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Antropología de la sexualidad y diversidad cultural PDF

220 Pages·2003·1.84 MB·Spanish
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1 1.- Reflexiones en torno al resurgir de la antropología de la sexualidad José Antonio Nieto Introducción Resurgir es volver a surgir. Y, por tanto, es surgir de nuevo. Para resurgir se necesita que lo que resurge haya estado previamente oculto, enterrado. Y, en este sentido, resurgir es resucitar. Emerger de las tinieblas que impiden la visión. Que obstaculiza la mirada sobre algo preexistente. Y, además, implica que lo que nuevamente surge, lo novedoso, lo hace con fuerza creciente. Es el caso de la Antropología de la Sexualidad Antes de este resurgir, el registro de la sexualidad en Antropología se constituía como silencio o, en menor medida, como la descarga involuntaria e incontrolable del impulso biológico en cultura. El resurgir de la Antropología de la Sexualidad transforma la situación; viene dado fundamentalmente por líneas de pensamiento propias de la construcción sociocultural de la sexualidad. Lo que equivale a decir del desprendimiento de la interpretación biológica de la sexualidad en cultura; de la sexualidad bioculturalmente entendida. Las numerosas aportaciones, en los dos últimos decenios, de la antropología a la sexualidad, en comparación con la postura abstencionista antropológica de décadas precedentes, están marcadas por el construccionismo social y cultural. Esto no indica que la antropología en conjunto sea sexualmente construccionista. Contribuciones antropológicas de la sexualidad en las que el «hecho sexual» está determinado, con mayor o menor intensidad, por la biología, siguen publicándose. Es más, posiblemente, la construcción sociocultural de la sexualidad, al propiciar interés por el estudio del hecho sexual, rompiendo silencios clamorosos o aportaciones esporádicas, ha supuesto también el aumento de las publicaciones en que la base biológica sexual da forma y contenido a la sexualidad (véanse algunos ejemplos: Bolin y Whelehan, 1999; Fisher, 1995; Frayser, 1985; Gregersen, 1994; Suggs y Miracle, f 993, 1999; Symons, 1990). Este capítulo y el libro como tal expondrán exclusivamente como la sexualidad se forja en sociedad y en cultura: el pensamiento construccionista y su crítica a la aproximación biológica, que en Antropología se presenta en forma biocultural. Aspectos importantes que han resaltado los antropólogos construccionistas han consistido en mostrar las relaciones que existen entre los significados, que dan los sistemas culturales y sociales a la sexualidad, y el poder del sistema, fundamentalmente político y económico. De lo que se infiere, por un lado, una perspectiva menos neutra, natural y objetiva —pura ficción o falsedad interesada del poder—de la organización sexual. Y, por otro, una perspectiva más politizada e (inter)subjetiva de esa misma organización de la sexualidad (Parker y Easton. 1998). Oirá aportación importante de la antropología construccionista ha sido el estudio del impacto de la industrialización, modernización, occidentalización y globalización de la sexualidad, en países del Sureste asiático, africanos, caribeños y latinoamericanos (Manderson, Bennetty Sheldrake, 1999). Y, de la misma forma relevante, la antropología construccionista de 2 la sexualidad ha contribuido a la desestabilización del fijismo conceptual del sexo y del género, favoreciendo la emergencia de la teoría de la performatividad, que enfatiza más la ambigüedad e indeterminación de los actores sociales que producen los discursos sexuales, que el significado de los mismos (Morris, 1995). Siendo de gran interés todas estas aportaciones de la Antropología para la comprensión de la actividad sexual y de las culturas sexuales, lo que une a todas ellas, por encima de los distintos objetivos de estudio y de las diferencias enfatizadoras que las separan, es su posicionamiento no esencialista. El desvanecimiento biológico de sus ópticas y teorías sobre la sexualidad. Justamente, por su trascendental importancia, para la comprensión e interpretación de la sexualidad, se incidirá a continuación en el proceso que va del desvanecimiento gradual de la biología, al énfasis en la organización social y cultural. El paso de la biología a la cultura, a mi juicio, es el sostén en que reposan las columnas de la «nueva» sexualidad. El resurgimiento de la antropología de la sexualidad Para Lindenbaum, en un artículo introductorio (1991), que da entrada a contribuciones de distintos antropólogos (Leavitt, Jane y Peter Schneider, Tuzin, Vanee), el hecho en sí del resurgimiento antropológico sexual está cargado de gran significado. Pudiera decirse que es paradigmático. Porque para Lindenbaum, la «antropología redescubre el sexo». En efecto, su artículo lleva por título Anthropology rediscovers sex (La Antropología redescubre el sexo). La autora manifiesta claramente que, salvo excepciones (Mary Douglas, Gilbert Herdí y Thomas Gregor), los antropólogos se han mostrado desapegados, remisos, apañados del simbolismo corporal y del estudio de la sexualidad. Así, desinteresados por la investigación de las conductas sexuales, de la expresión de la sexualidad y de sus significados en distintos contextos sociales e históricos, los antropólogos