ebook img

Cartas a Eugenia PDF

100 Pages·2022·0.498 MB·Spanish
Save to my drive
Quick download
Download
Most books are stored in the elastic cloud where traffic is expensive. For this reason, we have a limit on daily download.

Preview Cartas a Eugenia

CARTAS A EUGENIA UN CONSERVANTE CONTRA LOS PREJUICIOS RELIGIOSOS por PAUL HENRI THIRY, BARÓN DE HOLBACH AUTOR DEL SISTEMA DE LA NATURALEZA, EL SISTEMA SOCIAL, EL BUEN SENTIDO, EL CRISTIANISMO DEVELADO, ECCE HOMO, LA MORAL UNIVERSAL, LA CRUELDAD RELIGIOSA, etc., etc., etc. TRADUCIDO DEL FRANCÉS POR ANTHONY C. MIDDLETON, MD PUBLICADO POR JOSIAH P. MENDUM, BOSTON: 1870. TRADUCIDO AL CASTELLANO Y ADAPTADO POR C.D.G., 2022 –– ... "Arctis Religionum animos nodis exsolvere pergo". LUCRECIO De Rerum Natura, lib. IV. v. 6, 7. PREFACIO DE NAIGEON 1768. Durante muchos años esta obra fue conocida como Cartas a Eugenia. Sin embargo, el carácter reservado de aquellos en cuyas manos cayó el manuscrito al principio; el placer singular y sin embargo real que es causado generalmente en las mentes de todos los hombres por la posesión exclusiva de cualquier objeto cualquiera que sea; esa especie de letargo, servidumbre y terror en que el poder tiránico de los sacerdotes tenía entonces todos los ánimos, incluso aquellos que por la superioridad de sus talentos debían ser los menos dispuestos a doblegarse bajo el odioso yugo del clero, todas estas circunstancias contribuyeron tanto a sofocar en su nacimiento, si se me permite expresarme así, este importante manuscrito, que por mucho tiempo se supuso perdido; tanto los que lo poseían lo mantuvieron cuidadosamente oculto y tan constantemente se negaron a permitir que se tomara una copia. De hecho, los manuscritos eran tan escasos, incluso en las bibliotecas de los curiosos, que el difunto M. De Boze, cuyo placer era coleccionar las obras más raras pertenecientes a todas las especies de la literatura, nunca pudo lograr adquirir un ejemplar de las Cartas a Eugenia, y en su época sólo había tres en París; puede haber sido a propósito, propter metum Judaeorum* y puede esta ser la causa de que no se lo conociera más. * Por temor a los judíos, es decir, al clero intolerante del gobierno despótico. Recién hace cinco o seis años que los manuscritos de estas cartas se volvieron comunes; y hay razón para creer que ahora se multiplican considerablemente, porque la copia de la que se imprime esta edición fue revisada y corregida por cotejo con otras seis, recopiladas sin mayor dificultad. Desgraciadamente, todas estas copias abundan en defectos que corrompen el sentido y comprenden muchas variaciones, pero que también, para usar el lenguaje de los críticos bíblicos, ¡han servido a veces para descubrir y fijar la verdadera lectura! Más a menudo, sin embargo, han vuelto el texto más incierto, un nuevo ejemplo de que cuanto más numerosos son los manuscritos de una obra, más difieren entre sí, como cualquiera puede convencerse consultando los de la Carta de Trasíbulo a Leucipo, y las diversas diferencias entre un centenar de manuscritos griegos del Nuevo Testamento contabilizadas por el sabio Mill, que ascienden a más de treinta mil. Sea como fuere, no hemos escatimado esfuerzos para restablecer el texto en toda su pureza, y nos aventuramos a decir que, con excepción de cuatro o cinco pasajes que encontramos corrompidos en todos los manuscritos que pudimos cotejar ––y que hemos enmendado lo mejor que pudimos–– la edición de estas cartas que ofrecemos al lector probablemente se ajustará casi exactamente al manuscrito original del autor. En cuanto al nombre y calidad del autor no podemos ofrecer más que conjeturas. Los únicos detalles de su vida sobre los que hay acuerdo general son que vivió en términos de gran intimidad con el Marqués de la Fare, el Abbé de Chaulieu, el Abbé Terrasson, Fontenelle, M. de Lasseré, etc. A menudo se ha oído a los difuntos señores Du Marsais y Falconnet declarar que estas cartas fueron compuestas por alguien perteneciente a la escuela de Seaux. Lo único que podemos afirmar con certeza es que basta leer la obra para convencernos de que el autor era un hombre de amplios conocimientos, que había meditado profundamente sobre las materias que trata. Su estilo es claro, sencillo, fácil, y en el que podemos notar cierta urbanidad, que nos lleva a estar seguros de que no era un individuo oscuro, ni ajeno a las buenas compañías y la sociedad refinada. Pero lo que distingue especialmente esta obra, y que debería hacerla deseable a todas las personas buenas y virtuosas, es la señal de honestidad que la impregna y caracteriza de principio