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Carta de escándalos: Lutero, Galileo, Agustin, Heidegger PDF

116 Pages·2014·1.103 MB·Spanish
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CARTA DE ESCÁNDALOS Lutero, Galileo, Agustín, Heidegger Juan Rivano 1 Carta de Escándalos © Juan Rivano, 2014 ISBN: 13.978-150526279 CreateSpace, Amazon Company Edición de María Francisca Cornejo y Emilio Rivano Arte de portada: Rafael, La Transfiguración (1517-20), Museos del Vaticano. Dominio Público. Ediciones Satori 2 ADVERTENCIA ESTA ES UNA COPIA PRIVADA PARA FINES EXCLUSIVAMENTE EDUCACIONALES QUEDA PROHIBIDA LA VENTA, DISTRIBUCIÓN Y COMERCIALIZACIÓN ▪ El objeto de la biblioteca es facilitar y fomentar la educación otorgando préstamos gratuitos de libros a personas de los sectores más desposeídos de la sociedad que por motivos económicos, de situación geográfica o discapacidades físicas no tienen posibilidad para acceder a bibliotecas públicas, universitarias o gubernamentales. En consecuencia, una vez leído este libro se considera vencido el préstamo del mismo y deberá ser destruido. No hacerlo, usted, se hace responsable de los perjuicios que deriven de tal incumplimiento. ▪ Si usted puede financiar el libro, le recomendamos que lo compre en cualquier librería de su país. ▪ Este proyecto no obtiene ningún tipo de beneficio económico ni directa ni indirectamente. ▪ Si las leyes de su país no permiten este tipo de préstamo, absténgase de hacer uso de esta biblioteca virtual. "Quién recibe una idea de mí, recibe instrucción sin disminuir la mía; igual que quién enciende su vela con la mía, recibe luz sin que yo quede a oscuras" , —Thomas Jefferson Para otras publicaciones visite www.lecturasinegoismo.com Facebook: Lectura sin Egoísmo Twitter: @LectSinEgo o en su defecto escríbanos a: [email protected] Referencia: 4924 3 Índice General I.- Lutero II.- .Galileo III..- Agustín IV..- Heidegger 4 I Querido amigo, permítame comenzar esta carta recordando a un condiscípulo de mis años de liceo a quien quise y sigo queriendo mucho y que me dio en su tiempo no pocas lecciones de sana conceptuación y hermosa retórica. Tenía sus momentos chuscos también. Recuerdo uno de sus chistes: Había cuatro caballeros muy rufianes jugando al póker; uno de ellos, no aguantando más las trampas de otro, exclamó: “A la persona que está jugando sucio y que no voy a nombrar tengo que decirle que ¡una más! y le vuelo de un balazo el único ojo que le queda.” Lo que es igual, aunque no es ningún chiste, a esas declaraciones que emiten los gobiernos sobre potencias vecinas que no van a nombrar pero que, si siguen incursionando en el territorio, les van a hacer saltar sus tres pirámides con esfinge y todo. ¿De dónde salgo con esto? Un amigo suyo y mío a quien no voy a nombrar porque se le caería de indignación el último pelo que adorna su cabellera, me escribía tiempo atrás después de saber que proyectaba escribir esta carta para usted que estaba perdiendo estúpidamente mi tiempo. ¡No con usted, Dios nos libre! ¡Ni con esas palabras, Virgen santísima! “¿Cómo puede usted perder el tiempo en esas viejas sandeces?” me escribía. Bueno, tampoco así, expresamente, porque es muy como decirle y no me va a insultar en mi cara; pero exactamente así, porque tampoco se las guarda, aunque las ponga entre líneas. Solo que no me convenció de ninguna manera este amigo. Todo lo contrario, me decepcionó. Que una persona como él… ¿Viejas sandeces? ¡Esas las conozco yo! El mundo 5 revienta de viejas sandeces. ¡Cuántas hay exhibiendo sus profundidades ante las primeras filas! ¡Y el griterío que levanta el público! Algunos no aguantan, suben al proscenio, ellos también. Todos quisieran tener profundidades parecidas que exhibir. Con decirle que no hace mucho… Pero, ¿para dónde voy? Lo que quiero es comunicarle que este amigo nuestro no me convence. Como le digo, me decepciona y hasta me irrita un poco. ¿Cómo puede, de todos él, salir con esas? Cuántos bandidos no lo detienen a uno con las mismas razones: que no pierda el tiempo con viejas sandeces, que no se rebaje, que no reviva cosas que están pudriéndose solas y que mientras antes se pudran mejor. ¡Esa sí que es sandez vieja, si no pillería retórica! Pero, ¡que quede entre nosotros! Son cuatro las noticias que tengo que contarle. Ojalá no las conozca usted ya, aunque lo dudo. Se refieren a cuatro personas de fama grande y mucha importancia en los asuntos de aquí abajo, aunque la última de ellas podría perder ambas cosas en un día si no las ha perdido ya y nadie se ha dado cuenta todavía. Me refiero a Lutero, Galileo, Agustín y Heidegger. ¿Qué me dice? Hay algo de escandaloso en todas estas historias, algo que las ha ido juntando en una misma gaveta en mi memoria y atención, no sé si por afinidad que hay en ellas mismas o por afinidad que encuentran en el rango de mis intereses. Quería comentarlas y en un mismo texto. Así me vino la idea de una carta para usted y nuestros amigos comunes… menos uno. La historia acerca de Lutero podría no ir aquí, porque no ha hecho ningún ruido como las otras. Es cosa que me ha ocurrido a mí, como quien dice, yendo de compras, dando mis propios tropezones y cayéndome por mi propia torpeza. Pero, usted dirá. Salí de ella riéndome primero y reflexionando después por un buen rato. 6 No crea que no había pensado en su tiempo y con su salsa en las tribulaciones de Martín Lutero. Son en buena medida puro asunto de lógica