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El angel de la oscuridad PDF

617 Pages·2009·2.3 MB·Spanish
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El ángel de la oscuridad Sobrecubierta None Tags: General Interest Caleb Carr El ángel de la oscuridad Lo que cuenta no es haber estado en la casa oscura, sino haber salido de ella. Theodore Roosevelt 1 19 de junio de 1919 Sin duda habrá una forma magistral de empezar una historia como ésta, un recurso ingenioso que atrape al lector con más garra que el mejor estafador de la ciudad. Pero la verdad es que carezco de la labia y la agudeza necesarias para esta clase de juegos. Las palabras no han significado gran cosa en mi vida, y aunque en el transcurso de los años he conocido a muchos de los que hoy son considerados los más grandes pensadores y oradores de nuestros tiempos, siempre he sido lo que se dice un hombre corriente. Así que tendré que conformarme con un comienzo corriente. Por lo tanto lo mejor que puedo hacer es decir por qué he cerrado el negocio y me he metido en la trastienda en una noche en la que aún quedaban muchos clientes por venir. Es una noche agradable, de esas por las que solía suspirar; una noche que invita a contemplar todo lo que pasa en la avenida en mangas de camisa, soplando el humo de una docena de excelentes cigarrillos hacia las estrellas que cubren la ciudad, con la sensación de que, haciendo balance, quizá tenga algún sentido vivir en este manicomio. El tránsito -que hoy comprende también automóviles y camionetas de gasolina y no sólo traqueteantes carros y carretas-ha disminuido bastante después de medianoche, y muy pronto las damas y caballeros que acaban de cenar en el hotel Albermarle y en Hoffman House vendrán en busca de la mejor mezcla de tabacos. Se preguntarán por qué he cerrado temprano, pero no tardarán mucho en ir a buscar otro estanco, y la quietud descenderá de nuevo sobre el grandioso edificio Flatiron. El Flatiron todavía domina Madison Square con una peculiar y solitaria silueta y su recargada fachada de piedra que enfrentó a críticos y arquitectos en el momento de su construcción. Puede que la Metropolitan Life Tower, situada al otro lado del parque, sea más alta, pero carece del estilo y la majestuosidad del Flatiron. Al lado de éste los edificios como el Madison Square Garden, coronado con la antaño escandalosa estatua de Diana desnuda, parecen reliquias de otra época, una época que, en retrospectiva, da la impresión de haber pasado en el transcurso de una noche. Una noche feliz, dirán muchos; pero para algunos de nosotros fue una época extraña y peligrosa en la que descubrimos aspectos de la conducta humana que las personas sensatas preferirían no descubrir jamás. Hasta los pocos que quizás hubieran sentido curiosidad ya conocieron todos los horrores que eran capaces de soportar durante la Primera Guerra Mundial. Lo que la gente desea ahora, y con toda el alma, es pasárselo bien. Sin duda es ese deseo el que impulsa a las personas que ahora mismo se dirigen a mi tienda para hacerse con la reserva necesaria de cigarrillos para pasar unas horas en los salones de baile y en los garitos de la ciudad. El clima basta para excluir cualquier motivación más sórdida. El suave abrazo de la brisa nocturna envolverá a esas almas vehementes y esperanzadas, que se aventurarán a la ciudad como un perro callejero que ha olfateado un hueso en la base de una montaña de cenizas. Naturalmente, la mayoría de sus actividades quedará en agua de borrajas, pero da igual; parte del extraño placer de dejarse engañar con la idea de que todo es posible en las trilladas y mugrientas calles de esta Gran Cebolla, se basa en la convicción de que si uno no encuentra lo que busca esta noche es aún más importante volver a probar suerte mañana. Recuerdo esa sensación; yo mismo la experimenté muchas veces