a fin. Es imposible leerla sin concebir la más alta idea de la probidad del autor, quienquiera que haya sido, sin desear haberlo tenido por amigo, haber vivido con él y, en una palabra, sin hacer justicia a la rectitud de sus intenciones, incluso cuando no aprobamos sus sentimientos. En estas Cartas se recomienda vivamente el amor a la virtud, la benevolencia universal, el respeto a las leyes, el apego inviolable a los deberes de la moral y, en fin, todo lo que pueda contribuir a hacer mejores a los hombres. Si, por un lado, derriba por completo el edificio ruinoso del cristianismo, es para erigir, por otro, los cimientos inamovibles de un sistema de moral legítimamente establecido sobre la naturaleza del hombre, sobre sus necesidades físicas y sobre sus relaciones sociales –– una base infinitamente mejor y más sólida que la de la religión, porque tarde o temprano la mentira es descubierta, rechazada y arrastra necesariamente lo que sirvió para sostenerla. Por el contrario, la verdad subsiste eternamente y se consolida a medida que envejece: Opinionum commenta delet dies, natures judicia confirmat.* * "El tiempo borra las opiniones, pero confirma los juicios de la naturaleza". CICERON. El lema puesto en muchas de las copias manuscritas de estas Cartas prueba que el hombre digno a quien se las debemos no quiso ser conocido como su autor, y que no fue ni el afán de reputación, ni sed de gloria, ni ambición de distinguirse por opiniones atrevidas ––esas que los sacerdotes y sus seguidores sometidos por ignorancia denominan impiedades–– lo que guió su pluma. Lo que lo impulsó fue sólo el deseo de hacer el bien iluminando a sus semejantes, y el deseo de desarraigar, por así decirlo, la religión misma, como fuente de todos los males que han afligido a la humanidad durante tantos siglos. Este es el lema del que hablábamos: "Si j'ai raison, qu'importe a qui je suis?" (Si tengo razón, no importa quién soy). Es un verso de Corneille, cuya aplicación es sumamente adecuada, y que debería estar en el frontispicio de todos los libros de esta naturaleza. No podemos decir nada más cierto acerca de la persona a quien nuestro autor ha dirigido su obra. Parece, sin embargo, por muchas circunstancias en estas Cartas, que ella no era una marquesa imaginaria, como la de los Mundos del señor de Fontenelle, y que realmente fueron dirigidas a una mujer tan distinguida por su rango como por sus modales. Quizá fuera una dama de la escuela del Temple, o de Seaux. Pero estos detalles, en realidad, así como los que conciernen al nombre y la vida de nuestro autor, la fecha de su nacimiento, la de su muerte, etc., son de poca importancia, y sólo podrían servir para satisfacer la vana curiosidad. de lectores ociosos que coleccionan con avidez este tipo de anécdotas, que reciben de ellas una especie de existencia en el mundo y que sienten más satisfacción por ser instruidos en ellas que por el descubrimiento de una verdad. Sé que tratan de justificar su curiosidad diciendo que cuando alguien lee un libro que causó sensación, y con el cual él mismo está muy complacido, es natural que desee saber a quién debe dirigirse un agradecido homenaje. En este caso el deseo es tanto más irrazonable cuanto que no puede ser satisfecho; primero, porque cuando la pena es la muerte y la proscripción, nunca ha habido ni habrá hombre de letras tan imprudente y, para decirlo claramente, tan extrañamente atrevido como para publicar, o durante su vida permitir que sea impreso un libro en el que pisotea templos, altares y estatuas de los dioses, y donde ataca sin disfraz las opiniones religiosas más consagradas; en segundo lugar, porque es de pública notoriedad que todas las obras de este carácter aparecidas durante muchos años son testamentos secretos de multitud de grandes hombres, obligados durante su vida a ocultar su luz bajo un celemín, cuyas cabezas la muerte salvó de la furia de los perseguidores, y cuyas frías cenizas, en consecuencia, no oyen en la tumba ni los gritos importunos y denunciatorios de los supersticiosos ni los justos elogios de los amigos de la verdad; tercero y último, porque esta curiosidad, tan desdichadamente abrigada, puede comprometer de la manera más cruel el reposo, la fortuna y la libertad de los parientes y amigos de los autores de estos audaces libros! Esta sola consideración debe, pues, determinar a aquellos aventureros de conjeturas, si tienen realmente buenas intenciones, a envolver en lo más íntimo de su corazón las sospechas que puedan albergar sobre el autor, por verdaderas o falsas que sean, y a dar a sus espíritus inquisitivos