vulgares para tener un sitio junto a la

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