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Historia de la revolución francesa II PDF

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En el lento pero constante transformarse de las sociedades, hay acontecimientos y procesos a los que se concede un relieve poderoso y un significado determinante: en la reflexión histórica suponen hitos, centros de gravedad en torno a los cuales se referencia y se explica toda una época... y hasta nuestro presente. Ahora bien, el mismo carácter determinante que se les confiere provoca que se multipliquen las interpretaciones en las que el honrado propósito de conocer y explicar, queda en ocasiones enmascarado por los presupuestos ideológicos de sus autores. El debate histórico puede así convertirse en en un auténtico campo de Agramante político. Lo cual ha ocurrido en muchas ocasiones en lo referente a la Revolución francesa. Adolphe Thiers (1797-1877) fue abogado, periodista, historiador y político, alcanzando puestos decisivos en el estado francés. Su orientación política es el liberalismo doctrinario que se transforma en conservador, auténtico hijo de la Revolución pero que abomina tanto de la tiranía del antiguo régimen como de los excesos de los sectores radicales. En 1827 concluyó su Historia de la Revolución Francesa que (como su continuación, la más tardía Historia del Consulado y el Imperio) pronto se convertirá en una de las narraciones más populares entre las clases medias y acomodadas, a las que concede un papel decisivo en su reconstrucción histórica. Así lo explica Furet: «La generación liberal de los años 1820... medita e incluso escribe la historia de la Revolución antes de lanzarse al ruedo político en julio de 1830. Thiers, Mignet, Guizot, inventan el determinismo histórico, la lucha de clases como motor de éste y, en fin, 1789 y la victoria de lo que denominan la clase media a guisa de culminación de la dialéctica histórica. El año 1793 no es más que un episodio pasajero, y por demás deplorable, de la historia de la burguesía, episodio atribuible a circunstancias excepcionales cuya repetición debe evitarse a toda costa. El gobierno de la multitud (Mignet) no formaba parte de lo inevitable. Lo esencial, efectivamente, el sentido de la historia, continúa siendo el tránsito de la aristocracia a la democracia, de la monarquía absoluta a las instituciones libres.» (François Furet, La revolución a debate). Naturalmente, esta interpretación centrada en los revolucionarios moderados, en el papel decisivo de París, en el respeto al orden público y a la propiedad, resulta parcial y limitada, al igual que las de las obras canónicas de orientación contraria. En realidad, está reflejando sus propios valores, correspondientes a una formal y tolerada oposición liberal al régimen de la Restauración. La lectura de esta obra, sin embargo, resulta útil y valiosa, tanto por la abundantísima información y documentación que contiene, como precisamente por lo que transmite de mentalidad y percepciones de esta generación posterior a la revolución y a la época napoleónica. Y no estará de más que terminemos con los siguientes luminosos y profilácticos párrafos de dos grandes historiadores franceses. Aunque ninguno de los dos fue especialista en la Revolución Francesa, parecen tenerla in mente cuando los redactaron (en el caso de Bloch, en circunstancias dramáticas). «Una generación de historiadores que poniéndose en pie, como el fiscal de una película policíaca, se dedica a exigir las penas más severas contra los actores o los comparsas de la historia en nombre de una moral que varía en sus principios, y de una política inspirada unas veces por la ideología de derechas y otras por la ideología de izquierdas: los fiscales de izquierda se indignan, con buena fe, por lo demás, contra los de derecha y recíprocamente. Ya es hora de acabar con esas interpelaciones retrospectivas, esa elocuencia de abogado y esos efectos de toga. El historiador no es un juez. (…) No, el historiador no es un juez. Ni siquiera un juez de instrucción. La historia no es juzgar; es comprender, y hacer comprender.» (Lucien Febvre, Combates por la historia). «Ahora bien, durante mucho tiempo el historiador pasó por ser una suerte de juez de los Infiernos, encargado de distribuir a los dioses muertos el elogio o la condena. Esta actitud responde probablemente a un instinto poderosamente arraigado. Porque todos los maestros que han corregido trabajos de estudiantes saben cuan difícil es para esos jóvenes dejarse disuadir de jugar, desde lo alto de sus pupitres, el papel de Minos o de Osiris. Más que nunca las palabras de Pascal se hacen vigentes: Al juzgar todo mundo hace de dios: eso es bueno o malo. (…) Como además nada es por naturaleza más variable que semejantes sentencias sometidas a todas las fluctuaciones de la conciencia colectiva o del capricho personal, la historia, al permitir tan a menudo que los honores aventajen a la libreta de experimentos, gratuitamente se ha dado el aire de la más incierta de las disciplinas: a las vacías inculpaciones suceden otras tantas rehabilitaciones triviales. Robespierristas, antirrobespierristas, por piedad, díganos simplemente quién fue Robespierre.» (Marc Bloch, Apología para la historia o el oficio de historiador).
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