Ellos la llamaban monstruo.
Él la llamaba amiga.
Pero aun así le cortó la cabeza.
Se suponía que enviar a Medusa a trabajar en el templo de Atenea la mantendría a salvo. Protegerla de miradas errantes, porque su madre temía que tal belleza pudiera traerle la muerte. Pronto, aprendería que el temor era de hecho una profecía.
Todo lo que hizo falta fue un vistazo para que Poseidón supiera que tenía que tenerla. Una mirada. Una noche fatídica. Y la vida nunca volvería a ser la misma.
Atenea, furiosa por lo que sucede esa noche entre su sacerdotisa y su hermano, no le importa que Medusa haya sido una participante involuntaria y la maldice para que ningún hombre la desee nuevamente.
Pero a Perseo no le importa que Medusa sea un monstruo. Sin importar a cuántas mujeres encuentre, su recuerdo lo atormenta. De modo que, la apoya, un amigo… hasta que se le da la oportunidad de casarse con una princesa y ocupar el lugar que le corresponde como hijo de Zeus.
Ahora no se detendrá ante nada para conseguir su trono. Incluso si eso significa matar a su amiga.