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Canciones De Amor Y De Lluvia (Trad) PDF

105 Pages·2016·0.94 MB·Spanish
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CANCIONES DE AMOR Y DE LLUVIA Sergi Pàmies Traducido por Guillermo de Castro PRIMERA CANCIÓN Tengo una teoría: Si te enamoras bajo la lluvia, el amor perdura más que si hace buen tiempo. En los últimos años, y sin ninguna pretensión científica, he preguntado a todos los que he conocido en que condiciones meteorológicas se habían enamorado. En general, me lo explican sin reservas, con la mirada saturada de nostalgia o con una contrariedad que no se esfuerzan en disimular. Tengo setecientas quince respuestas ordenadas cronológicamente y, con el rigor de un diletante, me aventuro a afirmar que la lluvia es beneficiosa para este sentimiento. De las respuestas también deduzco que nos apetece más recordar como conocimos un amor pasado que uno vigente y que, de entrada, no damos ninguna importancia a si llovía o hacía sol (aunque pueda parecer que la nieve favorece el amor, la estadística no engaña: que nieve es una catástrofe). Soy consciente que estos datos, aparentemente inútiles, pueden hacer pensar en una manía de coleccionista desocupado, pero en momentos de desconcierto me han ayudado a tomar decisiones. Hace años que me fui a vivir a una ciudad atlántica, y siempre que llueve, me pongo la gabardina y salgo a dar vueltas por las calles. Veo mujeres con bolsas de plástico en la cabeza y calzado inadecuado, bajo los porches de las plazas más céntricas y bajo las marquesinas de las tiendas de lujo, temblando después de haberse mojado hasta los huesos. Y veo a otras que, con una heroica inconsciencia, salen a buscar taxis que nunca se paran. Calado, las observo con atención, buscando un cruce de miradas revelador, esperando que con la violencia de un relámpago, en amor nos fulmine. DOS COCHES MAL APARCADOS 1.- Joan Manel Serrat Se acostumbra a hablar del final del amor como una decadencia progresiva de los afectos. Yo, en cambio, puedo situarlo con exactitud: domingo 5 de setiembre de 2010, a las cuatro y cuarto de la tarde, en el nº 142 del paseo de San Juan, en Barcelona. Acabamos de llegar de un viaje por el sudoeste de Francia. Estacionados ilegalmente en el carril bus, hemos calzado la puerta de la escalera para descargar las bolsas y las cajas y llevarlas hasta el ascensor. Mientras vigilo el coche – el índice de robos no ha dejado de crecer desde el siglo XI – tu vas subiendo las cosas en diferentes tandas. Hemos conducido desde primeras horas, alternándonos al volante y compartiendo silencios de pareja veterana,, de los que no hace presagiar nada bueno ni malo. Durante el trayecto hemos intercambiado comentarios estrictamente funcionales: cuando volveremos a repostar o si nos conviene pagar los peajes con tarjeta o en efectivo. Hace tiempo que nuestras conversaciones no van más allá, tal vez porque estemos escarmentados de que cada vez que intentamos iniciar un diálogo espontáneo, topamos con una evidencia: lo que antes era una excusa para el entendimiento, el deseo y la complicidad ahora provoca resoplidos de impaciencia y frustración. Hay quien cree que cuando se llega a este punto, el amor ya no existe. Discrepo. Afirmar que una pareja que no tiene nada que decirse ha dejado de quererse es demasiado simplista y, de cualquier modo, no era ese el caso: el viaje no respondía a ninguna estrategia de reconciliación. Aún no soy consciente (ignoro que faltan once minutos para que el amor se acabe), pero Burdeos será uno de los últimos buenos recuerdos de una historia que habrá durado diez y nueve años y seis meses. Será un recuerdo marcado por la compra de dos cajas de Château La Clotte y por el perfeccionamiento de un aislamiento hermético a cualquier interferencia. La metáfora del vino aplicada a las fases del amor, que los viticultores de la zona nos han repetido con una insistencia cómica, parecía hecha a nuestra medida: del vigor de la juventud a la complejidad madura; de la llama y del fuego a la luz, más serena, de la experiencia. La geografía es una buena aliada para digerir silencios y Francia es una fábrica de paisajes que invitan a la introspección. Todo parece natural, pero se intuye una preparación escenográfica que no descansa nunca. Si conviene poner un castillo, ponen un