un uso más beneficioso para ellos y para los demás. PREFACIO DEL TRADUCTOR AL INGLES. En 1819, Richard Carlile publicó en Londres una traducción anónima de CARTAS A EUGENIA. Esta traducción en algunas de sus partes era suficientemente completa y correcta, pero en otras estaba en absoluta discrepancia con la obra original; en otras partes, también, estaba mezclada con material no escrito por d'Holbach; y en otros se omitieron por completo grandes porciones de las Cartas originales, al igual que una serie de notas y la totalidad de las observaciones preliminares con las que el volumen fue presentado al público por Naigeon, durante tanto tiempo amigo íntimo de d'Holbach y de Diderot. Al presentar nuevamente la obra con ropaje inglés, la traducción de Londres se ha convertido en la base de esto, pero el conjunto fue revisado a fondo y cotejado con el original. Las partes omitidas han sido traducidas e insertadas en sus lugares apropiados, y aunque se han dejado algunos pasajes de la obra de Londres que no son del todo fieles al original, el libro, tal como aparece ahora, es esencialmente nuevo. y es la traducción más precisa y completa de las CARTAS A EUGENIA en idioma inglés. La obra en un principio fue publicada como anónima, y el misterio de su autoría se mantuvo diligentemente en las observaciones introductorias de Naigeon, como consecuencia del peligro que entonces acechaba a las producciones infieles, no sólo en Francia sino en toda la cristiandad. El libro fue impreso en Amsterdam, a expensas del propio d'Holbach, por Marc-Michael Rey, un noble impresor a quien el mundo está muy endeudado por la inestimable ayuda que brindó a los filósofos. Pero audaz como era, y viviendo en el país más libre del mundo, Rey no se atrevió a enviar estas CARTAS abiertamente de su propia prensa. Fueron publicadas en 1768, en dos volúmenes en duodécimo, sin nombre de editor y con la impronta de Londres en la portada, para desorientar a los perseguidores en busca de víctimas, que pretendían quemar autor, impresor y libro en una misma pira. La prudencia del autor y del impresor los salvó de este destino; pero apenas había llegado el libro a Francia cuando se prohibió su venta bajo pena de multas y prisión, y fue condenado por un acto del Parlamento a ser quemado por el verdugo público en las calles de París, detalles todos que se narrarán en la MEMORIA BIOGRÁFICA DEL BARÓN D'HOLBACH, que estoy preparando para la imprenta. De la excelencia de las CARTAS A EUGENIA nada hay que decir aquí. La obra habla por sí misma, abunda en la elocuencia propia de su autor, y desborda amables sentimientos de humanidad, benevolencia y virtud. Como las otras obras de d'Holbach, se distingue por un amor ardiente por la libertad y un odio invencible por el despotismo; por una lógica incontestable, por un pensamiento e ideas profundas. El tirano y el sacerdote se muestran en sus verdaderos colores; pero mientras el autor es inexorable como el destino con las jerarquías opresoras y las ideas falsas, es tierno como un niño con los desafortunados, con los sobrecargados de imposiciones irracionales, con los que necesitan consuelo y guía, y con los que buscan la verdad. Dirigidas, como estaban las CARTAS, a una señora que sufría de falsedades y terrores religiosos, el objeto del escritor se establece en el lema de Lucrecio que colocó en la portada, y que así puede expresarse en inglés: "Reason's pure light I seek to give the mind, And from Religion's fetters free mankind." ACM "La luz pura de la razón busco dar a la mente, Y de los grilletes de la Religión librar a la gente” CDG El nombre de la dama se mantuvo deliberadamente en secreto y fue desconocido, excepto para unos pocos, hasta años después de la muerte de d'Holbach. Ahora sabemos por las Feuilles Posthumes de Lequinio, que lo supo por Naigeon, que las Cartas fueron escritas años antes de su publicación para instrucción de una dama distinguida en la corte francesa por sus gracias y virtudes. Iban dirigidas a la encantadora Marguerite, marquesa de Vermandois. Su esposo, quien ocupaba el lucrativo puesto de granjero general del rey y además heredó grandes propiedades, tenía excelentes habilidades naturales y una mente fortalecida y adornada con la cultura y las letras. Si su modestia le hubiera permitido aparecer como tal, ahora sería conocido como un poeta de genio y mérito, pues escribió algunos poemas y obras de teatro muy admirados por todos los que pudieron examinarlos. Se casó en 1763, el día que cumplió veintiún años, con Marguerite Justine d'Estrades, entonces sólo de diecinueve años de edad, y a