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Amor En Primavera PDF

436 Pages·2016·1.11 MB·Spanish
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AMOR EN PRIMAVERA JULIE GARWOOD 1 De no haber sido por la gracia de Dios y un zapato desatado, ella debería haber muerto ese día junto a los demás. Entró al banco exactamente a las dos y veinticinco de aquella tarde para cancelar su cuenta, tarea que había retrasado todo lo posible porque hacía que todo pareciera totalmente terminal y definitivo. Ya no habría vuelta atrás. Ya había preparado el equipaje con todas sus pertenencias, y pronto se alejaría de Rockford Falls, Montana, para siempre. Sherman MacCorkle, el director del banco, cerraría las puertas en quince minutos. La sala estaba llena de más remolones como ella, aunque sólo había dos empleados para atender a todos los clientes, en lugar de los tres de costumbre. Aparentemente, Emmeline MacCorkle, la hija de Sherman, todavía estaba en casa reponiéndose de la gripe que se había abatido sobre el pacífico pueblecito dos semanas atrás. En la fila que había frente a la ventanilla de Malcolm Watterson esperaban tres personas menos que en la otra. No obstante, Watterson era un chismoso declarado y sin duda le formularía preguntas que ella no estaba preparada para contestar. Afortunadamente, ese día estaba atendiendo Franklin Carroll, y con rapidez se colocó al final de la fila frente a su ventanilla. Franklin era rápido, metódico y jamás se entremetía en los asuntos personales de nadie. También era un amigo. Ya se había despedido de él el domingo anterior, después del servicio religioso, pero la acometió el súbito deseo de volver a hacerlo. Odiaba esperar. Taconeando suavemente sobre los torcidos tablones del suelo se quitó los guantes, y luego volvió a ponérselos. Con cada uno de sus nerviosos movimientos, su bolso, que llevaba sujeto a la muñeca con un lazo de satén, se balanceaba de atrás hacia delante y de delante hacia atrás, como un péndulo, al ritmo del tictac del reloj colgado en la pared, entre las ventanillas de los cajeros. El hombre que la precedía dio un paso adelante, pero ella permaneció en el mismo lugar, con la esperanza de poner distancia y así no verse obligada a aspirar el hedor a sudor agrio mezclado con el intenso olor a fritanga que despedían sus asquerosas ropas. El que estaba a su izquierda, en la fila frente a la ventanilla de Malcolm, le sonrió, dejando a la vista el hueco formado por la ausencia de dos dientes en medio de su sonrisa. Para desalentar cualquier intento de conversación, le dedicó un rápido gesto con la cabeza y volvió la mirada hacia arriba, fijándola en las manchas de humedad que adornaban el techo. Era un día húmedo, pegajoso y terriblemente caluroso. Podía sentir la transpiración que le corría por la nuca y empapaba el cuello de su blusa almidonada. Dirigiendo a Franklin una mirada de simpatía, se preguntó cómo era posible que cualquiera de los empleados pudiera trabajar todo el día en semejante tumba oscura, sombría y sofocante. Se volvió hacia su derecha y contempló anhelante las tres ventanillas cerradas. Los rayos del sol penetraban oblicuamente a través de los cristales sucios de marcas de dedos, dibujando manchas irregulares sobre los gastados tablones del suelo e iluminando partículas de polvo suspendidas en el aire viciado. Si se veía obligada a esperar mucho más, iba a provocar la ira de Sherman MacCorkle, al acercarse decididamente a las ventanillas y abrirlas de par en par. Apartó esa idea en cuanto le vino a la mente, porque el director se limitaría a volver a cerrarlas y a echarle un severo sermón acerca de la seguridad bancaria. Además, perdería su lugar en la fila. Por fin llegó su turno. Avanzando apresuradamente, tambaleó y dio con su cabeza contra el cristal de la ventanilla del cajero. Se le había salido el zapato. Volvió a meter el pie dentro del zapato, y pudo sentir la lengüeta debajo de los dedos. Detrás de las cajas, la puerta de la oficina del ceñudo Sherman MacCorkle estaba abierta. Éste escuchó el alboroto y alzó la mirada hacia ella desde un compartimiento de cristal que separaba su escritorio. Ella le dirigió una débil sonrisa antes de volver su atención hacia Franklin. —Se me ha desatado el cordón del zapato —dijo, en un intento de explicar su torpeza. El asintió con