castillo. Si hay un valle con colinas y cosechas poli cromáticas, alguien se ha tomado la molestia de construir una carretera con un gendarme que circula sobre una velosolex anacrónica. Si con todo esto no hay suficiente para impresionar al visitante, colocan majestuosos campanarios, globos aerostáticos y rebaños de vacas que ríen. Cuando llega la noche, el espectáculo se traslada a los platos de los restaurantes y a unas guarniciones que son patrimonio de la humanidad: patatas acharoladas con bechamel, quesos, hígado de oca y grasa de pato, horneadas como si fuesen tesoros de cerámica popular. Las devoramos con un respeto arqueológico, como si intuyésemos que el recuerdo de este placer podría ser el legado para los hijos que, con buen criterio, hemos acordado no tener. Tendría que existir un simulador para preparar el momento de la decepción definitiva. De la misma manera que, antes de una misión, los cosmonautas ensayan en una piscina que reproducen las condiciones de ingravidez espacial, las rejas deberían someterse a simulacros para aprender a encajar emociones tan brutales como el final del amor. Retomo el hilo. Yo vigilaba el coche. Tu debías estar arriba, en la puerta del ascensor, entrando bolsas y cajas. Llegando por la acera, de norte a sur, vi que con la actitud informal de un domingo por la tarde, bajaba Juan Manel Serrat, tu cantante preferido. Activado por el instinto, combatí el impacto de encontrármelo en un contexto tan inimaginable – no es habitual que los iconos se reencarnen – Después de intentar avisarte por el interfono – para variar estaba estropeado – te llamé en seguida. Tal vez estabas en el ascensor – no hay cobertura – o habías apagado el teléfono, el caso es que no contestaste y que Serrat pasó de largo. Lo hizo sin mirarme, pero con una no mirada profesional, de persona acostumbrada a ser observada y abordada, que procura protegerse fingiendo que no se da cuenta o acelerando el paso cuando se cruza con alguien como yo. Es una actitud comprensible: limita la eventualidad de ser saludado, fotografiado, asesinado o cualquiera de las reacciones habituales entre idólatras e idolatrados. Se que crees que habría podido hacer algo más, pero ahora que ya no tiene solución, te pido que intentes entenderme. Si hubiese subido a buscarte, incluso suponiendo que hubiese ido muy deprisa, Serrat también habría pasado de largo (por no hablar del riesgo de que alguien me robase el coche o que me multase la Guardia Urbana, siempre más atenta a la infracción que no al delito). Tampoco podía pararle y decirle que te esperase con la excusa de que eres su mas ferviente admiradora. Habría sido un ruego demasiado invasivo. Por eso no reaccioné y un rato más tarde, con el coche bien aparcado (admito que encontrar un buen aparcamiento ha ido subiendo en mi lista de prioridades), precisamente cuando justamente había abierto una botella de vino para celebrar el final del viaje, te comenté que acababa de ver a Serrat delante de casa. En todos los años que hemos compartido, te he conocido muchas expresiones, pero ninguna como aquella. La secuencia empezó con una pregunta que rezumaba alarma y sorpresa, como si quisieses confirmar lo que habías oído. Cuando te lo repetí, dejaste la copa y me preguntaste que porqué te lo decía entonces y no en el momento (¿de verdad te creías que, si te lo hubiese dicho en el momento, habría tenido tiempo de correr y de perseguirle paseo de San Juan abajo?) Contesté que te había intentado avisar y que te había llamado y, como seguías paralizada, te pedí que lo comprobases. En efecto, localizaste tu teléfono, y miraste el aviso de llamada perdida pero, en lugar de atenuarse, el dolor y la decepción se agravaron. Fue justo en esa transición de tus incrédulos ojos moviéndose de la pantalla líquida a mi mirada – más preocupada que no arrepentida – cuando entendí que el amor se había acabado para siempre. Que todo lo que pudiese decir, todo lo que pudiese intentar hacer para rectificar o para excusarme – suponiendo que hubiese nada de que excusarse – sería inútil. No por la gravedad del hecho – no es el momento de echarlo en cara, pero adoras a Serrat hasta mantener una mitomanía algo ridícula en una persona de cuarenta y dos años – sino porque era el tipo de decepción que el amor desprovisto del fuego y de la llama de la juventud no puede combatir ni con todas las cualidades, teóricamente, más perdurables de la madurez. 