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anales de la universidad PDF

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ANALES DE LA UNIVERSIDAD AÑO XXIX MONTEVIDEO-1919 I ENTREGA-N» 104 HISTORIA DEL URUGUAY Doctor EDUARDO ACEVEDO TOMO II I (CONTINUACIÓN. — Véase la entrega N.° 103) I GOBIERNO DE RIVERA.—1838-1843 INTRODUCCIÓN A LOS CAPÍTULOS I-VI Rosas desconoció abiertamente la legitimidad del gobierno de Ri vera, porque Rivera era el aliado y protector de los emigrados y porque Convenía a los fines imperialistas de la política argentina que la guerra civil fuera endémica en el territorio uruguayo. Al aplaudir la resolución que atribuía a los orientales de recurrir a las armas, anticipaba el propósito de "robustecer" esa resolución, o lo que es lo jnismo, de ayudar a Oribe en su futura campaña militar. ¿Pero tenía Rosas la idea de ir al romipimiento efectivo de las hostilidades hasta dar a la guerra civil que él estimulaba, el ca rácter de una guerra internacional? ¿O echaba mano de Oribe en la misma forma en qu« había echado mano de Lavalleja, sobre la base de ofrecimientos militares que jamás llegaba el caso de hacer efec tivos en toda su integridad? Si Rivera hubiera consultado exclusivamente los intereses uru- Anales de la universidad guayos, se habría limitado a ponerse en guardia, a organizar un ejército fuerte para asegurar la estabilidad de la paz y fomentar los progresos internos. Rosas estaba en lucha con la escuadra francesa y con buena parte de las provincias argentinas que se erguían contra su dictadura. No le convenía absolutamente agrandar su teatro de guerra. No le con venía lanzar sobre el territorio uruguayo ejércitos que necesitaba para consolidar su predominio, ni tampoco dar nuevos y poderosos argumentos de intervención a la Francia, que ya bloqueaba sus puertos, y al Brasil que poKiía intervenir en cualquier momento a título de parte en la Convención de Paz de 1828, pero en el fondo para reanudar la política de absorción de territorios a que esa Con vención había puesto término. Era absolutamente improbable, pues, que el dictador argentino llevara adelante su declaración de guerra. Y siendo así, el formi dable progreso económico que se iniciaba en el Uruguay bajo la triple presión de las ventajas naturales "de su territorio, de la ex trema liberalidad de sus instituciones y de las violencias de Rosas, se habría encargado de arrancar de la cabeza de Oribe toda espe ranza de reivindicación armada. Desgraciadamente, Rivera estaba dominado por dos influencias in teresadas en sacarlo de esa situación de absoluta expectativa que le imponían los verdaderos intereses uruguayos: la de los emigrados argentinos y la de la escuadra francesa. Los emigrados argentinos basaban en el Gobierno Oriental todos sus, planes revolucionarios. Sin su concurso no podían organizar ex pediciones contra Rosas, ni tampoco promover el levantamiento de las provincias del litoral. Tenían, pues, un interés extraordinario en provocar el rompimiento. Y para conseguirlo, contaban con los pri meros hombres de pensamiento y de acción de su patria, estadistas de talento como Rivadavia y Florencio Várela, y generales como Lavalle, todos ellos del círculo íntimo de Rivera y de su eminente Ministro don Santiago Vázquez. Todas las opiniones de la época están contestes en que la influencia argentina era incontrastable cuando Rosas lanzaba su anatema contra Rivera. Para los agentes franceses no era menos precioso el concurso de Rivera. Ellos tenían absoluta necesidad del Gobierno Oriental para asegurar la efectividad del bloiqueo de las costas argentinas y para quitarle a la lucha contra Rosas el cariz de tentativa de conquista o de manotón internacional que habría podido atribuírsele. Teniendo a Rivera de su lado, agregaban además al poderío de la escuadra el poderío inmensamente más valioso de los ejércitos de tierra. Foco o nada les significaba el pleito entre Rivera y Rosas, que sólo se pro ponían explotar en provecho del