un gesto de simpatía. —~~Ya está lista para partir? —preguntó. —Casi —le respondió en un susurro para que Malcolm, el entremetido, no metiera sus narices en la conversación. Vio que ya se estaba inclinando hacia Frank, y advirtió que se mostraba ansioso por enterarse de los detalles. —Voy a echarla de menos —le espetó Franklin. La confesión le provocó un sonrojo que le tiñó el cuello y las mejillas. La timidez de Franklin era una cualidad entrañable, y cuando el hombre alto y delgado tragó, su enorme nuez de Adán subió y bajó de manera notoria. Le llevaba por lo menos veinte años, y a pesar de eso se comportaba como un adolescente cada vez que estaba cerca de ella. —Yo también lo voy a echar de menos, Franklin. —~~,Viene a cerrar su cuenta? Ella asintió con un movimiento de cabeza mientras empujaba los papeles doblados a través de la pequeña abertura en forma de arco. —Espero que esté todo en orden. El se concentró en los documentos, controlando firmas y números, y luego abrió su cajón para comenzar a contar el dinero. —Cuatrocientos dos dólares es una enorme cantidad de dinero para llevarla encima. —Sí, lo sé —convino ella—. Tendré cuidado. No se preocupe. Se quitó los guantes mientras él formaba paquetitos con los billetes, y cuando se los extendió a través de la ventanilla, los guardó dentro de su bolso de tela y ató fuertemente los lazos. Franklin le echó una mirada furtiva a su jefe antes de inclinarse hacia ella y apoyar la frente contra el cristal. —La iglesia no será la misma sin usted sentada en el banco de delante del que compartimos con mi madre. ¡Ojalá no tuviera que irse! Al final, mamá habría terminado por encariñarse con usted, estoy seguro. Ella se acercó a la abertura y en un impulso le estrechó la mano. —Durante el breve tiempo que he pasado aquí, ha sido el mejor de los amigos. Jamás olvidaré la bondad con la que me ha tratado. —~,Me escribirá? —Sí, por supuesto que sí. —Envíe las cartas al banco para que mamá no las vea. —Sí, así lo haré —repuso con una sonrisa. Una tosecilla discreta le indicó que ya se había demorado demasiado. Recogió sus guantes y su bolso y se dio la vuelta, buscando con la mirada un lugar apartado en donde pudiera volver a atarse el zapato. En el hueco situado más allá de la puerta giratoria que separaba a los clientes de los empleados, divisó un escritorio vacío. Habitualmente lo utilizaba Lemont Morganstaff, pero él, al igual que Emmeline MacCorkle, se encontraba recuperándose de la epidemia. Arrastrando el pie para que no volviera a salírsele el zapato, se dirigió hacia el decrépito y estropeado escritorio que estaba frente a las ventanillas. Franklin le había confiado que MacCorkle había comprado todo el mobiliario del banco de tercera mano en una imprenta. Evidentemente, su naturaleza tacaña lo había llevado a pasar por alto las manchas de tinta que ensuciaban la madera y las astillas que sobresalían, a la espera de algún dedo desprevenido. El trato que MacCorkle prodigaba a sus empleados era indignante. Ella daba por sentado que no pagaba un salario como generalmente se paga a los trabajadores fieles, dado que el pobre Franklin vivía muy modestamente y apenas si podía asumir el gasto de comprarle a su madre el tónico medicinal que parecía necesitar para mantenerse en pie. Sintió el deseo de irrumpir en la nueva oficina de MacCorkle, protegida por brillantes rejas de hierro, con su refulgente mesa de caoba y sus archivos haciendo juego, y espetarle cuán miserable pensaba ella que era, con la esperanza de avergonzarlo y obligarlo a hacer algo con respecto a las deplorables condiciones que su personal se veía obligado a soportar, y desde luego que lo habría hecho de no haber sido por la posibilidad de que MacCorkle supusiera que Franklin la había instigado. El director sabía que eran amigos. No, no se animaría a decir ni una palabra, de manera que se limitó a contemplar a MacCorkle con una mirada de profundo disgusto. Fue un esfuerzo inútil; él miraba hacia otro lado. Con gesto decidido le dio la espalda y apartó la silla del escritorio. Tras dejar todas sus cosas en el asiento, se inclinó todo lo airosamente que le fue posible y recogió sus enaguas. Acomodó la lengüeta del zapato, deslizó el pie hacia dentro, y rápidamente anudó el resbaladizo lazo. Una vez concluida la operación, trató de ponerse de