poco pueden hacer para formalizar teorías acerca del desarrollo de la sexualidad y de la identidad de género. Es en los ochenta del siglo pasado y, en gran medida, debido a la aparición y posterior evolución del SIDA, cuando la antropología retorna con interés la sexualidad. Vanee (1991), antropóloga de la Universidad de Columbia, Nueva York, y directora, en conjunción con Brummelhuis, del programa Sexaality, Culture and Society, de la Universidad de Amsterdam (que a través de su Instituto de Verano celebrará en 2003 su séptima reunión internacional), propicia, reafirma y profundiza la afirmación de Lindenbaum. Para Vanee también la «antropología redescubre la sexualidad». Su artículo tiene por encabezamiento Anthropology Rediscovers Sexuality: A Theorelical Caminen! (La Antropología redescubre la sexualidad. Un comentario teórico}. Que Lindenbaum use el término «sexo» y Vanee, en su lugar, use el vocablo «sexualidad», no implica gran cosa, el fondo de la cuestión permanece inalterado. La Antropología retoma con interés el estudio de la sexualidad, después de un larguísimo lapso de tiempo. Desde la muerte del «padre» de la Antropología de la Sexualidad, Malinowski, hasta el último tercio del siglo XX, la sexualidad para la Antropología se sitúa en el silencio o en la periferia más apartada de la disciplina. La Antropología Social y Cultural, para Vanee, a partir de 1975 y, con mayor vigor, desde 1990, distanciándose de posturas deterministas y esencialistas propias de la biomedicina, adopta interpretaciones innovadoras de la sexualidad. Las innovaciones consisten en la formulación de ideas y principios, previamente no contemplados, que enmarcan la sexualidad desde la perspectiva teórica de la «construcción social». En otras palabras, la Antropología se aparta del «modelo biomédico de sexualidad». Vanee opone la construcción social de !a sexualidad al «modelo de influjo cultural». Este modelo imperante en Antropología desde 1920 a 1990, pudiera decirse que representa la versión antropológica del modelo biomédico de sexualidad. Y aunque el componente cultural lo aleja del modelo biomédico, el esencialismo biológico del modelo de influjo cultural impide ese alejamiento. De modo que biología y cultura operan contradictoriamente. En el modelo de influjo cultural la cultura frecuentemente queda desdibujada, constreñida o determinada por la biología. De manera que las diferencias culturales y la diversidad sexual quedan anuladas o registradas en un segundo plano. Ya que la sexualidad resulta inseparable de la biología, es inherente a ella, la cultura es el símbolo «inútil», como la ganga de los minerales, que 3 acompaña a la inmanencia biológica. Y, así, la sexualidad, como adherencia biológica, queda cegada para la antropología y, al igual que para la medicina, se inscribe en contenidos a los que se da proyección y alcance transcultural. universal. Objetivos imposibles de sostener, como desmiente la práctica etnográfica. Lo más significativo del salto del «modelo de influjo cultural», al «modelo de construcción social y cultural de sexualidad», se sustancia, en dos grandes apartados. Primero, el salto de la biología a la cultura, a la hora de interpretar la sexualidad circunscrita por la realidad social. Segundo, el salto de la universalidad comprensiva de la sexualidad a la comprensión particularizada de la misma. Lo primero, a su vez, lleva en síy envuelve una nueva presentación de los distintos aspectos de la sexualidad. Puesto que se «culturaliza» la biología y, en consecuencia, no se «biologiza» la cultura. Lo segundo permite dar mayor relevancia a la particularidad cultural de sociedades muy concretas. Que se refleja en estudios etnográficos específicos, en detrimento de la universalización genérica y quimérica de las «grandes teorizaciones». Éstas en sus intenciones, al proyectarse transculturalmente de forma omniabarcante, desconocen o ignoran (cuando no abominan) las etnografías que desdicen sus planteamientos. Actuando, así, como «teologías científicas». Además de priorizar lo «concreto particular», frente a lo «genérico universal», el modelo de construcción social y cultural sitúa la comprensión de la sexualidad con precisión temporal, en tanto que en el modelo de influjo cultural, puede decirse que, el factor tiempo queda abstraído, al no establecerse, desde la perspectiva temporal, diferencias sociales y culturales. Ya quedó apuntada mi reflexión en distintos escritos (Nieto, 1989; 1993; 1996; 1997; 2001) sobre esa especie de erial teórico de la sexualidad, favorecido por una antropología, que al estar preñada de omisiones y orillamientos, silenciaba, ignoraba o marginaba todo acontecer sexual. En concreto, a esa postura antropológica en que en sus propuestas la sexualidad resulta invisible, está soterrada y no forma parte de la vida, la llamé erotofóbica. Al vislumbrar sexual antropológico en que tímidamente se empiezan a manifestar apreciaciones de distintos aspectos de la sexualidad y sus conductas, pero que, sin embargo, la reproducción sigue considerándose como centro nuclear, la denominé erotoliminal. Umbral que conduciría más adelante a la crotofilia: el registro etnográfico de la diversidad sexual. Ese periodo de erotoliminalidad se caracteriza por dos rasgos fundamentales, que hacen del mismo un período de