interés francés. Podían ofrecer a Rivera una escuadra, algunos millares de fusiles y algunas decenas de miles de pesos, y todo eso lo ofrecieron con la promesa comple mentaria de nuevos y poderosos aportes de tropas y recursos, sin perjuicio de dejar en Ja estacada al Uruguay, una vez que juzgaran más conveniente transigir con Rosas, En vez, pues, de despreciar los gritos de allende el Plata y de limitarse a dificultar la reanudación de la guerra civil, resolvió Ri vera recoger el guante que le arrojaba Rosas y declararle la guerra, realizando antes un tratado de alianza con el Gobierno de Corrientes que l'lenó de alarma al dictador argentino y dio lugar a mediados de 1839 a la invasión de Eohagüe, que es el verdadero comienzo de la Guerra Graniie. , . ^ Tal fué la gravísima falta política de Rivera: haberse dejado transformar de fuerza directriz que reaümente era, en instrumento Anales de la universidad de la política francesa a cargo de la escuadra bloqueadora de Buenos Aires, y de la política argentina a cargo de los emigrados radicados en Montevideo. Pero esa transformación de Rivera no resulta tan grave como la de su antagonista Oribe, al abandonar él también la posición que ocupaba como fuerza directriz, para asumir la jefatura del ejército argentino encargado de exterminar a los adversarios de Rosas en las provincias alzadas contra su dictadura, y de lanzarse luego sobre el territorio uruguayo con el programa de perpetuar el estado de gu&rra, mientras sus soldados permanecieran bajo banderas. El paréntesis que media entre la victoria de Cagancha a flnes de 1839 y la invasión de Oribe a principios de 1843, revela con sus fuertes- oleadas de inmigrantes europeos que en pocos años más de paz internacional, el Uruguay habría podido conquistar su plena y aeflnitiva estabilidad política, en medio del profundo caos que reinaba en el Brasil y la Argentina. Y demuestra algo más. De muestra que si Oribe hubiera entrado a Montevideo, como pudo y debió hacerlo a raíz de la batalla del Arroyo Grande, la inmensa vitalidad del país se habría encargado de operar la reconstitución de las fuerzas periiidas, hasta asegurarle en materia económica el rango ©miníente que ya le habían conquistado en la América del Sur sus instituciones políticas y sus liberalísimas leyes orgánicas. Oribe, desgraciadamente, que sólo actuaba como lugarteniente de Rosas, no tenía instrucciones para entrar a Montevideo: las tenía solamente para sitiar la plaza y perpetuar el estado de guerra, y a esas instrucciones resolvió sujetarse sin que lo asustara la pers pectiva de la ruina de su patria, bajo forma de despoblación y de exterminio de fuentes de riqueza. Anales de la universidad CAPITULO I El gobierno de Rivera del punto de vista político Después de la caída de Oribe. Una vez aceptada la renuncia de Oribe, asumió el poder don Gabriel Antonio Pereira en su calidad de Presidente del Senado. Era el nuevo mandatario uno de los firmantes del manifiesto legislativo de mayo de 1837, que hablaba así de Rivera: ^'Grenio maligno"...; "caudillo ambicioso, que juzga que el pueblo es su patrimonio"... y "que hollando la Constitu ción y las leyes y olvidado de lo que debe a su patria, se ha atrevido a levantar el pendón de la anarquía, sin más causa que su falta de respeto" a la voluntad del pueblo. Reaccionando contra esas declaraciones, Pereira se dirigió en el acto a Rivera para decirle que lo reconocía "como el digno representante de la fuerza armada, con cuyos votos se uniformaba la nueva administración", y pedirle que sacara a la Capital "de la situación lamentable y peligrosa en que la había colocado una sacrilega resistencia". Dictó al mismo tiempo un decreto en que declaraba que eran "altamente in dignos del pueblo oriental, contrarios a su voluntad bien cono cida y ofensivos a su nombre y a su civilización", todos los decretos, acuerdos y disposiciones lanzados contra Rivera desde julio de 1836 y mandaba testar los documentos respec tivos, como testimonio de que