quien vio por primera vez en su vida sólo seis semanas antes de que se convirtieran en marido y mujer. Como la mayoría de los matrimonios que entonces se hacían entre las clases altas de Francia, éste era de carácter puramente mercenario. El padre del marqués de Vermandois y el padre de Marguerite, como medio de unir sus bienes, ligaron a sus hijos sin dignarse consultar los deseos de las partes, cuando obediencia o desheredación era las únicas alternativas. Cuando se concluyó el pacto, Marguerite fue sacada del convento donde durante cinco años había vivido como interna y estudiante, y comenzó su vida de casada y su curso en el mundo de la moda al mismo tiempo. El partido fue mucho más afortunado de lo que generalmente resultaron ser tales partidos. El esposo de Marguerite estaba apasionadamente apegado a ella, y ese apego le fue devuelto. El marqués era amigo del barón d'Holbach y, poco después de su matrimonio, le presentó a su esposa. Entre todas las bellezas de París, la marquesa era una de las más bellas y fascinantes. Sus rasgos eran notablemente hermosos, y la lozanía y claridad de su tez eran tales que hacían absolutamente necesaria la antigua comparación de la rosa y el lirio para hacerles justicia. A estos se añadieron una figura voluptuosa, modales agradables, la gracia y la vivacidad del ingenio, y las atracciones aún más duraderas del buen humor, la pureza y la benevolencia. Una mujer como ella no podía dejar de ser querida por todos los que disfrutaban de su intimidad, y surgió una fuerte amistad entre ella y el barón d'Holbach. Muy complacida con él al principio, Marguerite quedó igualmente sorprendida después. Cuando su trato se hizo tan familiar que permitió esa franqueza y libertad de conversación que prevalece entre amigos íntimos, descubrió que el barón no creía en los dogmas cristianos que ella había aprendido en el convento donde, a consecuencia de la muerte de su madre, había sido educada. A ella le habían enseñado que un infiel era un monstruo en todos los aspectos, y se asombró al encontrar incrédulos en hombres tan agradables en modales y personas, y tan profundos en erudición, como d'Holbach, Diderot, d'Alembert, y otros. No podía negar ni la bondad ni las cualidades intelectuales de ellos, y mientras admiraba a los individuos se estremecía ante su incredulidad. Especialmente lamentó al barón d'Holbach. Tenía una esposa tan encantadora como ella, anteriormente la encantadora Mademoiselle d'Aine, cuyas hermosas facciones y seductora figura presentaban "Una combinación, y una forma, de hecho, donde cada dios parecía poner su sello". Nada era más natural que esas dos mujeres concibieran la más profunda ternura la una por la otra. ¡Pero Ay! la esposa del barón estaba contaminada con las herejías de su marido; y, sin embargo, en su hogar vio la marquesa todas las virtudes domésticas ejemplificadas, y contempló esa dulce armonía y ese afecto inmutable por el que los d'Holbach se distinguían eminentemente entre sus conocidos, y que era notable por su sorprendente contraste con los hábitos cortesanos y cristianos. del día. Sin saber qué hacer, la marquesa consultó a su confesor y se le aconsejó que se alejara por completo de la compañía del barón y su esposa, a menos que ella estuviera dispuesta a sacrificar todas sus esperanzas del cielo y lanzarse de cabeza al infierno. Su buen sentido natural y el amor por sus amigos lucharon con su educación monástica y su reverencia por los sacerdotes. El conflicto la hizo miserable e, incapaz de disfrutar de la felicidad, se retiró a la casa de campo de su marido, donde caviló sobre sus deseos y sus terrores. En este estado de ánimo, finalmente escribió una conmovedora carta al Baron y expuso su situación, pidiéndole que la confortara, la consolara y la iluminara. Tal fue el origen del libro que ahora se presenta en inglés al lector. Cumplió su propósito con la marquesa de Vermandois, y luego su autor decidió publicar la obra, con la esperanza de que pudiera ser igualmente útil a otros. Las Cartas fueron escritas en 1764, cuando d'Holbach tenía cuarenta y dos años de vida. Doce obras diferentes había escrito y publicado antes, todas sin el afijo de su nombre. Once eran sobre mineralogía, las artes y las ciencias, y una sólo sobre teología. Esta había sido impresa en secreto en 1761, en Nancy, con el sello de Londres, y fue honrada con un estatuto parlamentario que condenaba su publicación y prohibía su venta o circulación. El odio cristiano le otorgó el honor adicional de hacerla quemar en las calles de París por el verdugo público. Pero la prudencia del autor