pie, pero se enredó en sus propias faldas y cayó al suelo con un ruido sordo. La silla contra la que chocó comenzó a deslizarse a toda velocidad sobre sus ruedas, dejando caer sobre su regazo el bolso y los guantes. Luego chocó contra la pared, y el impulso la envió de nuevo hacia delante, golpeándola con fuerza en el hombro. Avergonzada por su poco airoso percance, espió por encima del borde del escritorio para ver si alguien había advertido lo ocurrido. Sólo quedaban tres personas frente a las ventanillas de los cajeros, y todos miraban en su dirección. Franklin acababa de archivar su documentación en el armario que tenía a sus espaldas cuando la oyó caer. Cerró el cajón de un golpe y se dirigió hacia ella, con una expresión de preocupación reflejada en el rostro. Estaba a punto de decirle que todo estaba bien, cuando de pronto se abrió bruscamente la puerta de la entrada. El reloj marcaba las tres de la tarde. Siete hombres irrumpieron en el interior del banco y se dispersaron por toda la sala. Nadie podía poner en duda cuáles eran sus intenciones. Llevaban la parte inferior del rostro oculto por un pañuelo oscuro y sombrero calado hasta las cejas que no permitían verles los ojos. A medida que cada uno avanzaba, desenfundaba su revólver. El último en entrar dio la vuelta por toda la sala bajando las persianas, y por fin, cerró la puerta. Todos los presentes quedaron inmóviles, salvo Sherman MacCorkle, que se puso de pie, a punto de dejar escapar un sorprendido grito de alarma por sus labios fruncidos. Entonces Franklin chilló, en un agudo registro de soprano, que resonó con ecos en el extraño silencio que se había producido. Al igual que los demás, estaba demasiado azorada para moverse. Una oleada de pánico la atravesó, contrayendo cada uno de sus músculos. Con desesperación, trató de recobrar el control de sus ideas. Nada de pánico... nada de pánico... No pueden dispararnos... No se atreverían a hacerlo... El ruido de un disparo... Quieren dinero, eso es todo... Si todo el mundo colabora, no nos van a lastimar.. Su intento de lógica no logró apaciguar el loco latir de su corazón. Robarían sus cuatrocientos dólares. Y eso era inadmisible. No les permitiría llevarse el dinero.., no lo haría. Pero ¿cómo lograría detenerlos? Sacó del bolso el fajo de billetes y pensó frenéticamente en un lugar donde esconderlos. Piensa.. .piensa... Se inclinó hacia un lado y alzó la mirada hacia Franklin. Éste estaba contemplando a los asaltantes, pero debió de sentir que lo miraba porque giró la cabeza en su dirección, aunque muy ligeramente. Ella cayó en la cuenta de que los hombres armados no habían advertido que se encontraba allí. Titubeó una fracción de segundo, con la vista clavada en el pálido rostro de Franklin, y luego se escurrió silenciosamente en el hueco del viejo escritorio. Se desabrochó velozmente la blusa, ocultó el dinero bajo su camisa, y se apretó el pecho con ambas manos. ¡ Oh, Dios, oh, Dios!... Uno de ellos se dirigía hacia la mesa. Pudo ofr sus pasos cada vez más cerca. ¡Sus enaguas! Estaban desparramadas a su alrededor como una bandera blanca de rendición. Las recogió, frenética, y se las metió por debajo de las rodillas. Su corazón latía como si fuera un tambor, y sintió terror de que pudieran escuchar el ruido que hacía. Si no la divisaban, le dejarían su dinero. Un par de botas de cuero de reptil, con espuelas tintineantes, pasaron a pocos centímetros de ella. Dejaron tras de sí una estela de aroma a menta. El olor la impresionó: los que olían a menta eran los niños, no los criminales. No dejes que me vea, rezó. ¡Por favor~ Señor~ no dejes que me vea! Deseó poder apretar con fuerza los ojos. y desaparecer. Oyó cómo bajaban las persianas, ocultando la luz del sol, y la acometió la súbita sensación claustrofóbica de que se hallaba dentro de un cesto al que le colocaban la tapa. Apenas habían transcurrido unos pocos segundos desde que entraron en el banco. Pronto terminaría todo, se dijo. Pronto. Sólo querían el dinero, nada más, y seguramente se apresurarían a marcharse lo antes posible. Sí, así lo harían, sin duda. Con cada segundo de demora, aumentarían las probabilidades de ser capturados. ¿Podrían verla a través de las grietas del escritorio? La posibilidad era demasiado aterradora. Había una raja de poco más de un centímetro en la yeta de