la República "desconocía, re chazaba 3^ detestaba esos actos de oprobio y de ignominia". Rivera asume la dictadura. Pocos días después entraba Rivera a la plaza y asumía el mando, dirigiendo con tal motivo al país un manifiesto o decla ración de los principios a que ajustaría su conducta de go bernante. Según ese manifiesto, que corresponde a los primeros días de noviembre de 1838, la República "salía de una época de 10 Anales de la Universidad calamidades, de retroceso y de degradación, para empezar otra que habría de ser de reparación, de prosperidad y de gloria"; y Oribe había sido arrojado "de un puesto que no era suyo", por "la irresistible fuerza de la opinión pública y por las lanzas del ejército constitucional, ministro de la vo luntad del pueblo uruguayo". Oribe, sin embargó, había subido a la presidencia por el voto de todos- los miembros de la Asamblea y mal podía pre sentársele como un usurpador. Era un vencido por las lanzas alzadas contra las autoridades constituidas, los verdaderos representantes del pueblo uruguayo para Rivera. El propio manifiesto se encargaba luego de descubrir el verdadero móvil de la revolución triunfante. "No es de aquí — decía — poner en duda la legalidad de su elección; pero la República entera tiene el íntimo conven cimiento de que la debió exclusivamente a mi influjo... Los primeros pasos del hombre funesto se dirigieron a minarm'3 en la opinión, a hacerme desaparecer de la escena pública". Está ahí encerrado el programa de la revolución. Oribe, elegido por la influencia de Rivera, había querido independi zarse de su tutor y por eso se habían erguido contra él la» lanzas del "ministro de la voluntad popular". Comprendiendo, sin embargo, que un agravio personal no era suficiente para justificar la guerra que acababa de asolar al. país, se apresuraba Rivera a formular en esta forma el proceso contra Oribe: '' Sofocada la imprenta; atropellada la seguridad individual; dilapidada la Hacienda pública; deportados los hombres más distinguidos; organizada la delación y el espionaje; violada la correspondencia particular; convertido el suelo oriental en cárcel de un gobierno extraño; introducidas las huestes de éste clandestinamente en la República; prostituida ante el ex tranjero la dignidad nacional; y el asesinato alevoso empleado como resorte político". Todos estos capítulos de agravios eran posteriores a la revo lución y por lo tanto no podían ser invocados como causa deter- minaiate de ella, salvo en lo relativo a las vinculaciones de Ofibe con Rosas, vinculaciones que al tiempo del alzamiento de 1836 no datban todavía 'base para protestas armadas. Sólo la necesidad de agregar al móvil personal del ex Presidente, vm&o que en realidad afotuaba, razones de interés genersil, ex- jphGdk las referencias del mapifiíesto a medidas emaniadas de Anales de la Universidad 11 la guerra misma, como las prisiones y destierros y el cargo sobre pretendida dilapidación de la Hacienda pública. Debía ser saltante la flojedad de esa parte del manifiesto, cuando su autor tuvo necesidad de alzar el punto de mira, dando su verdadero carácter a las contiendas en que había intervenido, contiendas de sello netamente personal, según se ^xrá por el párrafo que subsigue: ''Ocho años contamos de existencia política, perdidos la mentablemente en ensayos, o psrnieiosos o estériles. Los erro res de todos, los míos también, expusieron la República a vici situdes continuas; agotaron inútilmente sus inmensas fuerzas de producción y de vida; dispersaron los elementos de la civi lización e impidieron hasta hoy que el orden social reposase sobre bases indestructibles. Es tiempo de aprovechar las lec ciones de la experiencia; de buscar el remedio a tanto mal; y de resolver el gran problema de que depende la tranquilidad y entidad de los Estados americanos: sustituir el imperio de las cosas a la influencia de las personas; conquistar la estabi lidad. Y sólo hay un camino para resolver ese problema, crear instituciones buenas y