escolar, tan escolar y hasta para niños como para quedarse pensando. Allí estaba el escándalo. Bueno, parte del escándalo, en esos años míos de estudiante de lógica: en la pura faramalla verbal. Escándalo semántico, si los hay. Con el agregado de una rusticidad que no se puede perdonar por más que se trate de campesinos alemanes del siglo XVI. Era gente de iglesia después de todo y mucho antes de su tiempo hombres como Roger Bacon, William Occam, John Wyclif y Berenger de Anvers habían estado ya razonando como para poner a su alcance manuales de sentido común. Pero paso a contarle de mi segundo, más concreto y más explosivo encuentro con Lutero. Estaba un día en la Biblioteca Comunal de Lund —esta pequeña y algo medieval ciudad universitaria donde he vivido mis ya veintiún años de exilio en Suecia— leyendo la prensa y algunos periódicos y revistas de España y Latinoamérica que llegan por aquí, cuando se acercó a hablarme un sueco de unos cuarenta o cincuenta años. Enorme el sueco, rostro de marino, curtido de piel, ojos azules de buey nórdico, manazas de herrero. Había vivido años de años en Centroamérica, en Bahía, en Valparaíso. Pero de eso me contaría otro día. Hablaba entre español y portugués y tenía algo muy urgente que comunicarme. Dio por sentado que yo era latinoamericano, por la prensa que leía. Además se nota: ¡hacemos nata en Suecia! Pero supuso más sobre mi condición y menesteres, porque sin más introducción ni miramientos pasó a contarme de una iglesia, una sucursal más bien dicho, recién instalada en Malmö, el puerto comercial que hay al sur de Lund. “¡Se acabaron mis problemas, se acabaron mis problemas!” clamaba sin mucha consideración del lugar en que nos 7 encontrábamos. “¡Los suyos también terminarán!” ¡Figúrese! En su español, a veces salpicado de portugués, a veces viceversa, me contó que llevaba años de iglesia en iglesia. “Como de zanja en zanja. Ninguna me servía.” Hasta que dio por fin con esta, entre los astilleros de Malmö. Todos sus problemas se resolvieron. Ahora, dormía a pierna suelta, como un bendito. “Los suyos también se resolverán”, aseguraba buscando en sus bolsillos hasta que dio con su libreta de la que arrancó una hoja donde escribió con enormes letras el nombre de la iglesia, el nombre del sacerdote a cargo y la dirección. Todos, todos mis problemas se resolverían. Dobló la hoja, la puso como hueso santo en mi diestra cerrándola entre sus manazas. No sé dónde andará el papel, pero estoy seguro de que si lo busco no lo encuentro. * * * La impresión mía, quitado el sobresalto, fue cosa inmediata, inconfundible. Me encontraba ante un hombre que acaba de sacarse mil arreos de encima y de una sola vez. Un torturado de su conciencia que por fin había dado con la iglesia precisa. Tal como en el caso de Lutero. Solo que en pequeño, como se entiende. Félix Schwartzmann decía: Cada uno es inmortal en su sitio; cosa que ya había dicho Goethe en el sitio suyo. Así andaba mi misionero sueco conmoviendo el pequeño mundo de Lund con su iglesia de Malmö, sucursal de una matriz en no sé cuál de las ciudades americanas. ¿Cómo procedía? Muy simple: Cuando le parecía que tenía ante sí a un hermano de pasadas angustias, con atolladeros como los suyos, se acercaba, le preguntaba la hora, de dónde venía, le contaba de sus andanzas en Bahía, en Valparaíso y luego con la soltura de un vendedor de seguros de vida le anunciaba la buena nueva dándole la dirección en Malmö y la bienvenida al camino de la salvación. 8 ¿Qué hace uno en esta situación en que viene alguien a salvarlo a tirones tomándolo por náufrago? (Me acordé de otro chiste: el de los soldados de una revolución latinoamericana que fusilan a los náufragos tomándolos por prófugos.) Estoy seguro que más de una vez, por esas calles de Dios, habrá tenido usted que arreglárselas con un borracho que lo aborda a punta de tufos. ¿A quién no le toca? Quiero decir que para mí era un desconcierto así, aunque no vaya más allá en la comparación. No sé si le he contado en otra carta que considero a esta sociedad sueca como una sociedad técnica bajo muchos respectos. Quiero decir, técnica en el sentido en que Edward Hall habla de sociedades formales, informales y técnicas. Mejor dicho, culturas. En las culturas informales, las reglas son muy implícitas y muy equívocas. Ni siquiera está usted seguro de que se sigan reglas. Mejor no le nombro culturas de estas, pero usted me entiende. En las culturas formales las reglas son precisas y muy enraizadas. No se aprenden como en la escuela, sino que se asimilan con la leche de la mamá. Las reglas técnicas son exactas y se enseñan en el pizarrón, con todos sus puntos. Una característica en la que Hall no se detiene es esta: que las reglas técnicas no son arraigadas y que se pueden sustituir, borrarlas del pizarrón y escribir otras. Mi primer pensamiento ante el atropello desconsiderado de mi “misionero sueco” fue tomarlo como una muestra más de cultura técnica. Un atropello cultural más. Esta vez, en el campo de las cruzadas religiosas. Mi “misionero sueco” —no sé por qué, puesto que yo nunca tuve automóvil— se me apareció como un conductor que va feliz, silbando en su coche, que lo estaciona en un café de la ruta junto a otro de un colega chofer que se ve a primera vista que no ha encontrado el mecánico apropiado. “Ah, pobre hombre”, dice, “yo le voy a dar la dirección que necesita”. 9

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