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La Ciencia Ha Muerto PDF

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LA CIENCIA HA MUERTO… ¡VIVAN LAS HUMANIDADES! LA CIENCIA HA MUERTO… ¡VIVAN LAS HUMANIDADES! Roberto Hernández Montoya 1aedición, 2009 © MONTEÁVILAEDITORESLATINOAMERICANAC.A., 2009 Apartado Postal 70712, Caracas, Venezuela Telefax: (58-212) 263.8508 www. monteavila.gob.ve Diseño de la colección ABV Taller de Diseño, Waleska Belisario Diagramación e Imagen de portada Mariela Pinto Hecho el Depósito de Ley Depósito Legal Nº lf50020098001036 ISBN 978-980-01-1689-0 Cuando la economía mundial estaba dirigida a la construcción de hard- ware, el especialista era el rey. Ahora lo importante es producir software. Son los esclavos los que hacen los microprocesadores, mientras que el intelectual busca las maneras de hacerlo funcionar a través de software hipotéticos. El hombre del futuro es el humanista y no el ingeniero. UMBERTOECO Las grandes cuestiones científicas han devenido filosóficas porque las grandes cuestiones filosóficas han devenido científicas. Pero si los científicos devienen filósofos salvajes, si los filósofos se inician salvaje- mente en las ciencias, el divorcio fundamental permanece. EDGARMORÍN Quien no posea la idea física (no la ciencia física misma, sino la idea vital del mundo que ella ha creado), la idea histórica y biológica, ese plan filosófico, no es un hombre culto. Como no esté compensado por dotes espontáneas excepcionales, es sobremanera inverosímil que un hombre así pueda en verdad ser un buen médico, o un buen juez, o un buen técnico. Pero es seguro que todas las demás actuaciones de su vida, o cuanto en las profesionales mismas trascienda del estricto ofi- cio, resultarán deplorables. Sus ideas y actos políticos serán ineptos; sus amores, empezando por el tipo de mujer que preferirá, serán extemporáneos y ridículos; llevará a su vida familiar un ambiente inactual, maniático y mísero, que envenenará para siempre a sus hijos, y en la tertulia del café emanará pensamientos y una torrencial chabacanería. JOSÉORTEGAYGASSET La revolución cibernética conduce al hombre, ante la equivalencia del cerebro y de la computadora, a la interrogación crucial: «¿Soy un hombre o una máquina?» La revolución genética actual conduce a la misma pregunta: «¿Soy un hombre o un clon virtual?». JEANBAUDRILLARD INTRODUCCIÓN De la naturaleza enciclopédica, este libro no pretende sino el primer com- ponente: el global. No así el pedagógico, pues no pretendemos enseñar nada a nadie. Incluso con aquellos con quienes polemizamos, queremos hacerlo de un modo cordial: los colegas científicos, los hermanos cristianos, los com- patriotas americanos. Ello explica la extensión del campo temático de este texto. En él tejemos asuntos tan diversos como la estética y la ingeniería genética, la ética de las oleadas generacionales y la inteligencia artificial. Esos asuntos se articulan en un ovillo común: la penuria de respuestas. Entendemos, además, que estos asuntos están implicados unos en otros, aunque no siempre veamos clara esa implicación. No me ocuparé mayormente de las incompetencias y desarticulaciones delirantes de la física, en la que tal vez esté pasando que una información limitada conduzca a las especulaciones ilimitadas que leemos aquí y allá. Los científicos suelen sentirse obligados a tener una teoría o una explicación hasta de lo que no están en condiciones de entender. Riesgos profesionales. Después de todo, las teorías de Tolomeo no estaban mal formuladas; lo que pasa es que, sin radiotelescopios y sondas espaciales, partía de premisas equivocadas. ¿No estará pasando algo análogo a los actuales científicos y no sólo en el terreno de la física? Esta ciencia está acercándose de tal modo a descripciones tan fundamentales de la materia que tal vez se vuelva lo que algunos llaman una «teoría de todo». Por el otro flanco se teme que la cien- cia se esté convirtiendo en un amasijo de teorías esotéricas y fragmentarias que no ofrecen una visión coherente de la realidad. Más que una episte- mología, lo que propongo aquí es una antropología de la ciencia. Una an- tropología y, por tanto, una deontología. 3 Mi buena nueva es que no tengo buena nueva, es decir, no creo haber en- contrado la verdad. Creo más bien haber dado con algunos temas estraté- gicos a discutir y ofrezco mi propio parecer sobre ellos, como punto de partida para que otros, espero, reflexionen a su vez. Creo que ya las teorías escatológicas y ético-salvadoras —cristianismo, positivismo, marxismo, fas- cismo, neoliberalismo y otras muchas que quieren rescatarnos de nosotros mismos— han hecho suficiente daño como para que pretendamos abusar de la paciencia de la humanidad con otro revoltijo de ‘verdades’ tan irrefuta- bles como delirantes, cuando no criminales. Vamos a ver al mundo con los ojos abiertos y no con los ojos vendados o nublados por cristales encegue- cedores, como hemos hecho hasta ahora. Releyéndolas, hallo románticas las siguientes reflexiones. Ya lo dirá el lec- tor, a quien no me parece necesario subrayar que, si son así, también lo son anarquistas. «Creo que algún día mereceremos no tener gobierno», dijo Jorge Luis Borges. No lo sé, por eso tal vez, por ahora, lo confieso, debo ex- plicitar otro elemento del romanticismo: su carácter aristocratizante. Aris- tócrata puede ser Beny Moré, como también Luis XIVo Rubén Darío, todo depende de cuánto entienda uno lo apasionante que es la vida, «como todo lo que es difícil e inútil»1. Cuatro inventos signan el final del siglo XX, cuatro desarrollos de la ciencia y de la técnica anuncian las bases de una mutación cultural de carácter ra- dical: la bomba atómica, la computación, la manipulación anticonceptiva y la ingeniería genética. Como la rueda, la brújula o la máquina de vapor, estos cuatro desarrollos abren el espacio de una nueva ontología y, como quizás ningún otro, dejan a la Humanidad sin antecedentes simbólicos. Esto es, gracias a la «seipsies- cisión»2, a la escisión de sí mismo entre humanista y científico, el hombre ha deshonrado la ciencia y desarmado las humanidades. Gracias a la distinción radical entre ocio (otium) y negocio (nec-otium, ‘lo que no es ocio’), el hom- bre se ha instalado en el utilitarismo autista en el cual un ingeniero, por ejemplo, va y osa preguntar «para qué sirve la poesía». Ese ingeniero goza del ingenuo candor de suponer que la ingeniería sí sirve, por cuanto se halla rodeada de una intrincada red de justificaciones: este engranaje sirve para mover aquella rueda, que a su vez sirve para hacer andar este aparato que 4

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