protegió su vida. Atribuyó el libro a un hombre muerto, que se sabía había tenido puntos de vista escépticos. Se titulaba CHRISTIANITY UNVEILED y en la portada llevaba el nombre de Boulanger1. Esta fue la primera contribución de d'Holbach a la literatura infiel, y CARTAS A EUGENIA fue la segunda obra similar escrita por él. Ambas fueron el preludio de más de una veintena de producciones diferentes, entre las que se cuentan libros como El Buen Sentido, El Sistema de la Naturaleza, Ecce Homo, Sacerdotes Desenmascarados, etc., etc., todos impresos de forma anónima o con seudónimo ––a sus expensas, sin posibilidad de ventaja pecuniaria–– y con un secreto tan extraordinario como para demostrar que no lo movía ningún deseo de fama literaria. Sólo amor por la verdad impulsaba a d'Holbach a escribir. Brillantes, profundos, elocuentes y excelentes fueron sus escritos, atrayendo la atención de los poderes civiles y religiosos, comentados como lo fueron por hombres como Voltaire y Federico el Grande, admirados como eran por esa clase que sintió y combatió los males de la tiranía así como de la religión, de los reyes así como de los sacerdotes ––esa clase que casi revivia con los libros de él y sus compañeros. Holbach nunca se apartó de la regla que originalmente estableció para su conducta literaria. 1 El escritor y filósofo iluminista Nicolas Antoine Boulanger (Paris, 1722-1759) Sus obras principales son Investigación sobre el Origen del Despotismo Oriental («Recherches sur l’origine du despotisme oriental», 1761) y La Antigüedad Develada («L’Antiquité dévoilée par ses usages», 1766). (Nota de CDG) Se vio obligado a confiar en muy pocas personas para imprimir sus escritos y, de no ser por ese hecho, el barón d'Holbach ahora solo sería conocido como un caballero de gran riqueza, gran benevolencia y liberalidad poco común, como un hombre de profunda erudición y agradables facultades coloquiales, como generoso amigo de los hombres de letras, como pacificador de los afligidos, como protector de los miserables y como afectuoso esposo y padre. Todo eso de él podríamos haber sabido; pero que fue el autor de libros que enardecieron a sacerdotes intolerantes y magistrados corruptos, consistorios y parlamentos, monarcas y filósofos, al pueblo y a sus opresores, ––que fue el Arquímedes que así conmovió al mundo–– no se habría sabido si no hubiera encomendado a otro filósofo, llamado Naigeon, llevar sus manuscritos a Amsterdam y dirigir su impresión por Marc-Michel Rey. Fue Naigeon quien llevó a Holanda el manuscrito de las CARTAS A EUGENIA junto con otras obras del mismo autor, que también aparecieron durante 1768, año lleno de acontecimientos en la historia del progreso infiel. Las Cartas fueron cuidadosamente revisadas por d'Holbach antes de ir a la imprenta. Se omitieron todos los pasajes de carácter puramente personal, se incorporó algo nuevo y se añadieron algunas frases a propósito para mantener en una oscuridad impenetrable al autor y a la dama a la que se dirigían. Levantar el velo de un hombre de tanto valor y genio, así como llevar a cabo su idea de hacer el bien es una de las razones que han llevado a la preparación y publicación de este libro. MCA TRADUCCION Y ADAPTACION AL CASTELLANO (2022) La adaptación hecha consiste principalmente en la eliminación de giros barrocos propios del siglo XVIII para modernizar, aligerar el texto y abreviarlo así muy ligeramente. Se observa en los últimos capítulos una cierta reiteración de los conceptos, comprensible en cartas separadas por el tiempo y pensadas para suscitar convicción, pero un tanto agotadora para quien lee el documento como un texto único. Se ha tratado de moderar estas repeticiones, hasta donde hacerlo no altera el sentido del texto. De todos modos, la primera mitad del libro es de valor intelectual y utilidad indudables. También hemos encontrado una decena de pasajes oscuros para un lector del siglo XXI, que hemos tratado de traducir del modo que, entendemos, mejor reflejaría el pensamiento del autor. (CDG) CONTENIDO CARTA I. DE LAS FUENTES DE LA CREDULIDAD Y DE LOS MOTIVOS QUE DEBEN LLEVAR A UN EXAMEN DE LA RELIGIÓN CARTA II. DE LAS IDEAS DE LA DIVINIDAD QUE NOS DA LA RELIGIÓN CARTA III. UN EXAMEN DE LAS SAGRADAS ESCRITURAS, DE LA NATURALEZA DE LA RELIGIÓN CRISTIANA Y DE LAS PRUEBAS SOBRE LAS QUE SE FUNDA EL CRISTIANISMO CARTA IV. DE LOS DOGMAS FUNDAMENTALES DE LA RELIGIÓN CRISTIANA CARTA V. DE LA INMORTALIDAD DEL ALMA Y DEL DOGMA DE OTRA VIDA CARTA VI. DE LOS MISTERIOS, SACRAMENTOS Y CEREMONIAS RELIGIOSAS DEL CRISTIANISMO CARTA VII. DE LOS RITOS PIADOSOS, ORACIONES Y