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Atenea negra las raíces afroasiáticas de la civilización clásica PDF

507 Pages·2003·23.046 MB·Spanish
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MARTIN BERNAL ATENEA NEGRA ' . Las raíces af roasiáticas de la civilización clásica Crítica ATENEA NEGRA CRÍTICA/ARQUEOLOGÍA Directora: M.ª EUGENIA AUBET MARTIN BERNAL ATENEA NEGRA Las raíces afroasiáticas de la civilización clásica Volumen 1 LA INVENCIÓN DE LA ANTIGUA GRECIA, 1785-1985 Traducción castellana de TEÓFILO DE LOZOYA CRÍTICA GRUPO GRIJALBO-MONDADORI BARCELONA Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribu ción de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Título original: BLACK ATHENA. THE AFROASIATIC ROOTS OF CLASSICAL CIVILIZATION, vol. 1 Publicado por Free Association Books, Londres. Representado por The Cathy Miller Foreign Rights Agency, Londres Cubierta: Enrie Satué © 1987: Martin Berna! © 1993 de la traducción castellana para España y América: CRÍTICA (Grijalbo Comercial, S.A.), Aragó, 385, 08013 Barcelona ISBN: 84-7423-604-5 Depósito legal: B. 18.522-1993 Impreso en España 1993.-HUROPE, S.A., Recaredo, 2, 08005 Barcelona A la memoria de mi padre, John Desmond Berna/, quien me enseñó que las cosas se compaginan, y de un modo muy curioso PRÓLOGO Y AGRADECIMIENTOS La historia que se oculta tras Atenea negra es muy larga, compleja y, a mi entender, lo bastante interesante en cuanto estudio de sociología del conoci miento como para merecer un tratamiento extenso; no obstante, no cabe dar aquí más que un breve bosquejo de la misma. Debo decir que yo me había ocu pado durante bastante tiempo de los estudios de sinología; durante casi veinte años enseñé chino y llevé a cabo numerosas investigaciones acerca de las rela ciones intelectuales entre China y Occidente a lo largo del siglo xx, y también en torno a la política china contemporánea. A partir de 1962 empezó a intere sarme cada vez más la guerra de Indochina y, en vista de la ausencia práctica mente total en Gran Bretaña de unos estudios serios de la cultura vietnamita, me sentí en la obligación de emprender/os personalmente. Se trataba de contri buir al movimiento de oposición a la represión norteamericana y al mismo tiem po constituía un objetivo en sí mismo, por ser una civilización fascinante y su mamente atractiva. En efecto, si por una parte llamaba la atención por la enorme variedad de sus componentes, por otra resultaba de todo punto peculiar. Es así como, a través de senderos muy distintos, Vietnam y Japón -cuya historia también había estudiado- me han servido como modelos para Grecia. En 1975 se produjo en mí la crisis de la madurez. Las razones personales que la provocaron no son particularmente interesantes. Políticamente, sin em bargo, se hallaba relacionada con el fin de la intervención norteamericana en Indochina y el convencimiento de que en China la era maoísta estaba tocando a su fin. Me pareció entonces que el principal foco de peligro e interés mundial no estaba ya en el Extremo Oriente asiático, sino en el Mediterráneo oriental. Esta circunstancia me condujo a interesarme por la historia de los hebreos. Los elementos judíos dispersos por mi genealogía habrían traído de cabeza a los asesores que hubieran intentado aplicar a mi persona las leyes de Nuremberg, y, pese a sentirme muy contento de poseer unas gotas de sangre israelita, hasta entonces no les había prestado mucha atención, como tampoco me había ocu pado nunca de la cultura judía. Fue en ese momento cuando empezó a intri garme -de un modo muy romántico-aquella parte de mis «raíces». Empecé por echar una ojeada a la historia de los antiguos judíos y, estando como yo estaba situado fuera de ella, me fijé en las relaciones mantenidas por los israe litas y los pueblos circundantes, en particular cananeos y fenicios. Ya sabía que estos últimos hablaban lenguas semitas, pero lo que más me sorprendió fue des- 10 ATENEA NEGRA cubrir que hebreos y fenicios podían entender sus respectivos idiomas y que los lingüistas más serios 1os consideraban dialectos de una misma lengua cananea. Por aquella época empecé a estudiar hebreo y, para mi sorpresa, descubrí una gran cantidad de similitudes entre esta lengua y la griega. Fueron dos los factores que me inclinaron a pensar que no se trataba de meras coincidencias casuales. En primer lugar, al haber estudiado anteriormente el chino, el japo nés y el vietnamita, así como un poco de chichewa -lengua bantú hablada en las actuales Zambia y Malawi-, me di cuenta de que la existencia de tantos paralelismos no podía ser normal en unas lenguas que no estuvieran relaciona das entre sí. En segundo lugar, comprendí en ese momento que el hebreo/cana neo no era simplemente el idioma de una pequeña tribu, aislada en medio de las montañas de Palestina, sino que se había hablado por todas las zonas del Mediterráneo a las que llegaron las naves de los fenicios y donde éstos pudie ron instalarse. Por eso no tuve el menor reparo en admitir que la gran cantidad \. de palabras con sonido y significados semejantes existente en griego y hebreo -o al menos la inmensa mayoría de las que no tenían raíz indoeuropea-fue ran préstamos del cananeo-fenicio al griego. Por aquel entonces, y por consejo de mi amigo David Owen, me vi influido en gran medida por las obras de Cyrus Gordon y Michae/ Astour