transición, aunque duradero en el tiempo. Los rasgos que lo distinguen apuntan en direcciones opuestas. Una, encerrada en sí misma, arrastrada por la inercia de una sexualidad, que se caracteriza por las ausencias y abstenciones teóricas y etnográficas, en comparación a otras líneas de desarrollo antropológico. Otra, mostrando brotes, que, aunque empapados de biología, anticipan el interés antropológico por el estudio de la sexualidad y la eclosión de sus significados en distintos contextos sociales: la sexualidad del sujeto en sociedad y en cultura; la sexualidad desprovista del determinismo esencialista que la oprime y reduce. La primera sigue incidiendo en proyecciones de erotolbbia. La segunda empieza a proyectar signos culturales que pueden interpretarse en clave de iniciación a la erotofilia. La erotoliminalidad supone para la antropología imbricarse en un juego de tensiones que permiten, por un lado, la ocultación y, por otro, la manifestación. Ocultan: los escritos etnográficos y antropológicos que ignoran y silencian, por no ser «académicamente correcta», la sexualidad. Manifiestan: los mismos escritos que en sus páginas, aunque titubeantemente, hacen emerger la sexualidad. El titubeo de la producción antropológica sexuai lleva la firma de profesionales de la disciplina a los que, desde el poder académico, se da poco o nulo reconocimiento, siendo, de hecho, unos proscritos. Por varias razones. Primera, las publicaciones de los artículos se hacen en revistas que no reflejan el sentir institucional de la Antropología. La revista American Anthropologist, órgano central de expresión de la American Antliropological Association no muestra gran interés por publicar artículos sobre sexualidad. Las publicaciones aparecen, pues, en revistas que pueden ser consideradas secundarias, cuando no marginales y periféricas a la antropología. Segunda, no se publican revistas antropológicas de sexualidad. Sexualilies, revista dedicada al análisis sociocultural de la sexualidad se publica, por primera vez, en 1998. Previamente, en 1990, se inició la publicación de una revista, Journal ofthe Hintory ofSexuality, de contenidos sexuales marcados, claramente, desde la historia social y cultural. Finalmente, en los capítulos de libros sobre sexualidad la participación 4 antropológica figura en un segundo plano, como addenda al núcleo duro biológico. Los antropólogos acompañan, a manera de adorno, a biólogos, psicólogos, psiquiatras y otros especialistas médicos. En estos escritos los psicólogos, principalmente, pero también otros profesionales de la biomedicina, acogen, pues, a los antropólogos. Y, en consecuencia, la Psicología (y, en menor medida, otras disciplinas) a la Antropología. Por ejemplo, sobrepasado el año 1975, como vimos, emblemático para Vanee, el psicólogo Frank A. Beach publica Human Sexuality in four Perspectíves (La sexualidad humanan en cuatro perspectivas). En este libro de 1977, Beach, como editor, invita a un antropólogo, William H. Davenport, a contribuir con un capítulo Sex in Cross-Cullural Perspeclive. El mismo antropólogo contribuye, en 1987, con otro capítulo, An Anthropological Approach, en el libro Theory of Human Sexualiíy (Teoría de la sexualidad humana), editado en esta ocasión por los psicólogos James H. Geer y Wilüam T. O'Donohue. En otras palabras, siguiendo la tradición iniciada un siglo atrás, estos ejemplos evidencian que, en buena parte, las reflexiones y, en mayor medida, las investigaciones sobre sexualidad tienen lugar en el seno de las diversas especialidades de las ciencias psicológicas, médicas y biológicas. Ciencias que, por muy rigurosos que sean sus planteamientos biologistas, lo que no se pone en duda, ignoran en sus fundamentos de partida, que la sexualidad humana, a diferencia de la sexualidad de las ratas de laboratorio, se ensambla y adquiere significación por medio de los lenguajes, símbolos y discursos sociales. Esto es así porque no se concibe sociedad alguna exenta de sexualidad; ni tampoco ésta fuera de aquélla (donde por cierto las interpretaciones biológicas también se concitan). Forzando los postulados pudiera decirse que los conceptos de sexualidad y sociedad, si no son intercambiables, corren y se expresan en paralelo. En suma, la incorporación de los antropólogos, como consortes de los psicólogos, representa algo parecido a la servidumbre y al canon que la Antropología debe pagar a la Psicología, al haber abandonado aquélla el estudio de las conductas sexuales (Tuzin 1994, 1995). Antropológicamente entendidas, todas las culturas instituyen, con el fin de modelar la organización social, procesos políticos formales e informales que troquelan el alcance de lo permitido y, por ende, el ámbito de lo que no se acopla a lo pautado; la diversidad. De ahí que lo pautado sea lo hegemónico. Los indicadores de las restricciones sexuales, como se sabe, son muy variables, en los distintos momentos históricos y en las distintas culturas. Según la sociedad, las tipologías de la pluralidad sexual, de la diversidad, se aceptarán, proscribirán o se declararán ilegales. En materia de sexualidad, pues, el discurso de la diversidad se encarna en directrices políticas y sociales, que no constituyen pruebas científicas irrefutables. Por ello, se puede afirmar, que son dos los procesos sociales que intervienen y