AUSTERIDADES DEL CRISTIANISMO, CARTA VIII. DE LAS VIRTUDES EVANGÉLICAS Y LA PERFECCIÓN CRISTIANA CARTA IX. DE LAS VENTAJAS APORTADAS AL GOBIERNO POR LA RELIGIÓN CARTA X. DE LAS VENTAJAS QUE CONFIERE LA RELIGIÓN A QUIENES LA PROFESAN CARTA XI. DE LA MORALIDAD HUMANA O NATURAL CARTA XII. DE LA TRIVIAL CONSECUENCIA DE LAS ESPECULACIONES DE LOS HOMBRES, Y LA INDULGENCIA QUE HAY QUE CONCEDERLES. CARTAS A EUGENIA CARTA I. DE LAS FUENTES DE LA CREDULIDAD Y DE LOS MOTIVOS QUE DEBEN LLEVAR A UN EXAMEN DE LA RELIGIÓN. No puedo, señora, expresar los dolorosos sentimientos que la lectura de tu carta me produjo. Si un deber riguroso no me retuviera donde estoy, me verías volar en tu socorro. ¿Es, pues, cierto que Eugenia es miserable? ¿También ella está atormentada por disgustos, escrúpulos e inquietudes? En medio de la opulencia y grandeza; segura de la ternura y estima de un esposo que te adora; gozando en la corte de la ventaja, tan rara, de ser sinceramente amada por todos; rodeada de amigos que rinden homenaje sincero a tus talentos, tus conocimientos y tus gustos, ¿cómo puedes sufrir las penas de la melancolía y del dolor? Tu alma pura y virtuosa seguramente no puede conocer ni la vergüenza ni el remordimiento. Siempre tan lejos de las debilidades de tu sexo, ¿de qué puedes ruborizarte? Agradablemente ocupada en tus deberes, refrescada con útiles lecturas y entretenidas conversaciones, y teniendo a tu alcance toda diversidad de placeres virtuosos, ¿cómo es que los temores, las aversiones y las preocupaciones vienen a asaltar un corazón para el cual todo debe procurar contentamiento y paz? ¡Pobre de mí! aunque tu carta no lo hubiera confirmado tanto, por la inquietud que te agita habría reconocido sin dificultad la obra de la superstición. Sólo este demonio posee el poder de perturbar las almas honestas sin calmar las pasiones de los corrompidos; y una vez que toma posesión de un corazón tiene la habilidad de aniquilar su reposo para siempre. Sí, señora, desde hace mucho tiempo conozco los efectos peligrosos de los prejuicios religiosos. Yo mismo estaba anteriormente preocupado por ellos. Como tú he temblado bajo el yugo de la religión; y si un examen cuidadoso y deliberado no me hubiera desengañado del todo, en lugar de estar ahora en estado de consolarte y tranquilizarte contra ti misma, me verías en este momento participando de tus inquietudes y aumentando en tu mente las lúgubres ideas que percibo te atormentan. Gracias a la Razón y la Filosofía, una serenidad imperturbable irradió hace mucho tiempo mi entendimiento y desterró los terrores que antes me agitaban. ¿Qué felicidad para mí si la paz de la que disfruto me permitiera romper el encanto que todavía te ata con las cadenas del prejuicio? Sin embargo, sin tus órdenes expresas nunca me habría atrevido a señalarte un modo de pensar muy diferente al tuyo ni a combatir las peligrosas opiniones que te han hecho creer que están ligadas a tu felicidad. Si no hubiera sido por tu pedido, habría seguido escondiendo mis opiniones odiosas a la mayor parte de los hombres acostumbrados a ver nada excepto por los ojos de los jueces visiblemente interesados en engañarlos. Ahora, sin embargo, un deber sagrado me obliga a hablar. Eugenia, inquieta y alarmada, desea que explore su corazón; ella necesita ayuda; desea fijar sus ideas en un objeto que le dé reposo y felicidad. Debo decirle la verdad. Sería un crimen más largo guardar silencio. Aunque mi apego por ella no impusiera la necesidad de responder a su confianza, el amor a la verdad me obligaría a esforzarme por disipar las quimeras que la hacen infeliz. Voy entonces, señora, a dirigirme a tí con la más completa franqueza. Quizás a primera vista mis ideas puedan parecer extrañas; pero al verlas con cuidado y atención van a dejar de sorprenderte. La razón, la buena fe y la verdad no pueden sino ejercer gran influencia sobre un intelecto como el tuyo. Desde tu imaginación alarmada convoco a tu juicio más tranquilo; desde la costumbre y el prejuicio llamo a la reflexión y la razón. La naturaleza te ha dado un alma dulce y sensata, y te ha impartido una imaginación exquisitamente viva y una mezcla de melancolía que predispone al ensimismamiento abatido. Es de esta peculiar constitución mental que surgen los males que ahora te afligen. Tu bondad, franqueza y sinceridad te impiden suponer en los demás fraude o maldad. La dulzura de tu carácter te impide contradecir nociones que parecerían repugnantes si te dignaras examinarlas. Elegiste ceder al juicio de los demás y suscribir sus ideas antes que consultar tu propia razón y confiar