propias; educar y formar sobre ellas la conciencia y la moral del pueblo y habituarle a respe tarlas con religiosa veneración". ¿Qué proponía Rivera para conseguir estos resultados? He aquí su programa: • "Convencido por los hechos de la confianza que merezco a la Nación, declaro ante ella con la franqueza que a esta posi ción corresponde, que me juzgo con los medios, con la capa cidad y eon la voluntad suficientes para remover todos los obstáculos que se oponen al libre ejercicio de la Constitución; para afianzar de un modo perdurable el orden social; y para impedir que se repitan en la República conmociones y tras- tomos que concluirían por proscribir de la civilización el nombre oriental". En consecuencia "declaro": "Que me hago garante de las instituciones constitucionales de la República, tales como se encuentran establecidas en nues tro código político. Que para hacer efectiva esta solemne ga rantía, suspendo momentáneamente el ejereieio de los altos poderes constitucionales. Que esta suspensión durará tan sólo loe días estrictaimente necesarios para restablecer el orden, aballar las pasicmes y preparar el libre ejercicio de aquellos poderes". 12 Anales de la universidad La reforma constitucional. Para asegurar, pues, la sustitución del imperio de la ley al imperio de las personas, propósito ciertamente muy patriótico, empezaba Rivera por echar abajo el Cuerpo Legislativo y por asumir la dictadura, ofreciendo a la vez como prenda para el porvenir su garantía personal, es decir, una garantía que ya tenía acreditados en su haber nada menos que cuatro alza mientos contra las instituciones: el de 1826, en plena guerra de la Independencia; el de 1830, en la víspera de la jura de la Constitución; el de 1836 y el de 1837. El mal estaba, pues, realmente en las personas que se juz gaban con derecho propio al gobierno del país, Pero era más cómodo atribuirlo a las instituciones y en consecuencia resol vió Rivera emprender la reforma de la Carta Fundamental, como medio de evitar la reproducción de las revoluciones que estaban arruinando al país. A raíz, pues, de su manifiesto o declaración de principios, publicó un decreto llamando a elecciones para constituir una nueva Legislatura encargada de abordar la reforma consti tucional. En ese decreto se haeía el proceso de las Cámaras derroca das: los comicios de 1836, de que emanaban, habían sido vi ciados por la violencia oficial; y ellas habían tolerado en si lencio la supresión de la libertad de imprenta, el arresto y deportación de ciudadanos y extranjeros, la supresión de la seguridad individual, las alianzas con Rosas y la entrada de tropas extranjeras al territorio nacional. No eran nuevos, ciertamente, algunos de esos vicios, ni aje nos a Rivera otros: las elecciones anteriores a 1836 se habían hecho bajo la influencia abrumadora del mismo Rivera, y en cuanto a alianzas con los goibiernos extranjeros y entrada de tropas al territorio uruguayo, podía Oribe reprochar al acu sador sus vinculaciones con la escuadra francesa. Próxima ya a instalarse la nueva Legislatura, resolvió Ri vera dirigirse al país para explicar la necesidad de la reforma constitucional. La Nación — decía en su manifiesto de febrero de 1839 — acaba de pronunciarse abiertamente a favor de la reforma^ La tiranía del régimen colonial "en que no se veía ni se ima ginaba otra acción que la del Poder Ejecutivo, formó natu- Anales de la universidad 13 raímente en los pueblos que sacudieron su yugo un senti miento y una conciencia hostiles a ese Poder y los inclinó a depositar exclusivamente su confianza en las asambleas repre sentativas." Tal fué el primer error. El Poder Ejecutivo ne cesita desplegar una acción vigorosa y concentrada, y estando en la imposibilidad de hacerlo, cae como víctima de la ley o salta todas las barreras. Otro error fué el de no promover la educación municipal. Las Juntas Económico-Administrativas, o no desempeñan servicio útil alguno, o entorpecen la acción del poder central. Hay necesidad