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4005 Libro El enigma de la felicidad - PDF

224 Pages·2018·4.702 MB·Spanish
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Claudio abarca de la felicidad Cl audio AL arca BL ENIGMA DE LA FELICIDAD EdicioneS Mar del Plata © Claudio Abarca Ponce EL ENIGMA DE LA FELICIDAD Registro de Propiedad Intelectual N° 134.931. Año 2003. TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS I.S.B.N. 956-7218-17-X EDICIONES MAR DEL PLATA Javier de la Rosa 4365. Fonofax: 2084163. Santiago, Chile. E-mail: [email protected] 2003. Ilustración portada: Fragmento del cuadro Sonata de la estrella, de Mikolajus Ciurlionis. “He cometido el peor de los pecados: no he sido feliz.’ JORGE LUIS BORGES CAPÍTULO UNO LAS PREGUNTAS SIN RESPUESTA Quizás no existe ningún ser humano que no se formule a veces ciertas preguntas de fondo sobre su propia vida. Esas preguntas con­ vergen todas hacia un gran enigma: el enigma de la felicidad. Lo sepamos o no, en cada momento de nuestra existencia, en todo lo que hacemos, pensamos, sentimos y experimentamos, esta­ mos impulsados por un deseo secreto que nunca deja de asediarnos en los subsuelos de nuestra conciencia: el deseo de ser feliz. Ese deseo opera por sí solo, como un dinamismo autónomo, independiente de nuestro pensamiento y de nuestra voluntad. Y es casi siempre implícito: sólo lo percibimos directamente cuando nos detenemos a examinarlo, mediante una deliberada reflexión mental. Fuera de esos momentos, nuestra conciencia está ocupada por un flujo continuo de deseos concretos, de los que sí nos damos cuenta de manera explícita. Esos deseos son tan variados y cambiantes, que nos es muy difícil hacernos de ellos un cuadro coherente, pero nos mantienen en un estado de perpetuo movimiento, porque todos exi­ gen ser cumplidos, y para cumplirlos tenemos que actuar. En último término, nuestra vida consiste en el flujo de nuestros deseos y de lo que hacemos para cumplirlos. Deseamos salud, de­ seamos satisfacer nuestras necesidades biológicas, deseamos bienes económicos, deseamos darnos agrados y gustos, deseamos amistad, deseamos aprobación y reconocimiento social, deseamos ser atrac­ tivos, deseamos las experiencias del sexo, deseamos encontrar el amor, deseamos una buena vida familiar, deseamos adquirir nuevos conocimientos, deseamos hacer cosas excitantes, deseamos ser ca­ paces y tener talentos, deseamos una potente personalidad, desea­ mos el éxito en nuestros proyectos, deseamos seguridad, etc., etc. Si intentáramos hacer un inventario completo de nuestros deseos gran­ des y minúsculos, inmediatos y a largo plazo, seguramente nos sería imposible. En definitiva, todo lo que hacemos en cada instante de nuestra vida tiene por causa algún deseo. Sin embargo, los deseos concretos son sólo manifestaciones puntuales de un solo anhelo trascendental, que no se identifica con ninguno de ellos, y que es el que en realidad esperamos satisfacer en cada una de nuestras experiencias. Lo que esperamos cada vez es atrapar y saborear algún destello de esa sustancia mágica a la que hemos dado el nombre de felicidad. La felicidad es un anhelo exclusivamente humano. Los sim­ ples animales carecen de este imperativo inexorable que a nosotros nos acosa noche y día, desde el nacimiento hasta la muerte. Les bas­ ta satisfacer sus necesidades biológicas para sentirse bien; su bien­ estar orgánico marca el tope de sus exigencias vitales. Nada esperan ni desean más allá de esa beatitud somática; si están en concordan­ cia con lo que requieren sus cuerpos -nutrición, salud, hábitat físi­ co, satisfacción de su instinto sexual y procreativo, etc.-, ahí termi­ na su búsqueda. La vida animal es así un ciclo biológico cerrado sobre sí mismo, incapaz de abrirse a ninguna otra expectativa. El hombre es el único ser vivo de este mundo cuyos deseos están todos subordinados a una expectativa que los sobrepasa por completo, y en una medida cuyos límites ni siquiera conoce. Es el único que en cada una de sus experiencias intenta encontrar algo que está más allá de la experiencia misma. Es el único que trata de ser feliz. Ahora bien, en la cadena sin fin de nuestros deseos puntuales, algunos se cumplen, otros se cumplen a medias, y otros simplemen­ te no se cumplen. Pero aquí empieza el enigma. Porque aun en el caso de los deseos cumplidos, lo que no se cumple es nuestra expec­ tativa de felicidad. Todos habremos conocido cuando niños los cuentos de hadas. Si examinamos esos relatos desde nuestra óptica de adultos, vere­ mos que en la mayoría de ellos lo que estaba en juego no eran “cosas de niños”, sino el asunto más crucial de la vida: nada menos que la felicidad humana. Y era frecuente en esas narraciones la aparición de personajes mágicos que recompensaban a los protagonistas por sus hazañas o por sus buenas acciones, cumpliéndoles uno o más deseos. Quizás el cuento más