en tu propio entendimiento. Tu imaginación viva te lleva a abrazar con avidez las lúgubres ideas que te presentan; ciertos hombres, interesados en agitar tu mente, abusan de tu sensibilidad para producir alarma; te hacen estremecer ante las terribles palabras, muerte, juicio, infierno, castigo y eternidad; te llevan a palidecer ante el solo nombre de un juez inflexible, cuyos absolutos decretos nada puede cambiar; te imaginas que ves a tu alrededor esos demonios a quienes ha hecho los ministros de su venganza sobre sus débiles criaturas; así te llenas de espanto; temes que a cada instante ofendas, sin darte cuenta, a un dios caprichoso, siempre amenazante y siempre encolerizado. Como consecuencia de ese estado de ánimo, los momentos de tu vida que deberían ser de contento y paz están constantemente envenenados por inquietudes, escrúpulos y terrores de pánico, de los que un alma tan pura como la tuya debería estar siempre exenta. La agitación en que te arrojan estas fatales ideas suspende el ejercicio de tus facultades; tu razón es extraviada por una imaginación desconcertada, y te afligen perplejidades, desánimo y sospecha de tu misma. De esta manera te conviertes en víctima de esos hombres que, dirigiéndose a la imaginación y sofocando la razón, subyugaron hace mucho tiempo el universo, y han persuadido a la gente sensata de que razonar es inútil o peligroso. Tal es, Señora, el lenguaje constante de los apóstoles de la superstición, cuyo designio ha sido siempre y será siempre destruir la razón humana para ejercer impunemente su poder sobre la humanidad. En todo el globo los ministros pérfidos de la religión han sido los enemigos ocultos o declarados de la razón, porque siempre ven la razón opuesta a sus puntos de vista. Por todas partes la censuran, por miedo a que destruya su imperio al descubrir sus conspiraciones y la futilidad de sus fábulas. Por doquier sobre sus ruinas luchan por erigir el imperio del fanatismo y la imaginación. Para alcanzar este fin con más certeza, han aterrorizado sin cesar a los mortales con horribles pinturas, los han asombrado y seducido con maravillas y misterios, los han avergonzado con enigmas e incertidumbres, los han sobrecargado de observancias y ceremonias, han llenado sus mentes de terrores y escrúpulos, y fijaron sus ojos en un futuro, que lejos de hacerlos más virtuosos y felices aquí abajo, no ha hecho más que desviarlos del camino de la verdadera felicidad. Tales son los artificios que los ministros de la religión emplean en todas partes para esclavizar la tierra y mantenerla bajo el yugo. La raza humana, en todos los países, se ha vuelto la presa de los sacerdotes. Los sacerdotes han dado el nombre de religión a los sistemas inventados por ellos para subyugar a los hombres, cuya imaginación habían seducido, cuyo entendimiento habían confundido y cuya razón habían tratado de extinguir. Es especialmente en la infancia cuando la mente humana está dispuesta a recibir lo que sea que se le imponga. Así nuestros sacerdotes se han apoderado prudentemente de los jóvenes para inspirarles ideas que nunca podrían imponer a los adultos. Es en la edad más tierna y susceptible de los hombres que los sacerdotes han familiarizado el entendimiento de nuestra raza con fábulas monstruosas, con fantasías extravagantes e inconexas y con quimeras ridículas, que poco a poco se convierten en objetos respetados y temidos. Necesitamos abrir los ojos para ver los medios indignos usados por la política sacerdotal para sofocar la naciente razón de los hombres. Durante la infancia se les enseñan cuentos que son ridículos, impertinentes, contradictorios y criminales, y se les ordena respetarlos. Se van agregando poco a poco misterios inconcebibles que se anuncian como verdades sagradas, y se los acostumbra a contemplar fantasmas ante los que habitualmente tiemblan. En una palabra, se toman las medidas mejor calculadas para volver ciegos a los que no consultan su razón, y para hacer que los simples se estremezcan cada vez que recuerdan las ideas con las que sus sacerdotes infestaron sus mentes a una edad en que no podían protegerse de esas trampas. Acuérdate, señora, de los peligrosos cuidados que se tomaron en el convento para sembrar en tu ánimo las inquietudes que ahora te aquejan. Fue allí donde comenzaron a hablarte de fábulas, prodigios, misterios y doctrinas que veneras mientras que, si estas cosas se anunciaran hoy por primera vez, las considerarías ridículas y completamente indignas de atención. A menudo he sido testigo de tu risa ante la simpleza con que en otro tiempo aceptabas los cuentos de