antes de llegar al lamentable estado en el que me hallo. Estar siempre a un tris de toser un pulmón me ha robado gran parte de la dicha de vivir, pues es difícil recrearse en los placeres mundanos cuando uno va dejando a su paso charcos de sangre y pus, como un miserable animal herido. Aun así, mi memoria es tan buena como siempre y conservo un recuerdo vívido de los placeres que solían traer consigo noches como ésta; la sensación de estar en la calle a solas, con el ancho mundo a tus pies, esperándote. Sí; incluso con una tos desgarradora como la que me atormenta, uno no se queda encerrado en una noche así sin una razón de peso. Pero eso es precisamente lo que me ha proporcionado John Schuyler Moore. Entró hace cosa de una hora, borracho como una cuba (este dato no sorprenderá a nadie que lo conozca) y echando pestes del pueblo norteamericano en general y de los editores en particular. Al oírlo hablar (o quizá debería decir al oír hablar al vino y al whisky) parece un milagro que este país haya avanzado tanto con los secretos horrores, tragedias y hecatombes que infestan nuestra sociedad. Y quede claro que yo no discuto sus puntos de vista. He pasado demasiados años trabajando para el doctor Laszlo Kreizler, eminente alienista y amigo tanto mío como del señor Moore, para tachar los lúgubres juicios de este último de desvaríos etílicos. Pero como suele suceder con los borrachos, mi visitante no estaba dispuesto a permitir que su resentimiento se mantuviera sin blanco fijo durante mucho tiempo; buscaba a alguien con quien desfogarse, y puesto que no había nadie más, era evidente que ése sería yo. En esta ocasión sus quejas tenían que ver con el libro que empezó a escribir a la muerte del presidente Roosevelt, hace unos meses. Yo lo he leído, como todos -le dimos nuestra opinión y le deseamos lo mejor-, pero nadie, ni siquiera el doctor Kreizler, creyó ni por un momento que tuviera la más remota posibilidad de encontrar un editor. El manuscrito habla de los asesinatos de Beecham, el primer caso en el que tuvimos ocasión de colaborar el doctor, el señor Moore, la señorita Sara Howard, los dos detectives Isaacson, Cyrus Montrose y yo: la clase de historia que ningún editor en su sano juicio querría ofrecer al público. Es cierto que hay quien disfruta de una buena dosis de horror en su lectura nocturna, pero esa afición también tiene sus límites, y en esta época en particular el caso Beecham supera con creces esos límites. Puede que, como afirma el señor Moore, la historia deba contarse, pero hay muchas historias que deberían contarse y nunca se cuentan, sencillamente porque la gente no está dispuesta a escucharlas. Mi primer error de la noche fue hacer esa pequeña observación al señor Moore. Me miró con una expresión fría y de auténtica furia, insólita en él. Conozco a John Schuyler Moore desde que yo tenía once años, hace ya veinticuatro, y me resultaría difícil nombrar a un caballero más justo, decente o cortés. Pero es un hombre profundo, y como ocurre con casi todos los hombres profundos, en lo más hondo de su ser fluye un torrente de dolor y amargura que a veces aflora a la superficie. He visto desbordarse ese torrente por distintas causas, pero nunca con la violencia de esta noche. El señor Moore estaba empeñado en sacar a la luz el caso Beecham y sentía verdadera indignación hacia cualquiera que se propusiera impedirlo y más aún hacia alguien que entendiera los reparos de los editores como, por desgracia, era mi caso. El señor Moore ya no es joven, y los colorados pliegues de piel que se forman sobre su cuello almidonado dan fe de la clase de vida que ha llevado, pero en sus ojos furiosos brillaba la misma vehemencia que siempre lo ha empujado a enfrentarse a la injusticia o a lo que él tilda de estupidez. Y a sus sesenta y tantos años no se acobarda más que cuando tenía mi