acerca de los contactos de las civilizaciones griega y semita. Además, Astour me conven ció de que las leyendas relativas a la fundación de Tebas por parte del fenicio Cadmo tenían un fondo de verdad. Siguiendo sus pasos, sin embargo, rechacé las leyendas acerca de los asentamientos egipcios por considerar/as pura fanta sía o casos de error en la identificación, persuadido de que, a despecho de lo que pudieran haber escrito al respecto los autores griegos, los colonizadores habían sido en realidad hablantes de una lengua semita. Me pasé cuatro años trabajando según este esquema, y llegué a convencer me de que para casi una cuarta parte del vocabulario griego podían rastrearse unos orígenes semíticos. Teniendo en cuenta que entre un 40 por 100 y un 50 por 100 de las palabras griegas parecían indoeuropeas, quedaba aún sin expli car otra cuarta parte de su léxico. Por mi parte, no sabía si considerar de forma convencional que esta porción inexplicable del griego era simplemente «prehe lénica», o si postular una tercera lengua, que bien podría ser el anatolio o me jor, en mi opinión, el hurrita. Sin embargo, cuando me fijé mejor en estas len guas, vi que no me proporcionaban prácticamente ningún material que pudiera despertar mi interés. Hasta que por fin en 1979, hojeando un ejemplar del Coptic Etymological Dictionary de Cerny, estuve en condiciones de comprender un poco el egipcio antiguo tardío. Casi en ese mismo instante me di cuenta de que ~¡' C~,·' i esa era la tercera lengua que iba buscando. Al cabo de unos meses estaba segu ' \ \ • ro de que pod{an encontrarse unas etimologías convincentes para más del 20 o el 25 por 100 del vocabulario griego a partir del egipcio, y que este era tam bién el origen de los nombres de la mayor{a de los dioses griegos y de muchos topónimos. Combinando las ra{ces indoeuropeas, sem{ticas y egipcias, pensé que no hacía falta investigar mucho para encontrar una explicación plausible del PRÓLOGO 11 80 o el 90 por 100 del vocabulario griego, que es la proporción más alta que cabe esperar para cualquier idioma. No hacía falta, por tanto, recurrir a nin gún elemento «prehelénico». Al dar comienzo a mis investigaciones, hube de enfrentarme a la siguiente cuestión: ¿cómo es que, si todo es tan simple y tan evidente como tú sostienes, no ha habido nadie que se haya dado cuenta antes? LíJ respuesta la encontré al leer a Gordon y Astour. Estos autores consideraban que el Mediterráneo orien tal constituía un todo cultural y Astour demostraba además que el antisemitis mo era la explicación de que se negara el papel desempeñado por los fenicios en la formación de Grecia. Cuando se me ocurrió la idea del elemento egipcio, enseguida empezó a preocuparme cada vez más un nuevo problema, a saber: «¿Por qué no había pensado antes en el egipcio?». ¡Pero si era obvio! Egipto había poseído sin duda alguna la mayor civilización del Mediterráneo oriental \, durante los milenios que tardó en formarse Grecia. Los propios griegos habían \ escrito largo y tendido acerca de lo mucho que debían a la religión egipcia y a otros elementos de su cultura. Mi fallo me resultaba tanto más chocante por cuanto mi abuelo había sido egiptólogo, y de niño me había interesado muchí simo todo lo concerniente al antiguo Egipto. Era evidente que existía un pro fundo rechazo cultural a la idea de asociar Grecia con Egipto. A partir de ese momento me puse a investigar la historiografía de los oríge nes de Grecia, para asegurarme de que los griegos habían creído realmente que habían sido colonizados por los egipcios y los fenicios, y que, en su opinión, la mayor parte de su cultura la habían tomado de dichas colonias, perfeccio nando posteriormente su aprendizaje en Oriente Medio. Una vez más recibí la mayor de las sorpresas. Me quedé atónito al descu brir que el que yo había empezado a denominar «modelo antiguo» no había sido desechado hasta comienzos del siglo XIX, y que la versión de la historia de Grecia que me habían enseñado siempre distaba mucho de ser tan antigua como los propios griegos; antes bien, se había desarrollado a partir de 1840-1850. Astour me hizo comprender que semejante actitud frente a los fenicios por parte de la historiografía era fruto de un profundo antisemitismo; me resultó, por tanto, fácil relacionar ese rechazo de los orígenes egipcios con la explosión de racismo producida en Europa durante el siglo XIX. Tardé un poco más en de sentrañar las relaciones que ello tenía con el romanticismo y las tensiones exis tentes entre la religión egipcia y el cristianismo. Así es como, entre unas cosas y otras, he tardado más de diez años en desa rrollar el esquema que propongo en Atenea negra Durante este tiempo he lle gado a convertirme en el pelmazo número uno de Cambridge y Cornell. Como el Viejo Marinero, me he dedicado a coger al primer incauto que pasara a mi lado para abrumarle con la última ocurrencia que hubiera tenido. LíJ deuda contraída con estos «convidados de piedra» es inmensa, aunque sólo sea por la tremenda paciencia que demostraron al escucharme. Mayor es, sin embargo, la gratitud que siento por las inestimables sugerencias que llegaron a hacerme, todas las cuales constituyeron -aunque sólo a unos pocos pude expresarles mi reconocimiento- una ayuda de incalculable valor para la realización de mi

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