hechiceros y fantasmas que en tu niñez relataban las monjas que tenían a su cargo tu educación. Cuando entraste en sociedad donde durante mucho tiempo no se ha creído en tales quimeras, fuiste poco a poco desengañada, y ahora te sonrojas de tu antigua credulidad. ¿Por qué no tienes el valor de reírte, del mismo modo, de una infinidad de otras quimeras sin mejor fundamento, que aún te atormentan, y que sólo parecen más respetables porque no te has atrevido a examinarlas con tus propios ojos, o porque las ves respetadas por un público que nunca las ha explorado? Si mi Eugenia es ilustrada y razonable en todo lo demás, ¿por qué renuncia a su entendimiento y a su juicio cuando se trata de religión? Mientras tanto, ante esta temible palabra su alma se turba, su fuerza la abandona, su ordinaria penetración es defectuosa, su imaginación divaga, sólo ve a través de una nube, está inquieta y afligida. En guardia contra la razón, no se atreve a llamarla en su ayuda. Se convence a sí misma de que lo mejor que puede hacer es guiarse por las opiniones de una multitud que nunca examina y que siempre se deja conducir por guías ciegos o engañosos. Para restablecer la paz en su mente, querida señora, deje de despreciarse a sí misma; tenga confianza en sus propios poderes mentales y no sienta disgusto por encontrarse infectada con una epidemia general e involuntaria de la cual no dependía de usted escapar. Tenía razón el buen abate de St. Pierre cuando decía que la devoción era la viruela del alma. Agregaré que es raro que la enfermedad no deje cicatrices de por vida. En efecto, ¡mira cuántas veces las personas más ilustradas persisten para siempre en los prejuicios de su infancia! Esas nociones se inculcan tan temprano y se toman continuamente tantas precauciones para hacerlas duraderas, que si algo puede razonablemente sorprendernos es ver que alguien tiene la capacidad de elevarse por encima de esas influencias. Los genios más sublimes son a menudo juguetes de la superstición. El calor de su imaginación a veces sólo sirve para desviarlos aún más y para unirlos a opiniones que los harían sonrojarse si consultaran su razón. Pascal imaginaba constantemente que veía el infierno abriéndose bajo sus pies; Mallebranche fue extravagantemente crédulo; Hobbes tenía un gran terror a los fantasmas y demonios;* y el inmortal Newton escribió un comentario ridículo sobre las copas y visiones del Apocalipsis. En una palabra, todo prueba que no hay nada más difícil que borrar las nociones con las que fuimos imbuidos en nuestra infancia. Las personas más sensatas, y las que razonan con la mayor corrección sobre cualquier otro asunto, recaen en su infancia cuando se trata de religión. * Sobre este tema ver Bayle, Diet. Crit., art. Hobbes, Rem. N. Así, señora, no tienes por qué avergonzarte de una debilidad que tienes en común con casi todo el mundo, y de la que no siempre están exentos los hombres más grandes. Deja que tu coraje reviva entonces, y no temas examinar con perfecta compostura los fantasmas que te alarman. En materia que tanto interesa a tu reposo, consulta aquella razón ilustrada que te sitúa tanto por encima del vulgo como eleva a la especie humana por encima de los demás animales. Lejos de desconfiar de tu propio entendimiento y facultades intelectuales, vuelve tu justa sospecha contra esos hombres, mucho menos ilustrados y honestos que tú que, para vencerte, apelan a tu viva imaginación; que tienen la crueldad de turbar la serenidad de tu alma; quienes, bajo el pretexto de atarte sólo al cielo, insisten en que debes romper los lazos más tiernos y entrañables; y en fin, que te obligan a proscribir el uso de esa bienaventurada razón cuya luz guía tu conducta con tanto juicio y seguridad. Deja la inquietud y el remordimiento a las mujeres corruptas que tienen motivos para reprocharse, o que tienen delitos que expiar. Deja la superstición a esas mujeres tontas e ignorantes cuyas mentes estrechas son incapaces de razonar o reflexionar. Abandona las fútiles y triviales ceremonias de una objetable devoción a las mujeres ociosas y malhumoradas para quienes, tan pronto como el reinado transitorio de sus encantos personales ha terminado, no queda descanso racional para llenar el vacío de sus días, y que buscan con la calumnia y la traición consolarse de la pérdida de los placeres que ya no pueden disfrutar. Resiste esa inclinación que parece impulsarte a la meditación sombría, la

See more

The list of books you might like

Most books are stored in the elastic cloud where traffic is expensive. For this reason, we have a limit on daily download.