edad. Consciente de ello, supuse que me aguardaba una buena andanada de improperios y me subí a una de las escaleras de madera de la tienda para alcanzar un frasco que contiene una exquisita mezcla de tabacos turco y georgiano. Luego puse una segunda silla de mimbre bajo el pequeño toldo a rayas que cubre las dos lunas de mi tienda -en las que se lee en letras doradas: S. TAGGERT, ESTANQUERO, LOS MEJORES TABACOS EXTRANJEROS Y NACIONALES-y comencé a liar un cigarrillo con un excelente papel inglés. En ese escenario conversamos mientras la brisa de mayo continuaba arrastrando hacia el este los olores más desagradables de la ciudad. –Vaya, Stevie -declara el excelso periodista en el mismo tono de voz que ha hecho que lo despidieran de diarios de toda la costa Este-, veo que tú también has decidido sumarte al pacto de silencio que pretende ocultar los horrores de la sociedad estadounidense. –Fúmese un cigarro, señor Moore -responde un humilde servidor, un conspirador sin siquiera saberlo-, y piense en lo que acaba de decir. Está hablando conmigo, Stevie, el mismo que desde que era un niño lo ha ayudado en pesquisas tan difíciles como el caso Beecham. –Eso era lo que creía -observa mi interlocutor con un balbuceo ebrio-, pero tus palabras han hecho que me preguntara si me habría equivocado. –¿Fuego? – pregunto yo, raspando una cerilla contra mis pantalones mientras el señor Moore rebusca en los bolsillos-. No es que se haya equivocado - continúo-, pero tiene que saber cómo dirigirse a la gente. –¡Ah! – dice él-. Ahora resulta que yo, que he trabajado para los mejores periódicos de este país y soy comentarista de actualidad en las páginas del New York Times, no sé cómo dirigirme a mi público. –No me venga con ínfulas -respondo-. El Times lo ha puesto de patitas en la calle dos veces precisamente porque no sabía cómo dirigirse a su público. El caso Beecham era muy fuerte, quizá demasiado para que sus lectores lo digirieran de buena mañana. Tal vez debería haberlos introducido despacio, haber comenzado con algo más sutil que sus alusiones al asesinato de chicos que se prostituían, canibalismo y ojos guardados en frascos. El gran escribidor exhala un resoplido humeante y una casi imperceptible inclinación de cabeza sugiere que piensa que quizá yo tenga razón, que acaso la historia del atormentado asesino que desató su ira contra los jóvenes más desafortunados de la ciudad no fuera la mejor manera de dar a conocer las teorías psicológicas del doctor Kreizler o los pecados inconfesables de la sociedad estadounidense. Caer en la cuenta de esto (si yo no me equivoco y es realmente así) no mejora el humor del señor Moore, que con un profundo y lastimero gruñido parece decir: «Aquí estoy, escuchando los consejos de un ladrón de medio pelo convertido en estanquero.» Me río; no puedo evitarlo, porque ahora la actitud del señor Moore recuerda más a los pucheros de un chiquillo que a la furia de un viejo. –Hagamos memoria -digo, sintiéndome mejor una vez que la furia deja entrever un resquicio de resignación-. Pensemos en todos aquellos casos y tratemos de encontrar alguno menos escandaloso que cumpla el mismo objetivo. –Es imposible, Stevie -murmura el señor Moore, descorazonado-. Sabes tan bien como yo que el caso Beecham fue el primer y mejor ejemplo de las teorías que Kreizler ha defendido durante todos estos años. –Puede -admito-, pero también es probable que haya otros casos igual de buenos. Usted siempre ha reconocido que nadie tiene tan buena memoria como yo en nuestro grupo. Tal vez podría ayudarle a pensar en uno. Me conduzco con astucia. Sé perfectamente cuál es el caso más misterioso y fascinante de todos los que se nos han presentado. Pero si lo propongo con demasiada rapidez o vehemencia…, bueno, para un hombre en el estado del señor Moore, sería como agitar el capote delante del toro. Saca una