representativo de este género es el de Aladino y la lámpara maravillosa, en la que habitaba un genio que tenía el poder de cumplir todo lo que el poseedor de la lámpara le pidiera. Me he permitido imaginar una versión filosófica de dicho cuen­ to, en la que el relato se transforma en una breve parábola. La pará­ bola sería más o menos la siguiente: El genio le dice a Aladino que le concederá todo lo que le pida. Aladino reflexiona largamente sobre ese pasmoso ofrecimiento, y al fin, en vez de pedirle al genio el cumplimiento de ningún deseo con­ creto, le formula uno que a su juicio colmará por completo todas sus aspiraciones: -Quiero ser feliz. El genio le contesta: —Puedo cumplirte todos los deseos externos que correspondan a la condición humana. Pero no puedo concederte la felicidad. —¿Por qué?—, pregunta Aladino, desconcertado ante es^ respues­ ta, que no había entrado en sus cálculos. -Porque eso no se obtiene con el cumplimiento de ningún de­ seo concreto. Pertenece a una zona que está fuera de mi alcance. -¿Y cuál es esa zona? —Tienes que averiguarlo tú mismo. Y para eso debes indagar en tu propia mente. Creo que este imaginario diálogo entre Aladino y el genio de la lámpara deja planteado en esencia el enigma de la felicidad. Haga­ mos lo que hagamos, no la encontramos en ningún logro concreto de nuestra vida. Podremos a veces sentir una enorme exaltación por ha­ ber tenido éxito en alguno de nuestros propósitos o proyectos -éxito amoroso, económico, profesional, social, artístico, o de cualquiera otra índole-, y creer que la estamos paladeando; pero casi siempre esa conmoción emocional está mezclada con sensaciones opuestas - ansiedad, aprensión, e incluso hasta un extraño malestar orgánico-, o con ominosos interrogantes sobre el futuro, que nos impiden dis­ frutarla en plenitud. Entonces, cierta oscura intuición de nuestra con­ ciencia nos dice que eso no es la felicidad, sino sólo el cumplimiento “físico” de uno de nuestros deseos, no de lo que esperábamos sabo­ rear con su logro. Y todas las satisfacciones provocadas por los lo­ gros son transitorias; se nos van desvaneciendo misteriosamente, sin que sepamos cómo ni por qué, y devolviéndonos de manera inexora­ ble a nuestro estado habitual: el del deseo incumplido. Entonces empiezan las preguntas de fondo: ¿Por qué es así la vida? ¿Es la felicidad un espejismo, un anhelo ilusorio y sin desti­ no? ¿Hay que olvidarse de ese sueño imposible, y tomar de la vida lo que se pueda tomar, o lo que la vida quiera darnos? Y en el centro del enigma parpadea una pregunta que parece ser la más indescifrable de todas: qué es ser feliz. Ahora bien, nuestra existencia no es una aventura en solitario. Habitamos en un vasto y heterogéneo mundo humano, en el que es­ tablecemos toda clase de relaciones e intercambios, directos e indi­ rectos, con un gran número de seres semejantes a nosotros, que, pese a sus múltiples diferencias y circunstancias individuales, están im­ pulsados por el mismo deseo de fondo. Es natural entonces que acu­ damos a ellos en busca de respuestas. Pero parecería que ni siquiera es necesario hacer las preguntas, porque el mundo en que hoy vivimos nos ofrece por sí solo un ex­ tenso repertorio de respuestas, que pretenden decirnos cómo y dón­ de encontrar la felicidad, o por lo menos algo que se le parezca. Y los que las ofrecen son muchos. Están a veces nuestros familiares, amigos y conocidos. Está la televisión —el oráculo de nuestra época— , plagada de mensajes que nos invitan a encontrar la felicidad en el éxito económico, en el consumo, en el confort, en la buena salud, en el mejoramiento de nuestro atractivo físico, en la diversión, en las experiencias del sexo, en los viajes, en el turismo aventura, en el vértigo de las emociones intensas, y en otras cosas del mismo estilo. Está la expectativa del amor, exaltada de muchas maneras como la experiencia más dichosa de la vida, pero que casi nunca funciona en la vida real. Están las voces que hablan desde el arte, proponiéndo­ nos los disfrutes estéticos como un ámbito de experiencias superio­ res, y por lo tanto más felices. Están la ciencia y la tecnología, que aseguran trabajar para dar mayor felicidad al género humano. Están los modelos culturales, cada uno de los cuales pretende imponernos su propio recetario respecto de lo que necesitamos y debemos hacer para vivir mejor. Están las religiones y sus respuestas sobrenatura­ les, que en la mayoría de los casos no logran hacer felices a sus cre­ yentes. Están las escuelas esotéricas, que proliferan cada día más entre los desencantados de las otras respuestas, y que a menudo pro­ ducen peores desencantos, cuando no graves trastornos de la perso­ nalidad. Están las filosofías, que aseguran haber indagado de arriba a abajo el secreto de la felicidad humana, pero que emiten propues­ tas tan contradictorias, que configuran literalmente una torre de