la madera a lo largo de todo el panel central, así que con gran lentitud cambió de posición hasta que sus rodillas tocaron el cajón que tenía sobre la cabeza. El aire estaba cargado, denso. Hacía que se sintiera amordazada. Aspiró una breve bocanada e inclinó la cabeza para poder ver a través de la rendija. Al otro lado de la sala, tres clientes con cara grisácea se hallaban de pie, inmóviles, con la espalda apoyada contra el mostrador. Uno de los asaltantes dio un paso al frente. Iba vestido con un traje negro y camisa blanca, muy parecido al atuendo que llevaba el propio director del banco. Si no hubiera llevado el rostro oculto y un revólver en la mano, podría haber parecido un hombre de negocios más. Era terriblemente cortés y hablaba con gran suavidad. —Señores, no hay nada que temer —comenzó a decir, con voz que destilaba hospitalidad sureña—. Mientras hagan lo que yo diga, nadie resultará herido. Sucede que un amigo nuestro nos ha hablado acerca de un sustancioso depósito hecho por el gobierno para los muchachos del ejército, y pensamos que podríamos ayudarnos a nosotros mismos con su salario. Reconozco que no nos estamos comportando muy caballerosamente con ustedes, y estoy seguro de que se sienten sumamente molestos. De veras, lo siento. Señor Bell, por favor, ponga el cartel de Cerrado en la ventana, detrás de las persianas. El jefe dio esa orden al hombre que tenía a su derecha, quien se apresuró a hacer lo que se le indicaba. —Eso está bien, muy bien —dijo el asaltante—. Ahora, caballeros, me gustaría que todos se llevaran las manos a la cabeza y viniesen aquí, al centro de la sala, así no tengo que preocuparme de que a alguien se le ocurra hacer alguna tontería. No sea tímido, señor director. Salga de su oficina y únase a sus amigos y vecinos. Ella oyó el arrastrar de pies a medida que los hombres avanzaban. La puerta chirrió al abrirse. —Eso ha estado muy bien y muy ordenado. —El jefe prodigaba elogios cuando sus órdenes eran obedecidas con prontitud—. Lo ha hecho muy bien, pero tengo algo más que pedirle. ¿Podría arrodillarse, por favor? Bien, bien, ahora ponga las manos sobre la cabeza. Usted no querrá que me preocupe, ¿verdad? Al señor Bell le gustaría tenderse en el suelo y luego se lo manietara, pero no creo que sea indispensable. No hay necesidad de que se ensucie la ropa. Sólo quédense muy juntos unos de otros en un pequeño círculo. Así es, muy bien —elogió una vez mas. —La caja fuerte está abierta, señor —avisó otro de los hombres. —Ve hacia allá, hijo —respondió. El hombre que estaba a cargo se volvió hacia el escritorio, y ella pudo ver claramente sus ojos. Eran castaños, con unas líneas doradas que los atravesaban, y parecían fríos e insensibles como el mármol. El llamado Bell tosía y el jefe se alejó de ella para echar una mirada a su compinche. —~~,Por qué no se recuesta contra la baranda y deja que los demás se ocupen de llenar los sacos? Mi amigo no se siente muy bien hoy —explicó a los cautivos. —Tal vez se haya pescado la gripe —sugirió Malcolm, con un tono ansioso por agradar. —Temo que tenga usted razón —convino el jefe—. Es una pena, ya que él disfruta mucho de su trabajo, pero hoy no está en condiciones de divertirse. ¿No es así, señor Bell? —Sí, señor —contestó su secuaz. —~Ha terminado ya, señor Robertson? —Ya tenemos todo, señor. —No olvide el efectivo de las cajas —le recordó el jefe. —También lo tenemos, señor. —Parece que nuestro trabajo aquí ya ha terminado. Señor Johnson, ¿podría por favor asegurarse de que la puerta trasera no nos cause inconvenientes? —Ya la he controlado, señor. —Entonces, es hora de ir terminando. Ella los oyó retroceder por la sala; los tacones de sus botas resonaban contra las tablas del suelo con precisión telegráfica. Uno de ellos iba riéndose por lo bajo. El que daba las órdenes se había alejado de ella, pero pudo ver a los otros con total claridad. Todos se hallaban detrás del círculo de los cautivos. Mientras observaba, se quitaron los pañuelos que les tapaban las caras, y los guardaron en sus bolsillos. El jefe dio un paso adelante, y se guardó el revólver en el bolsillo para poder doblar cuidadosamente el pañuelo y guardarlo también en el bolsillo. Estaba lo suficientemente cerca de ella para poder ver sus largos dedos y sus

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