dan forma a la sexualidad. Uno de ellos, remite a la sociedad. El otro, a los individuos, a los actores sociales. El primero permite que la sociedad fije los límites de lo que sexualmente es aceptable o inaceptable. El segundo de ios procesos permite al individuo de una sociedad dada abordar su propia sexuali- dad. Los primeros constituyen procesos «reguladores» que fundamentalmente refieren a la ordenación del deseo, al control corporal de los instintos y a la regulación del orden simbólico, dando forma a lo informe (Plummer, 1991). Los análisis de la sexualidad que sintonizan con los procesos reguladores, parten de puntos de vista explícitos, como muestra todo tipo de normativa escrita, o implícitos, como son los usos y costumbres de práctica consuetudinaria que no necesitan de la regulación por escrito. Ambos puntos de vista, sin embargo, reflejan preconcepciones anuladoras del sujelo. Representan ideas de un discurso formulado verticalmente. de arriba abajo: de un discurso de poder, por muy enraizadas que estén las ideas en la cultura. Los segundos, son procesos «reactivos»; tienen al individuo como protagonista, til individuo, como actor social que es, «reacciona» aceptando o rechazando la hegemonía de las pautas culturales de la sexualidad. Así, la ordenación simbólica que moldea la sociedad y encuadra al individuo no tiene la uniformidad y consistencia que en sí misma sugiere. Los símbolos y la significación social que inducen y congregan no son irrompibles e imperecederos. Por el conlrario, potencian modificaciones y. en cierto sentido, en lugar de permanecer fijos y ordenados, tienden a desordenarse. Más aún, según Plummer (1991:167) el «orden simbólico siempre implica desorden: aparecerán ambigüedades, los fenómenos no encajarán, surgirá nuevo material que ponga en peligro la pureza del simbolismo vigente». 5 Ambos procesos, los reguladores y los reactivos, hay, pues, que tenerlos en cuenta. para construir modelos culturales específicos de sexualidades. Y, además, en esta línea de razonamiento, cabría añadir, que el científico dedicado a investigar la sexualidad, como sujeto social que es, también puede incurrir en dos lógicas procesuales. Una que remite a la aceptación y el continuismo de prácticas científicas que obvian el constituyente social de la sexualidad, como puede ser el modelo biomédico o el mismo modelo de influjo cultural antropológico que, sin obviar el componente de cultura adherido a la sexualidad, opta por hacerlo descansar en bases biologistas unlversalizantes. La otra lógica procesual rompe con la continuidad imperante en un momento dado y crea nuevos paradigmas interpretativos que remodelan y deconstruyen los fundamentos comprensivos de la sexualidad, como sucede con la construcción social y el modelo sociocultural de la sexualidad. A tenor de lo indicado, el modelo de influjo cultural es un modelo de rasgos contradictorios. En cuanto refiere a los antropólogos y en cuanto refiere a los contenidos. Los antropólogos quiebran el abstencionismo sexual, pero no logran desunir el vínculo de inmanencia de la sexualidad con la biología. Por un lado, interrumpen el continuismo de la omisión sexual; por otro, prosiguen con la continuidad, al permanecer aferrados a la inherencia biológica. Los contenidos, por otro lado, se sitúan entre la determinación de los instintos e impulsos sexuales y la diversidad de las experiencias culturales; entre la sujeción del sujeto y la práctica social que la desmiente; entre la variedad de la riqueza etnográfica y la pretensión, basada en presupuestos biológicos, de constreñir esa misma variedad. Los principios que dan contenido al modelo, de forma un tanto «esquizoide», se desdoblan, pues, contradictoriamente, en direcciones teóricas opuestas y difícilmente sostenibles en la práctica. Así, por ejemplo, el modelo de influjo cultural sostendrá, por un lado, que la sexualidad está determinada biológicamente. Y, por tanto, en este sentido, es un modelo esencialista, en el que las conductas sexuales están predeterminadas por ¡a biología: la genética, las hormonas y, por extensión, la anatomía y la fisiología corporal. Igualmente, los actos sexuales en este modelo son, ante lodo, actos «naturales»; al igual que la expresión de la sexualidad es una conducta ineludiblemente «natural». Por otro lado, el modelo de influjo cultural, en forma opuesta a la anterior, expone que en la cultura se asientan las bases de la motivación o desmotivación sexual de la expresión de la sexualidad. O, lo que viene a ser lo mismo, que actos, actitudes, conductas y relaciones sexuales se modelan en sociedad por medio de !a cultura y a través del aprendizaje de la misma. Además, indica que son las etnografías las que han mostrado a las sociedades occidentales que las actitudes y prácticas sexuales «exóticas», por su diversidad, no engarzan en modelos de alcance universal. Más aún, la contradicción se agranda si los actos sexuales enmarcados en sociedad y cultura, como se nos dice, pueden tener significación y alcance universal, como también se nos indica. En particular, en términos de identidad y de significados subjetivos. ¿Cómo puede asumirse, como de hecho sucede, que actos sexuales cultural mente diferenciados, que se nos muestran como idénticos o similares, puedan tener la misma lectura y el mismo