de robustecer la parte del Poder Ejecutivo, pero hay que dejar también al pueblo la parte que puede atender desde ya, sin perjuicio de futuros ensanches. Un tercer error ha sido el de apoyar en la fuerza material todas las garantías constitucionales, cuando el sostén verdadero ha de buscarse en las costumbres y en la moral del pueblo, mediante el desarrollo de la educación pública y el ejercicio habitual de todos los derechos. Terminaba el manifiesto expresando la necesidad de multi plicar y facilitar las comunicaciones aumentando las postas y el correo, franqueando los caminos, allanando los obstáculos que nuestros copiosos ríos oponen al tránsito de los hombres y de las riquezas. En concepto de Rivera, pues, dentro de nuestro régimen constitucional las Cámaras lo absorbían todo y el Poder Eje cutivo carecía de fuerzas propias. Y, sin embargo, si algo habían exagerado los constituyentes, era en el sentido contra rio: al dar al Poder Ejecutivo, como le dieron, la parte del león en la distribución de las funciones públicas. Pero, como hemos dicho, era más cómodo atribuir a las ins tituciones los males imputables a la ambición de los hombres bajo forma de revueltas incesantes para la conquista del go bierno, y entonces lo que había que hacer no era pedir a los eauidillos que refrenasen sus apetitos de mando y que pres tasen acatamiento a la ley, sino promover la reforma de la ley para aumentar las facultades de los Presidentes! El olvido del pasado. Algo más noble se propuso realizar Rivera, y eso sí que estaba incorporado a su estructura moral: la obra de aproxi mación de los orientales. "El pueblo oriental y yo, como su representante, — decía 14 Anales de la Universidad en un decreto de mediados de noviembre de 1838 — deseamos y sancionamos perpetuo y absoluto olvido de opiniones ante riores a esta fecha. La libertad y seguridad personal de todos los habitantes de la República son reconocidas sin excepción, como principios fundamentales de mi conducta y quedan desde este momento bajo mi inmediata y especia? garantía". La libertad de imprenta. Inspirado en sentimientos igualmente levantados, expidió un segundo decreto a favor de la prensa tan duramente ata cada por Oribe. "La libertad absoluta e ilimitada de la imprenta, decía en ese decreto, es también uno de mis principios fundamentales. Todo individuo puede usar de ella sin restricción alguna. Los particulares que se creyeran ofendidos por producciones de la prensa, tendrán expeditos los medios de vindicación que las leyes del país establecen. Los ataques de cualquier género que se dirijan contra mi persona, las de mis secretarios o contra los actos administra|:ivos no quedan sujetos a responsa bilidad alguna; y para asegurar esta declaración yo y mis secretarios renunciamos, mientras yo esté en el mando, la pro tección de la ley actual y todo otro medio de vindicación". En cambio de este decreto de amplio contralor periodístico, suprimió Rivera la Comisión de Cuentas del Cuerpo Legisla tivo, a título de que usurpaba facultades privativas de las Cámaras, pero en el fondo como medida de represalia contra (.] proceso financiero instruido a la administración de 1834. Entendía sin duda que eliminado ese resorte del contralor parlamentario, ya nadie examinaría las cuentas y podría él, como dueño y señor del país, disponer del patrimonio nacio nal. Por lo pronto, a raíz de su decreto y antes de concluir el año 1838, mandaba abonar a cada uno de sus Ministros 16,000 pesos pagaderos la mitad por la Nación y la otra mitad por el donante con el producto de sus sueldos atrasados, y mandaba adjudicar a don Juan León de las Casas la pro piedad de la Escribanía de Gobierno y Hacienda, en retribu ción de servicios prestados durante la guerra contra Oribe. En cuanto al decreto sobre libertad absoluta de la prensa, ya se encargaría Rivera de desautorizarlo en 1840, a raíz de la publicación del diario "Eco del Pueblo", mediante un men-

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