Ba­ bel, de la cual es casi inevitable salir más extraviado que antes. En último término, todas las convocatorias del mundo de hoy, desde las más utilitarias hasta las más trascendentales, son invita­ ciones de otros seres humanos para que vivamos mejor, para que seamos más felices. Pero la experiencia misma de vivir va demostrando que ningu­ na de esas convocatorias responde por sí sola y de verdad a la gran pregunta. La respuesta final parece escaparse siempre de las manos. Así, la búsqueda moderna de la felicidad es un tráfago informe, mar­ cado por los intentos fallidos y la decepción, en el que mientras más se busca, menos se encuentra. No es de extrañar entonces que mu­ chos corten por lo sano y renuncien a lo que parece ser una empresa imposible, contentándose con abrirse paso como pueden en el labe­ rinto de la vida, y extraer de allí lo que les resulte, esperando que sea más bueno que malo. Por añadidura, en contraste con las ofertas de felicidad que llueven de todas partes, muchas personas deben enfrentar las dure­ zas de la vida concreta: la necesidad de trabajar, casi siempre en condiciones indignas u odiosas; el deber de responder a las exigen­ cias económicas y a las de la vida familiar; los problemas de todo orden que es preciso resolver cada día. Ese fárrago de obligaciones ocupa casi todo su tiempo físico, y gran parte de su tiempo mental, al punto que parecería no quedar espacio para ninguna búsqueda superior, para ningún intento de dilucidar el mayor de los asuntos humanos. Son tantas las exigencias de la vida, que a muchos les impiden descifrarla. Se agregan a eso las enfermedades, los conflictos afectivos, los inevitables antagonismos con las personas que nos rodean, los con­ tratiempos, fracasos y adversidades, que contribuyen con su propia carga a generar lo que se ha llamado “el peso agobiante de la vida”. Sin embargo, incluso en las conciencias más absorbidas por el tumulto de los deberes y problemas cotidianos, las preguntas de fon­ do no dejan de emitir sus señales, aunque sea de manera incoherente y difusa, o a menudo en la forma de un sordo malestar existencial. Este es, en sus líneas más determinantes, el panorama humano que predomina en el mundo de hoy. Pese a todo, aunque nos cueste creerlo, las respuestas existen. ¿Dónde están, entonces? ¿Por qué, detrás de cada puerta que gol­ peamos para esclarecer el enigma, aparece siempre una respuesta equivocada? Lo que ocurre es que las respuestas están donde casi nadie las busca: en la naturaleza misma de la felicidad. Porque la felicidad no es la corona de laureles del “éxito”, ni tampoco un maná caído del cielo, sino el resultado de un proceso, del modo en que cada cual lleva a cabo la aventura de vivir. Si ese proceso se cumple en con­ cordancia con los códigos esenciales de la condición humana, el re­ sultado es una vida más feliz. Si se desconecta de ellos, la conse­ cuencia invariable es alguna forma de infelicidad. Pero la condición humana es una especie de rompecabezas com­ puesto de muchas piezas, que necesitamos identificar y ensamblar unas con otras, hasta armar algo así como la figura total de lo que somos y podemos ser. Y las respuestas equivocadas pretenden ar­ mar el rompecabezas tomando sólo algunos de los fragmentos que lo componen, y uniéndolos además de cualquier manera. El resulta­ do inevitable es una figura trunca o deformada, incapaz de satisfacer el anhelo humano, porque el anhelo humano necesita todos los frag­ mentos, y cada uno en su verdadero lugar. La única manera de aprender a armar el rompecabezas de lo humano y de la felicidad es acudir a la filosofía. Pero estoy hablan­ do de la verdadera filosofía, no de las propuestas erróneas de ciertos filósofos. Hay quienes incursionan en el pensamiento filosófico en busca de respuestas, pero tienen la mala fortuna de toparse con filo­ sofías fallidas, que son las que más abundan. Entonces desisten del intento, convencidos de que no conduce a ninguna parte. Los que tratan de “explorar” ciertas formulaciones filosóficas modernas, como el racionalismo cartesiano, el empirismo, el neokan- tismo, el positivismo lógico, el idealismo hegeliano, el existencia- lismo, el nihilismo, la teoría de los valores de Max Scheler, la del superhombre de Nietzsche, el materialismo dialéctico de Marx, u otras que parecen más inspiradas por la petulancia intelectual que por el auténtico pensamiento, tienen la invariable impresión de in­ ternarse en artificios irreales, en los que no logran reconocer casi nada que tenga relación con su propia vida, ni que responda al anhe­ lo humano de felicidad. Lo más desconcertante es que no se trata de elucubraciones de baja categoría. Por el contrario, son armazones teóricas de tremenda potencia, sustentadas en una lógica aparente­ mente inexpugnable, ante las cuales la propia inteligencia se siente

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