significado, en distintas sociedades separadas por el espacio y el tiempo? La respuesta, en su último y definitivo análisis: al disponer de la misma esencia biológica. Con lo cual, el «uno y trino» teológico se transforma, en el modelo de influjo cultural, en «uno y múltiple» biológico; la biología esencialista se diferencia en forma de múltiples culturas biologizadas. Un ejemplo, ya clásico, que desmiente la impronta del determinismo biológico y sostiene la diversidad cultural, es el de la homosexualidad. Los actos homosexuales tienen distinta lectura e interpretación, significados diferentes, según la sociedad en que se manifiesten: la Grecia de Hornero, el Japón feudal, los azande de Sudán, los sambia de Papua Nueva Guinea, los hijras de la India, los xanith de Omán, el we'wha de los zuñi de Norteamérica y los gays del barrio de Chueca de Madrid (véase Herdt, 1997). Todos los ejemplos apuntados son el resultado de organizaciones sociales diferentes que facilitan, hacen prescrictiva o restringen la expresión de la homosexualidad. En todos ellos, por encima de parecidos o similitudes, hay posturas de permisividad social o de resistencia colectiva a la restricción que ejerce la sociedad (para impedir que los derechos de los homosexuales alcancen el mismo nivel que el de los heterosexuales). Además, los roles homosexuales se ejercen cultural mente, de modo que entre ellos hay diferencias culturales sustanciales que no permiten ser encuadradas en un mismo marco conceptual; también hay prácticas nítidamente diferenciadas; y, sobre todo, hay, detrás 6 de todo ello, una organización y una estructura social que hace posible que la manifestación sexual, en su práctica en sociedad, se exprese de una forma u otra. Pueden distinguirse : a) relaciones homosexuales estructuradas por edad; ¡as relaciones del eroslés (adulto) y del éramenos (muchacho) de la Grecia homérica; las de los samurai, con los jóvenes aprendices a guerrero, del Japón feudal; los matrimonios entre jóvenes soldados y muchachos acompañantes de los azande (relación que permaneció vigente hasta la ocupación de! Sudán por la administración colonial del Reino Unido; las prácticas iniciatorias entre jóvenes y niños de los sambia; b) relaciones homosexuales enmarcadas en la transformación del género y de los roles que le caracterizan: varones biológicos que adoptan vestidos, actitudes y trabajos «propios» de mujeres y, en general, asumen roles sociales femeninos, como es el caso de los hijras, los xanith y el wc'wha zuñi; y c) relaciones homosexuales entre «iguales», como son los gays de las sociedades (pos)modcrnas. El determinismo biológico que apunta el modelo de influjo cultural queda invalidado en los ejemplos de homosexualidad que han quedado más arriba indicados. Las conductas homosexuales, a tenor de la variedad de práclicas posibles, no son «fotos fijas», como se pretende desde posturas esencialistas, enclaustradas en la biología. Son los esencialistas quienes, haciendo caso omiso de la diversidad cultural, suplantan las homosexualidades y reconvierten sus significados plurales en una sola y fija homosexualidad. Sin embargo, cuando a la biología se la aplican criterios deterministas se la está haciendo un flaco favor. No se pueden entender las sociedades, integradas por sujetos con capacidad de autoorganización, en términos exclusivamente biologistas. La biología no merece tal trato. El uso y abuso de la biología con fines i ndeseadosc indeseables no es nuevo. En nombre de la biología y en detrimento y anulación de la organización social se lian hecho juicios temerarios y excesos implacables, se han dicho verdaderas necedades y rotundas barbaridades. Hacer de la sexualidad un modelo biológico reúne un poco de todos esos ingredientes. A finales del siglo XIX Lombroso afirmaba que el criminal «nacía» y, además, añadía que los rasgos de la cabeza y las facciones de su cara se hacían fácilmente reconocibles. Su vida, pues, estaba anticipatoriamenle predeterminada por la biología. Pocos científicos, hoy en día, serían capaces de invocar las ideas de Lombroso. Sin embargo, hay científicos que explican la homosexualidad en clave determinista y base biologisla (Weill, Henry, Le Vay, Alien, Gorski y Hamcr son algunos de ellos). Y, sin embargo, sus propuestas no están contrastadas. Sus postulados se resisten a la demostración. A veces, en la comparación que se hace entre dos (o más) autores, aquello que se argumenta, resulta contradictorio. Por ejemplo, para Weill, los homosexuales tienen desarrolladas las caderas. Para Henry, por el contrario, las tienen poco desarrolladas. Otras veces, lo que se presenta inconcusamente, no se evidencia en investigaciones posteriores. Así: para Le Vay, los homosexuales muestran un núcleo intersticial del hipotálamo más pequeño que el de los heterosexuales; Alien y Gorski sostienen que el conjunto de fibras nerviosas que constituyen la comisura anterior del cerebro tiene dimensiones más anchas en los homosexuales que en los heterosexuales; y Hamer no duda en afirmar que la conducta homosexual está cuasi determinada por los genes (véase Hamer y Copeland, 1998; Horgan, 2001; Jordán, 2001; Le Vay, 1995; Lcwontin, Rose y Kamin, 1996; Plummer, 1981). Haciendo en todos los casos abstracción de consideraciones sociológicas y antropológicas y de la conducta homosexual plural. «Si la organización social humana, con sus desigualdades de status, riqueza y poder, es una consecuencia directa de nuestras biologías (....) Lo que somos es natural y, por lo tanto, irrevocable (....