2. Fu Manxú Cuando, después de un vuelo turbulento, llego a casa de mi hermano, el me dice “Mientras estemos fuera, saca a pasear el coche de cuando en cuando”. Es un turismo surcoreano, fuera de catálogo, polvoriento, de esos que la Guardia Urbana amenaza con retirar de la vía pública con avisos intimidatorios. A pesar de tener garaje, el coche acostumbra a dormir a la intemperie, delante de casa, situada en la periferia residencial de una lejana ciudad. He venido aquí porque mi hermano y mi cuñada se puedan ir una semana de vacaciones y relevarlos de cuidar a nuestra madre. Ella, que todavía tiene momentos de lucidez y de buen humor, ha desarrollado una teoría sobre su vejez y el coche: afirma que tienen en común un desballestamiento inminente. Desgastado por las exigencias de una convivencia imprevisible, mi hermano ha convertido el coche en un refugio. Escucha flamenco, fuma y sale a dar vueltas aparentemente absurdas (combinaciones aleatorias de rondas y de visitas a tiendas de gasolineras). Que me confíe las llaves es un gesto insólito y, por eso, busco momentos intempestivos para salir a dar vueltas y descubrir una geografía que desconozco. No es una conducción fácil. Lo mismo que para tratar a nuestra madre hay que estar preparado para los ahogos, los resbalones y las desorientaciones. Para no modificar ninguna rutina, me obligo a seguir el protocolo, basado en eso que nombramos capacidad de sacrificio. Es un sacrificio compartido, por un lado, por una asistenta que actúa desde el silencio – insobornable en los momentos de calma, hostil cuando la situación degenera – y por la otra, por mi cuñada que ha asumido un liderazgo heroico y nada agradecido. Cuando el taxi se los lleva hacia la evasión provisional de las vacaciones, nos quedamos solos. Mi madre, son su reinado limitado por su silla de ruedas; la asistenta, dispuesta a combatir cualquier brote totalitario; el coche, precario pero digno; y yo, convencido que todo será un desastre. Pero la realidad me contradice. Durante los dias que pasamos juntos, compartimos una armonía equilibrada. Más allá de la desorientación propia de los noventa y dos años, mi madre actúa con naturalidad, sin caer en rabietas. Además de celebrarlo, me aprovecho. Sentados en el jardín, le pregunto por aquello que nunca ha querido explicar (cuando mis hermanos y yo le preguntábamos, adoptaba el rictus de escritora profesional y contestaba: “lo que queráis saber lo encontrareis en mis libros”). La lectura de los periódicos, liturgia fundamental para entender a nuestra familia, le sugería comentarios como: “¡Tanto como me había gustado Gaddafi!” De tanto en cuando nos atacan avispas gigantes, pero ella las espanta con un gesto de desprecio más disuasivo que cualquier insecticida. En una de estas conversaciones de jardín, mientras el atardecer resbala montaña abajo, me explica, con pelos y señales, un episodio de la guerra. Tiene diez y nueve años y capitanea un grupo de capitanes comunistas. “Eso ya lo explicas en los libros”, le digo para que, siguiendo las recomendaciones del neurólogo, evitar la memoria automática. Ella continúa. Han recibido orden de entrar en los cines para informar a la población de un pacto inminente de rendición por parte del bando republicano. Lo explica de una tirada, sin confundir ni las fechas ni los datos, con una seguridad que me hace sospechar que los recuerdos también siguen una disciplina secreta Conozco el episodio. Igual que cuando lo leí por vez primera, vuelvo a imaginar a mi madre jovencísima, interrumpiendo la proyección para arengar a unos espectadores que, a pesar de guerra, aun tienen ánimos para salir de casa. Le pregunto si recuerda que película hacían (ella lo había escrito pero era un detalle que yo había olvidad), y abriendo mucho los ojos, respondió: “Fu Manxú”. Este elemento hace que la anécdota me parezca todavía más real (tal vez porque, cuando estalle la próxima guerra, me gustaría que me pillase dentro de un cine) La madre explica que desde el anfiteatro, imitando a los oradores más elocuentes de ka época, gritó: “¡Catalans!” “¿Te insultaron?”, la pregunto. Aquí la madre duda, como si todavía tuviese la alternativa de elegir entre la verdad y la

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