petaca y está a punto de echar un trago, pero de repente da un salto de un palmo cuando una camioneta Ford con remolque petardea como un cañón en la avenida. Los mayores reaccionan así en estos casos, pues no acaban de acostumbrarse a los tiempos modernos. En fin; después de soltar un gruñido y sentarse otra vez, el señor Moore se toma un minuto para considerar mi sugerencia. Un lento cabeceo indica que ha vuelto a llegar a la misma y desesperada conclusión: de todas nuestras experiencias juntos, no hay ninguna tan ejemplar, tan clara, como el caso Beecham. Respiro hondo, doy una calada al cigarrillo y finalmente se lo suelto en voz baja: –¿Y qué hay de Libby Hatch? Mi amigo palidece ligeramente y pone cara de susto, como si la susodicha en persona pudiera aparecer en la tienda y darle su merecido si osara decir algo inoportuno. Su nombre produce el mismo efecto en cualquiera que alguna vez se haya cruzado en su camino. –¿Libby Hatch? – repite el señor Moore en un susurro-. No. No; imposible. Bueno, no podríamos… -Prosigue de esa guisa hasta que consigo meter baza y preguntar qué es exactamente lo que nos lo impide-. Bien -responde todavía con el tono de un niño asustado-, ¿cómo íbamos a…?, ¿cómo iba alguien a…? Entonces la parte de su mente que no está empañada por el alcohol recuerda que la mujer lleva más de veinte años muerta. Yergue el pecho y se anima un poco. –En primer lugar -dice (y levanta un dedo para indicar que seguirá una andanada de objeciones)-, pensé que te referías a una historia que no fuera tan macabra como la de Beecham. En el caso Hatch no sólo hubo secuestros, sino también asesinatos de niños, profanación de tumbas… Por el amor de Dios, fuimos nosotros mismos quienes profanamos las tumbas. –Es verdad -digo-, pero… Nada de peros; el señor Moore no permitirá que lo haga entrar en razón. Levanta otro dedo y continúa: –En segundo lugar, las repercusiones morales -esa expresión le encanta-del caso Hatch son más desagradables si cabe que las del caso Beecham. –Así es -digo-y precisamente por eso… –Y por último -dice en voz más alta-, incluso si la historia no fuera tan horripilante y desagradable, tú, Stevie Taggert, no serías la persona más apropiada para contarla. Esa objeción me deja pasmado. En ningún momento se me ha cruzado por la cabeza la idea de contar la historia, pero tampoco me gusta que me diga que soy incapaz de hacerlo. Como si insinuara algo. Con la esperanza de haberle entendido mal, le pregunto sin rodeos qué me impediría relatar la terrible historia de Libby Hatch en el supuesto caso de que deseara hacerlo. Para mi desconsuelo, el señor Moore responde que carezco de la cultura y la formación necesarias para ello. –¿Qué te crees? – dice sin molestarse en disimular su orgullo herido-. ¿Que escribir un libro es lo mismo que extender una factura? ¿Que el oficio de escritor es equiparable al de vender tabaco? En este punto el borrachín que me acompaña deja de hacerme gracia, pero estoy dispuesto a darle una última oportunidad. –¿Acaso olvida que el propio doctor Kreizler se ocupó de mi educación cuando me fui a vivir con él? – pregunto en voz baja. –Unos pocos años de instrucción informal -dice con aire desdeñoso el señor Página Editorial-no pueden compararse con una educación en Harvard. –Bien, ha puesto el dedo en la llaga -contraataco-, pero he aquí que sus estudios en Harvard no le han servido para dar a conocer su manuscrito al mundo. Ante eso entorna los ojos. –Naturalmente -digo para echar más sal a la herida-, nunca he sido aficionado al alcohol, lo que parece ser un requisito imprescindible en los caballeros de su profesión. Pero a pesar de todo, creo que no haría tan mal papel frente a los escritorzuelos como usted. Pongo un poco de énfasis en la palabra «escritorzuelo», un insulto ante el

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