} El determinismo biológico es, entonces, una explicación reduccionista de la vida humana en la que las flechas de causalidad van de los genes a los humanos y de los humanos a la humanidad. Pero es más que una simple explicación: también es política» (Lewontin, Rose y Kamin 1996: 30). Y en ella radicad hecho de que la justificación biológica anule teóricamente la condición sociológica del indivi duo, permitiendo en la práctica que las desigualdades sociales vayan en aumento (Jordán, 2001). Que las instituciones se caracterizan por su hacer político es evidente. Veámos-lo, con un ejemplo. El SIDA supuso, entre otras muchas cosas, un cambio importante para la investigación de la sexualidad. Académicamente olvidada y financieramente sin apoyos, la emergencia del SIDA sorprendió a las instituciones, obligando a estas a incentivar proyectos de investigación sobre sexualidad. No exclusivamente 7 biomédicos, lo que propició la incorporación de científicos sociales a tales proyectos de investigación. Sin embargo, poco duró la alegría en casa del pobre. Hl apoyo a la investigación, financiado institucionalmente, podía significar —y, en breve, significó— el fbrtaleci-mienlo de la interpretación hiomédica de la sexualidad y, por extensión, del modelo de influjo cultural antropológico. La realidad ha mostrado que desde 1991, las instituciones han favorecido —y con creces—- la financiación biomédica de la sexualidad. Una apuesta institucional decidida por una aproximación que le resulta, con diferencia, menos crítica y complaciente que la que pudiera surgir, en caso de financiarse, de la investigación social y cultural de la sexualidad. Siendo ésta menos conformista con las directrices institucionales y, por ende, menos controlable por las instituciones que la encarnan. Sin embargo, a pesar de la falta de apoyo financiero, la contribución antropológica y de otras ciencias sociales, a la sexualidad, desde la construcción social ha ido en aumento. Vertiginosamente, puede decirse, sin exageración alguna, a partir de esa fecha paradigmática, situada en el inicio de los noventa. Quedan atrás los tiempos en que, según Vanee (1983), mencionar, en una reunión internacional de sexología, que el sexo, la sexualidad y el género están configurados por la historia y son productos de experiencias sociales, además de resultar «chocante», provocaban risitas nerviosas en los oyentes y el ostracismo social de quien las pronunciaba Representaciones: sexualidad, sociedad, cultura En este epígrafe se indicarán referencias muy concretas de algunos antropólogos estudiosos de la sexualidad. Estudiosos que, en !a época en que la sexualidad estaba desterrada a los «infiernos»— la que se extiende, por centrarla, aunque sea de forma un tanto rígida, desde 1930, hasta 1975—, arriesgaban, en caso de dedicarse centralmente a la investigación sexual, sus carreras profesionales, ante las posturas de desidia, rechazo y erotofobia institucional. La antisexualidad manifiesta de las instituciones universitarias y, arrastradas por ellas, de las asociaciones de profesionales de la antropología —fue en 1961, por primera vez, cuando la American Anlhropolügical Assoctation incorporó, como tema de debate público, de forma oficial, la sexualidad a su agenda— no impidió, sin embargo, que escritos discrepantes, aunque marginales y marginados, o poco difundidos (como el artículo de Kluckhohn, al que nos referiremos a continuación) mostraran sus reflexiones a aquellos colegas «descarriados» que quisieran leerlas. De esas representaciones antropológicas de la sexualidad, de las que aquí se rescatan algunas de ellas, que ocupan un periodo transicional, aunque muy largo, que va desde el cese de las publicaciones de Malinowski, a las primeras contribuciones del construccionismo social se tratará a partir de ahora. En concreto, se {representarán las contribuciones de Kluckhohn, Honigmann, Tragcr y La Barre. Kluckhohn es un antropólogo que desde su posición académica en la Universidad de Harvard tuvo gran predicamento entre colegas. Sus escritos relacionados con la sexualidad, sin embargo, son menos conocí dos. Aquí rescatamos un artículo (Kluckhohn, 1948) que permitió al autor formular el/su punto de vista desde la antropología, en relación al primer tomo de los informes Kinsey que, como se sabe, refiere a la sexualidad del varón norleamerieano (Kinsey et al, 194K). Nada más iniciar el escrito. Kluckhohn, en su primera frase, afirma algo que al construccionista social resultará sorprendente. Nos informa de que el interés de la antropología radiea en mostrar la variedad «biológica» y «cultural» de la vida humana. Recordemos que, en los cuarenta, en los departamentos universitarios de Estados Unidos, la Antropología era el crisol protector de cuatro vertientes: la cultural, la biológica, la lingüística y la arqueológica. Siguiendo los criterios académicos del momento, Kluckhohn lo que hace es aplicar a la sexualidad las dos primeras vertientes, de las cuatro que conforman la Antropología. Añadir, inmediatamente después a esa primera frase, que un interés adicional es descubrir de qué forma intervienen los factores que precipitan esa variedad, no resta fuerza al hecho de que la carga biológica del ser humano se contemple, hoy se diría, pluralmente. Se pregunta;'/; tolo, es decir, biológica y cultural mente, cuáles son los rasgos que fijan las dimensiones de la variedad humana. Kluckhonn. con todo, no profundiza en las respuestas a las preguntas que se hace y deja al lector con la duda de en qué consiste la variedad biológica. También se pregunta qué características definen la universalidad de las pautas, aunque en esta pregunta, 8 paradójicamente, se menciona explícita, única y exclusivamente la cultura; desentendiéndose en la pregunta de la formulación de la universalidad de la biología. En las respuestas que siguen, a medida que el artículo progresa, va quedando cada vez más claro que la variedad, a la que alude Kluckhohn, está impregnada de tintes culturales y la biología parece tornarse en algo más impenetrable. Como cuando dice (p. 92) que la práctica cultural altera la biología del sexo y además la deforma, como sucede en la circuncisión y subincisión masculina y en la excisión o circuncisión del clítoris o en !a dilalación de los labios vaginales. O cuando, refiriéndose a conductas sexuales, señala (p. 95} que «algunas personas han probado casi todo lo que era fisiológica y anatómicamente posible». Quiero entender que en estas apreciaciones, que Kluckhohn extiende sobre el largo transcurrir de la historia del ser humano, la cultura, en sus múltiples formas, envuelve a la biología, como se desprende de la primera de las formulaciones. Pero también parece que la opacidad eubre la transparencia y la biología se apodera de la cultura, como sucede en la segunda formulación. Quiere culluralizar la biología, pero ésta, a veces, se le impone como remora, como lastre indescargable. En realidad, el autor se muestra hermético y ambivalente. Cierta ambivalencia se nota también en las palabras de Kluckhohn, al indicar la forma o formas en que la antropología puede relacionarse con el informe Kinsey. Primero, se nos dice que la sexualidad, para la antropología, queda desdibujada, al no investigar conductas sexuales. Y, además, los datos no se presentan sistemáticamente (p. 88). Ka pregunta de rigor es ¿cómo se puede presentar sistemáticamente lo que no ha sido objeto de investigación previo? Luego, se nos señala, más consecuentemente, que, así, la sexualidad que recoge la literatura antropológica es incomparablemente más pobre que la registrada por Kinsey y colaboradores en el informe, del que los antropólogos pueden aprender y beneficiarse. Salvo el estudio comparativo sobre la reproducción humana de Ford (1945), que Kluckhohn califica de excelente, no hay producción antropológica de nivel equivalente. Además, las publicaciones antropológicas sobre sexualidad de finales del siglo XIX y principios del XX son de nulo interés científico y de ¡mención pornográfica. La vida sexual de los salvajes es una descripción moderadamente satisfactoria, pero no ofrece los mínimos datos para establecer estadísticas y frecuencias de la expresión de las conductas sexuales. Una mejor calificación parece tener el escrito de Devereux sobre la homosexualidad institucionalizada de los mohave. Y, con él, los escritos, también referidos a la homosexualidad, de Westermarck y, sorprendentemente, los de un antropólogo de expresión no inglesa y, por añadidura, nunca citado por el grueso de la profesión: Requena. A pesar de reconocer que los escritos de Roheim proporcionan información de interés para comprender la vida sexual, su información no abunda en cifras y, en conjunto, no salen muy bien evaluados, por entender que su aproximación psicoanalítica es muy sesgada. Con este tipo de formulaciones, las preguntas que hay que hacer a Kluckhohn son ¿qué pretende de la Antropología de la Sexualidad? ¿Trastocar la descripción cualitativa que caracteriza a la Antropología, por una aproximación cuantitativa que recoja cifras, estadísticas y frecuencias sexuales, como parece desprenderse de su reflexión? ¿Sustentar su versión de que los relatos antropológicos del XIX se inclinan hacia la pornografía, por no anticiparse a la línea seguida por Kinsey? Finalmente, la ambivalencia se manifiesta cuando hace uso de porcentajes, con el fin de establecer una aproximación cuantitativa que le permita recurrir a hacer comparaciones, sobre actitudes y conductas sexuales de los navaho, estudiados por él y por Leighton (Leighton y Kluckhohn, 1947), con el informe Kinsey. Al forzar de esta manera los principios antropológicos de descripción cualitativa, lo que consigue es un acercamiento cuantitativista al hecho sexual o, por utilizar sus propias palabras, una «aproximación taxonómica» de los navaho. Que de tacto resulta ficticio, por razones diversas: básicamente relacionadas con conductas sexuales y conductas culturales. De forma que la información disponible de algunas conductas sexuales, que el mismo Kluckhohn expone (p. 103), no es la más apropiada, por su cuantificación y por sus carencias etnográficas. Por ejemplo, se refiere cuantitativamente a las técnicas utilizadas en la masturbación y en el coito, y al tiempo que se requiere en varones y en mujeres para alcanzar el orgasmo y a las fantasías empleadas para la excitación sexual. Además, sin que haya reflejo de descripción alguna, ios contextos culturales de los navaho y norteamericanos dan interpretaciones distintas a las mismas prácticas y, consecuentemente, conducen a significados distintos, que resultan por ello incomparables. Por mucho que se 9 quieran ílexibilizar los componentes, elementos y factores que les dan la significación, sin que se nos advierta en ningún momento de tal consideración. Forzar los hechos, como entiendo que hace Kluckhohn, para acomodarse a una comparación que resulta ilusoria, es incurrir en posturas ambivalentes. Sobre todo, cuando por encima de las técnicas y los métodos cuantitativos de otras disciplinas, se sigue confiando en las técnicas y los métodos tradicional mente cualitativos de la Antropología (aunque a veces parezca lo contrario). Y, adición al mente, cuando se piensa que los significados de las conductas sexuales, producto de una (difícilmente) cuidadosa observación antropológica, permiten unir (difusamente), como queda dicho, biología y cultura. Las conexiones biológicas-culturales se ordenan, según Kluckhohn, por medio de la Antropología y redundan en puentes unitivos entre el sexo como fisiología y el sexo corno un factor enmarcado por pautas conductuales integradoras (p. 91)- Resultando, de hecho, un juego equívoco de equivalencias. Una formulación clara de lo que es la sexualidad para la antropología, la encontramos en Honigmann (1954). El autor, aprovechando el debate que había generado en Estados Unidos las publicaciones de Kinsey sobre la conducta sexual de los varones, en 1948, y la conducta sexual de las mujeres, en 1953, se suma al mismo, con el fin de dar a conocer la/su versión antropológica. Honigmann critica el uso que los informes Kinsey hacen del material antropológico, a la hora de establecer comparaciones con la realidad sexual norteamericana. La crítica se cierne básicamente en dos puntos. Por un lado, las comparaciones se hacen para demostrar la universalidad de ciertos patrones sexuales, sin que en ningún caso se tengan en cuenta las diferencias culturales de las sociedades que se comparan. Por otro, a Honigmann le parece que los informes usan fuentes secundarias, de manera que la utilización es excesivamente receptiva, no crítica. Así, por ejemplo, las referencias a Crawley y Westermarck. Dado que la aproximación antropológica al objeto de estudio está alejada del cuantitativismo adoptado por Kinsey y colaboradores y que las etnografías sobre sexualidad son escasas, se puede concluir, según Honigmann, que la práctica norteamericana relacionada con la masturbación, con el coito marital y con el coito fuera del matrimonio, así como los «contactos homosexuales y los contactos sexuales con animales» (1954 : 14) no son probablemente ni más ni menos frecuentes que los que presentan otras sociedades. En otras palabras, con las comparaciones usadas por Kinsey se nos dice poco. No llevan a ningún lugar, se nos hace desplazar etnográficamente para permanecer en el mismo sitio. Por otra parte, las predicciones desarrolladas en el escrito de Honigmann, señalan la posibilidad de que algún día y de alguna forma, las conductas sexuales, gracias a las aportaciones venideras de la Antropología Cultural, puedan ser generalizables. En definitiva, se distancia de los informes Kinsey, por ignorar la cultura, en general, y las diferencias culturales, en particular. También rechaza los criterios de universalización que de los informes se desprenden, pero lo hace para acercarse a esa misma presentación universal de conductas sexuales, basándose en aspectos estrictamente culturales. Llega, en suma, a un mismo objetivo, por otra vía: la de las leyes de una cultura sexual que refleja conductas universales. El hecho de que el interés antropológico, como en las ciencias naturales y, más precisamente, en las biornédicas, se centre en la búsqueda de patrones universales, conduce a Honigmann a un dilema no resuelto, especie de callejón sin salida. Para él. el antropólogo trata de relacionar todos los aspectos y los hechos, las acciones y las manifestaciones sociales de una comunidad concreta, pero el fin último no es el de instituir proposiciones aisladas, descolgadas y particularizadas. Por el contrario, el antropólogo trata de proponer criterios de validez transcultural. Sin embargo, dadas las limitadas contribuciones de las investigaciones antropológicas al desarrollo del conocimiento de la sexualidad, el establecimiento de patrones universales, se hace en la práctica imposible. Honigmann es muy consciente de ello, lo que, sin embargo, no le impide adoptar criterios de formulación —por anticipatorios que fueran—universal. La escasez etnográfica-descriptiva sobre sexualidad es la que obliga a Honigmann a mostrar un pobre elenco antropológico de referencias bibliográficas: Pedrals, Malinowski y Ford y Beach. De Pedrals (autor, por cierto, difícilmente encontrable en las referencias posteriores de los 10

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Antropología de la sexualidad y diversidad cultural nos sitúa frente a un conjunto de escritos sobre conductas, actitudes y creencias sexuales. Que es fruto de las contribuciones más recientes realizadas desde el ámbito de la Antropología. En sus páginas se legitima la necesidad de establecer
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